sábado, 30 de julio de 2022

CIENTO CINCUENTA Y CINCO

Actuar, de alguna manera, implica engañar, estafar. Para los maestros del engaño que se autodefinen como actores es moneda corriente poner en escena farsas que, a veces, hasta ellos mismos llegan a creer. Vender humo, ilusiones vanas, es su especialidad. Sabemos que solo podemos creer en ellas durante un período de tiempo limitado. Cuando el actor finalmente se saca la careta, la ilusión se desvanece, solo le queda un mísero instante de vida. Cuando se encienden las luces y todo se ilumina, se vuelve a la realidad, se descubren los artificios, las artimañas. La veracidad de lo vivido se pone en tela de juicio. Al bajar el telón, al actor no le queda otra que sacarse el maquillaje y asumir que se ha quedado solo. Que no es a él al que quieren. Que el público fue seducido por su personaje. Que al volver a su hogar para compartir su vida con sus seres queridos, el espectador ya ha despertado de la ensoñación y se ha olvidado de él.

Mudanza va, mudanza viene… Organizar el desplazamiento de las pertenencias personales siempre es un dolor de cabeza – o de bolas. Cajas, cajitas, valijas, bolsos, mochilas, ropa, calzado, vajilla, trastos, papelerío, quizás muebles y electrodomésticos. En mi caso, además, guitarras, teclados, computadoras, micrófonos, cables de todo tipo, más instrumentos, muchos libros, discos y más discos. De todo. Cuando la movida implica un simple cambio de domicilio, de un departamento a otro, de un barrio a otro dentro de la misma ciudad, el nivel de dificultad de la operación puede ser negociable. Cuando el cambio de domicilio incluye trámites consulares, pasaportes al día, documentación, visados internacionales, repatriación de bienes, vuelos con escalas y transbordos, la cosa se pone peluda, se complejiza exponencialmente. Tanta declaración y papeleo te hacen sentir interrogado, cuestionado, como un delincuente. Es así que uno comienza a elucubrar planes siniestros cual traficante o contrabandista; empieza a rebuscárselas de las maneras más inverosímiles para lograr mudar sus pertenencias tratando de gastar la mínima cantidad de dinero y tratando de extraviar la menor cantidad de cosas posibles en el intento. 

Cuando supe que, a pesar de los encantos y beneficios de ser ciudadano del primer mundo, no soportaría vivir de por vida en Montréal, aunque no tenía fecha de retorno a la madre patria, comencé a planificar mi fuga teniendo en cuenta un par de criterios simples y sencillos de aplicar. Diferenciar entre: aquello que necesitaba y quería conservar hasta el final de mi estadía, aquello que quería conservar y podía enviar a Buenos Aires  porque no lo usaba con tanta frecuencia, aquello de lo que podía prescindir y que no me interesaba conservar bajo ningún punto de vista, aquello que necesitaba conservar hasta último momento y que descartaría cuando partiera.

Toda la movida tuvo un laburo de logística impresionante. Estaba atento y cada vez que me enteraba de que algún amigo o conocido estaba por viajar a Buenos Aires le pedía el inmenso favor de llevarme alguna que otra cosita. A veces alguna pilcha, otras, muestras de mis laburos como Diseñador Gráfico. Una vez, una guitarra. Pero, sobre todo, libros y discos. Siempre cuidando de no exagerar con la cantidad de bultos que enviaba para no sobrecargar ni sobreexigir a mis “mulas”. La operación, generalmente, salía a pedir de boca. Sin embargo, como era de esperar, alguna vez tenía que salir para el culo. Entonces, el diablo metió la cola. 

