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jueves, 9 de mayo de 2024

CIENTO SETENTA Y UNO

Búsqueda incansable, búsqueda inagotable, búsqueda interminable, búsqueda sin fin, búsqueda eterna. 

Es difícil saber a partir de qué punta o de qué ovillo se empiezan a desmadejar los entramados del mundillo de la música. ¿Cuál será la pista que nos permitirá encontrar un disco más para la colección? En la telaraña de relaciones que se entretejen entre grupos, entre artistas, entre productores, entre sellos discográficos, entre cuanto boludo alegre que se calce algún instrumental hombro, ya sea por similitudes estéticas, amistades, casualidades o, simplemente, por lugar de residencia, si uno se deja llevar, llega, casi siempre de pedo, a conocer propuestas interesantes, cautivantes, sugerentes, o al menos, entretenidas. Muchas veces resulta graciosa la forma en que se descubren ciertas cosas, después de haber dado mil y una vueltas, después de haber sentido que ya no hay lugar para nada nuevo, después de haber pensado en abandonar la búsqueda. Sin embargo, azar, persistencia, constancia y un poco de olfato se conjugan para dirigir al ojo entrenado durante esas eternas búsquedas hacia algún disquito que para cualquier otro pobre mortal pasaría inadvertido en el montón. Si bien es cierto que uno nunca busca al tuntún y algo le permite asumir el riesgo de comprar sin referencias previas algún álbum desconocido de algún grupo aún más desconocido todavía. Arrojo, valentía, coraje, osadía, audacia, dan el empujoncito final para pelar la billetera. Para el común de los mortales se trata simplemente de locura o de estupidez. Pobre gente, de lo que se pierden. Prosigamos… En un principio, todo entra por la vista. Ya lo he dicho antes. Entonces, una portada con una gráfica que llame la atención de alguna manera, que estimule el sentido de la vista y, a veces, el del tacto, es un buen comienzo. Luego, cualquier tipo de corazonada se confirmará al abrir el empaque para echarle un vistazo a los créditos. Si entre los nombres que se presentan aparece alguno conocido de antemano, bingo, sonrisa de oreja a oreja, otro disco que ha encontrado a su dueño definitivo. 

Lo más importante para cualquier sonívoro es estar bien al pedo y tener mucho tiempo disponible para malgastar deambulando sin rumbo fijo por distintas disquerías, tiendas de discos, puestos o sucuchos infectos, para revolver cuanta batea se le presente prestando atención hasta al disco menos apetecible, al menos deseado, al más ignorado, al más oculto del cajón. Después, si tiene la billetera cargada o crédito en la tarjeta, mejor. Aunque no es una condición sine qua non porque generalmente estas gemas secretas se pueden encontrar en los tachos de ofertas en los que se tiran discos para olvidarlos, para dejarlos que circulen a la buena de Dios, para que algún desgraciado se anime a escucharlos. En definitiva, porque no encontraron su lugar en ninguna batea de ningún género. Paso previo al cesto de reciclado de papel o de plástico, claro. Todas estas condiciones se cumplían cuando vivía en Montréal: estaba al pedo, había muchas disquerías para visitar incansablemente porque el flujo de material disponible era inagotable y, por si fuera poco, disponía de suficiente contante y sonante como para darme ciertos gustitos, para darme el lujo de comprar algún que otro disco de algún que otro artista ignoto sin haberme enterado previamente sobre su existencia. 

Cheap Thrills, sucio y encantador antro maloliente de mala muerte que solía visitar bastante a menudo, era uno de mis proveedores habituales de música rara. Allí pasaba el rato, tanto las tardes de niebla espesa como las tardes de sol rajante, mientras los niveles de oxígeno continuaran siendo aceptables y el aire respirable. Cuando los hedores pestilentes de la alfombra vieja, grasienta, hecha jirones; de la madera húmeda, añeja, en descomposición; del papel apolillado, amarillento, rancio; y de la mugre acumulada, olvidada, abandonada en los rincones desde tiempos inmemoriales, se hacían sentir y era necesario salir a respirar aire fresco con cierta urgencia, me iba raudamente y sin despedirme. A pesar de que estas condiciones de sanidad me obligaban a permanecer atento para no flaquear y desfallecer con riesgo de perder el conocimiento mientras revolvía las bateas, lograba manotear en cada una de mis visitas a este divino tugurio material jugoso y poco frecuente. 

Así fue como di con el primer álbum de los Eternals, sin haberlo buscado, sin haberlo deseado, sin haber sabido de su existencia de antemano. Al manotearlo me enteré de su relativa relación con los muchachos de Tortoise. Palabras mayores para la música instrumental. 

Como todo tiene que ver con todo y los vínculos se establecen de maneras aleatorias e imprevisibles, al continuar hurgando entre la discografía de estos muchachos de Chicago, me topé con un álbum split en el que los yanquis compartían cartel con unos brazucas todavía menos conocidos que ellos. Mi prejuicio me hizo dudar y casi no lo compro. Cuando me dicen Brasil, pienso en minas en pelotas moviendo sus culos sudados – algunos dignos, otros no tanto. Pienso en joda eterna. Pienso en samba y tengo pesadillas. Pienso en algún que otro traba gordo, fofo y espantoso que aparece revoloteando entre esos carruajes decadentes, sobrecargados de lentejuelas y telas brillantes, que no hacen más que rebajar a la dignidad humana a su mínima expresión. Honestamente, no consumo música bailable, te habrás dado cuenta. Me irrita que la gente piense que la música debe rebajarse a acompañar a cualquier tipo de danza o expresión corporal en lugar de ser la auténtica protagonista del evento. 

Finalmente, me equivoqué. El grupito brasileño, llamado Hurtmold, me sorprendió para bien y terminé rastreando sus discos en varios países y en varios continentes. El primero que compré lo conseguí en Estados Unidos, el famoso split. El segundo, en Toronto, Canada. Otros, en Tokyo, Japón, porque uno de los integrantes tiene ascendencia japonesa y sus contactos los habilitaron para que varios de sus álbumes fueran publicados en el país del sol naciente. Los últimos que compré, los encargué directamente a su sello de São Paulo, en Brasil, un país que no tiene mucho más para ofrecerme. Sólo alguna que otra minita apetitosa, alguna que otra playa más o menos linda, algún que otro chocolate gustoso o alguna que otra fruta refrescante. Nada que no logre superarse.