Un día, me enteré de que el padre de una chica argentina que conocí en la casa de uno de mis tantos jefes viajaría a Montréal para conocer a su nieto recién nacido. No dudé en solicitarle un pequeñísimo favor: que le llevara a mi vieja un libro que me había regalado mi amigo Cristian para un cumpleaños, que ya había leído, que no quería perder; además de unos discos que, aunque no los escuchaba asiduamente, quería conservar pues se trataba de un lindo box-set de cuatro CDs que había salido con el matutino Página 12. La chica en cuestión recibió mi paquete y el número de teléfono de mi vieja para que la contactaran y que ella pudiera acercarse a retirar mis cosas donde se lo indicaran. El padre de la piba viajó a Canadá y regresó a la Argentina apenas una semana más tarde. Mi devota madre aguardó pacientemente. Pasaban los días y su teléfono seguía sin sonar ni dar noticias sobre mi paquetito. Pasaron unas cuantas semanas, quizás más de un mes, y el que recibió el llamado telefónico fui yo. Era raro, muy raro. Casi nadie tenía mi número. Mi forma de ser no suele convocar a la gente para que me llame. Estoy lejísimos del millón de amigos de Roberto Carlos, lejísimos, enterate. Del otro lado de la línea, escuché una voz de mujer. Mucho más raro todavía. Rápidamente, reconocí a Marina, la chica argentina cuyo padre se suponía que debería haber llamado a mi madre hacía largo rato. Para ese entonces, había pasado bastante tiempo desde la culminación de su viaje y era la primera vez que daban señales de vida. La piba me llamaba para hacerme una confesión. Daba vueltas y lloraba. Lloraba y daba vueltas. Su balbuceo ininteligible carecía de sentido. Hasta que al final, habrá tomado coraje y se animó a decirme que creía que era muy, pero muy difícil que recuperara mi box-set “Revolucionario” de Astor Piazzolla. ¿Qué? ¿Cómo? Sí, sí… Resulta que su padre, al bajar del avión en Ezeiza, al presentarse para hacer los trámites aduaneros, como tenía pedido de captura por una estafa millonaria perpetrada en el ANSES, gracias a la cual él y sus secuaces – todos empleados de la entidad – habían cobrado durante varios años las jubilaciones de todo pobre difunto al que pudieron hacer salir de la tumba virtualmente para usurparle la identidad y así embolsillar parvas de dinero malhabido. El tránfuga quedó detenido y todas las maletas con las que regresaba de su viaje fueron confiscadas por el personal policial, o el de la Prefectura – vaya uno a saber a quién pertenezca esa jurisdicción.

Rápidamente, al analizar mentalmente el discurso de esta señorita que parecía bastante perturbada, entre sollozo y sollozo pude comprobar que jamás había mencionado el título de mi libro de Juan Filloy. Interrumpiendo en seco sus lágrimas de cocodrilo y sus bien calculados lamentos, pregunté por “La potra”. ¿La qué?, retrucó. No había terminado de explicarle que se trataba del libro que había incluido en el famoso paquetito que estaba en manos de la cana, que confesó un segundo delito de su familia. ¿Qué esperabas? Descendientes de tanos, son. Claro, de tal palo, tal astilla. La muy turra se lo tenía bien guardadito, había metido mano y, sin pedírmelo, se había alzado con mi libro, el que nunca había tomado el avión con su padre y que reposaba en la biblioteca de su casa en Montréal, casi como si buscara nuevo dueño. No encontraba la forma de excusarse. Como te imaginarás, no dejé enfriar las cosas y recuperé mi libro con presteza. Además, dejé de hablar con esa gentuza sin escrúpulos sin ningún tipo de pena. ¡Con amigos así, quién necesita enemigos!

Para mi sorpresa, a pesar de que el vínculo se había extinguido desde hacía ya mucho tiempo, al año siguiente, la hija del estafador volvió a contactarse conmigo para darme el número de teléfono de la segunda esposa de su padre. La mujer había logrado recuperar todos los bártulos del tipo – de su cómplice. ¡Qué tarro! ¡Hay gente con suerte! Además, la mina había encontrado mis discos de Piazzolla entre las pilchas del delincuente. En síntesis, tuve más culo que cabeza y, a pesar de los malos tragos y de los malos augurios, recuperé todas mis pertenencias. No sin antes gastar mucha saliva en insultos. No sin antes gastar mucha saliva en charlas telefónicas vanas que me convirtieron en el espectador de siniestros ardides y estratagemas, de una gran hipocresía, de hábiles puestas en escena en las que esta gran actriz y farsante mostró la hilacha, la herencia genética de su padre, una gran habilidad en el verso para engatusar a un pobre desprevenido. Tené cuidado.

viernes, 29 de julio de 2022

CIENTO CINCUENTA Y CUATRO

Pocas veces he conocido a un artista de nombre o he accedido a cierta información sobre su obra sin haber tenido la posibilidad de ver cómo luce alguno de sus discos. No me refiero a la experiencia tangible de tener alguno de sus álbumes entre mis manos, sino a la experiencia visual de ver, al menos, la imagen de la portada de alguno de ellos impresa en pequeño formato en un diario o en una revista al acompañar una crítica o un comentario sobre su obra. 

Cuando un coleccionista de discos visita una disquería puede tener una idea precisa de lo que busca o puede dejar que el azar juegue a su favor, que le haga más sencillo encontrar una aguja en un pajar. Personalmente, encuentro que la segunda opción es la más gratificante. La sorpresa, el asombro, que me provoca encontrar un disco que no esperaba, que quizás ni siquiera conocía, es incomparable, inexplicable. Ver que las estrellas comienzan a alinearse es un gran momento. Cuando todo te sale a pedir de boca, de puta casualidad, sin haber previsto que se te cumpliera ningún deseo, te das cuenta de que lo inesperado es aún mejor que un sueño hecho realidad.

Cuando conocí a este cantautor australiano, se dieron todas estas condiciones. El nombre del flaco me sonaba, pero no puedo decir que haya dedicado mi tiempo a la búsqueda de sus discos. Aprecio la obra de muchos artistas australianos, por lo que me he cruzado con más de un nombre en distintas ocasiones sin que en el momento le diera suficiente importancia. Tal es el caso de Ed Kuepper. Había leído sobre la existencia de su grupo Laughing Clowns en alguna nota en la que lo mencionaban junto a The Birthday Party. Más tarde, caí sobre una página de trouserpress.com en la que comparaban a este cantante con Robert Smith y no se privaban de decir que su voz era extraña, nasal, asquerosa, con un rango limitado aunque no dejaban de admitir que se trataba de una presencia dominante. Estimo que lo que logró fijar en mi inconsciente el nombre de este artista fue la forma en la que describían el estilo de su grupo, anunciando que estaba repleto de “los clichés tanto románticos como musicales de una banda de ambiente de club con sonido de jazz de película que se vuelve loca en una elocuentemente asombrosa e intensa declaración sobre la desilusión y la frustración.” Andá a saber qué mierda querían decir con todo eso. Lo cierto es que me debe haber parecido simpático el comentario porque después de casi veinte años de haberlo leído originalmente, para escribir el texto que estás leyendo, lo busqué nuevamente en internet y me di cuenta de que lo recordaba con bastante precisión.

Una tarde de sábado, o de domingo, recuerdo haber pasado por L’Oblique, en Le Plateau Mont-Royal, para mirar las bateas de usados que siempre guardaban alguna sorpresita – no me quedan dudas sobre el día porque durante el fin de semana el que estaba al frente del negocio era Michel en lugar de Luc. Me instalé delante de la batea. Pasando los discos, cautivó mi mirada un sticker con la leyenda “Bonus Album”. Instantáneamente, el nombre del artista me hizo click. Era el australiano del que había leído algunos comentarios interesantes, del que nunca había visto ningún disco. Éste, lo vi de pedo, lo compré por casualidad. En síntesis, tuve más culo que cabeza. El primer disco que encontré de Ed Kuepper, no solo estaba en un impecable estado en la batea de discos usados a escasos $ 12 CAD, sino que además me lo llevé en su edición limitada doble que contenía un disco de regalo. Una verdadera ganga. Con el tiempo fui consiguiendo otros títulos de este prolífico australiano pero creo que ninguno giró en mi lector de CDs más que “Character Assassination / Death To The Howdy-Doody Brigade”. Por si mi suerte no hubiera sido suficiente, resultó ser una joyita.

martes, 28 de junio de 2022

CIENTO CINCUENTA Y TRES

A pesar de haber visto el video de “Orpheus” gracias a alguno de mis amigos, una canción que podría haberme enseñado el camino para disfrutar de la música de esta grande, solo me interesé en ahondar en su propuesta cuando escuché su álbum “Blemish” y un tiempito más tarde “Snow Borne Sorrow” del trío que tuvo con su hermano Steve Jansen y Bernd Friedmann, Nine Horses. Publicaron pocos discos pero todos geniales. Con el tiempo, fui comprando otros. Hasta tengo los últimos tres de Japan. 

Debo confesarme, hacer mea culpa y admitir que el primer disco que tuve en el que participaba David Sylvian fue “Rain Tree Crow”, del grupo homónimo. Nombre que parece que los muchachos inventaron para que los fans de Japan no se hicieran falsas ilusiones porque lo que ofrecían, a pesar de contar con los mismos integrantes, era algo bastante alejado del art-pop de los años ´80 al que estaban acostumbrados. Para colmo, no se trataba de canciones tradicionalmente compuestas y arregladas sino de temas que surgieron de improvisaciones que el grupo grabó en el estudio. Luego, las editó, las recortó, las pulió, las toqueteó, para darles una forma más amigable. Todo esto no lo supe hasta mucho más tarde, de lo contrario, este álbum habría estado en mi colección desde mucho tiempo antes. Lo cierto es que mirando discos en la Librairie L´Échange, sobre la avenue Mont-Royal est, vi la tapa de este CD y me llamó la atención. No conocía al grupo, nunca había oído hablar de él hasta ese momento. El nombre que figuraba en el frente me pareció interesante. Además, otra cosa que me llamó la atención fue la etiquetita del precio: “$ 2.00 CAD”. ¡Una ganga! Me lo llevé sin abrirlo. Recién me di cuenta de que participaba Sylvian cuando me puse a leer el librito en el departamento mientras escuchaba por primera vez esa música esquiva. Menos sabía que se trataba del venerado grupo pop. Me enteré al día siguiente, en el laburo, durante la hora del almuerzo. Quedé boquiabierto. Unos años más tarde, como el disco me gustó mucho, compré también la versión remasterizada. Solamente por un bonus track de menos de dos minutos. No hace falta que me mientas. Seguro que alguna vez, vos también hiciste lo mismo. 

lunes, 27 de junio de 2022

CIENTO CINCUENTA Y DOS

Para todo existe una primera vez. En el día que me viene a la memoria, estrené dos experiencias musicales de diferente índole. Una fue mi presencia en un concierto, la otra fue la compra de un CD. Dirás que desvarío, que, conociéndome, no tiene nada de extraño que un sonívoro avezado como yo asista a un concierto o que compre un CD, que se trata de una obviedad que no altera en nada la habitual evolución de los hechos para mi estilo de vida, que no es un suceso aislado que pueda llamar la atención en el cotidiano de un amante de la música que colecciona discos, que se trata casi de una rutina, que no tiene nada de especial, de raro. Es cierto. Sin embargo, un par de detalles comprueban la sutileza de la diferencia. 

Primero, el concierto en cuestión no era un concierto cualquiera, sino una ópera. Tampoco se trataba de una ópera cualquiera, sino de una en la que tocaban con instrumentos de época: laúd, clavecín, viola da gamba… Además, el concierto en cuestión no tuvo lugar en un teatro cualquiera, sino en una universidad. Tampoco era una universidad cualquiera, sino la mismísima Université McGill sobre la rue Sherbrooke Ouest. Desde la vereda, antes de entrar, te das cuenta de que se trata de un edificio de lujo.

Por otro lado, el CD en cuestión no era un disco cualquiera sino la obra de un venerado chanteur de charme devenido artista de culto. No se trataba de un artista de culto cualquiera, sino de uno que se merecía el honor de ocupar tal lugar, aunque para mí, al momento de comprar su disco, se tratara de un auténtico desconocido. Miento. Su nombre, lo conocía por los típicos rumores que te incitan a acercarte a uno u otro artista, por el boca en boca. Su obra, era un misterio. Finalmente, el CD en cuestión no lo compré en un lugar cualquiera, sino en la mismísima Cheap Thrills, la icónica disquería de Montréal que tantas alegrías le ha dado al melómano empedernido que llevo dentro – aunque en algún momento el pútrido aire espeso que se respiraba al comenzar a subir las escaleras que llevan al local haya comenzado a parecerme repulsivo. Desde la vereda, antes de entrar, te das cuenta de que se trata de un edificio en decadencia.

A la ópera, me invitó mi amigo Daniel, especialista en la materia. Al salir del recinto, hablando de algún que otro libro, quizás estimulado por los aires británicos del “quartier anglophone” en el que nos encontrábamos, me preguntó si conocía alguna librería de usados que ofreciera sobre todo títulos en la lengua de Shakespeare. Sin dudarlo, lo invité a cruzar la calle y a caminar una o dos cuadritas hasta la rue Metcalfe. Era viernes y la tienda que le quería hacer visitar solía estar abierta hasta las 22:00 horas. Teníamos tiempo de visitarla. Delante de la puerta, Daniel constató al leer el cartel que también se trataba de una disquería. ¿Cuando no?, habrá pensado. Finalmente, le interesó. Mientras él miraba los estantes de los libros, no pude hacer otra cosa que mirar los de los discos. Como cada una de las tantas veces que visité esta disquería, este templo, este antro, no logré salir con las manos vacías. La verdad es que Cheap Thrills es una tienda de discos ideal para arriesgarse a comprar álbumes de artistas desconocidos. No solo porque tienen discos que jamás encontrarás en otro lado, sino porque, además, los precios suelen ser accesibles. Imposible resistirse a la tentación.

Recuerdos de la ópera no conservo muchos más de los que acabo de mencionar. Sin embargo, de la visita de aquella noche a la disquería, aún conservo celosamente el álbum “Tilt” del emérito Scott Walker, retirado del foco de los flashes y de las cámaras de las revistas consagradas a adolescentes perturbadas por la belleza y la vida íntima de sus ídolos para dedicarse a diseñar, pergeñar, álbumes de una perfección atípica que lo han alejado de la efímera frivolidad de la juventud para instalarlo en el trono de lo imperecedero al que solo unos pocos artistas extraordinarios logran acceder. Pero sobre todo, conservo una sensación que no logro definir en palabras. Una sensación que creo entender como la certeza de la existencia de un antes y un después de esta experiencia sonora sin igual. Como si la música de este benemérito señor me hubiera abierto una puerta, una brecha, para presentarme con anticipación el futuro lejano, distante, remoto, improbable, de la canción popular, después de haberme despertado sin piedad con un baldazo de agua fría. Con un lenguaje musical singular, particular, me ofreció su punto de vista de cómo sería una canción: procesada, desmenuzada, amalgamada, hecha añicos, hecha trizas, para luego transformarla en algo único e irrepetible, impensable. Un lenguaje propio, nunca antes imaginado, visionario. Un lenguaje que hasta el momento ningún otro artista ha sido capaz de descifrar, de comprender. O, simplemente, nadie se ha animado ni a retomar, ni a continuar.

Quizás la respuesta se encuentre en el título del documental “Scott Walker - 30th Century Man”, donde se lo puede ver a Walker en el estudio, escondido detrás de la visera de su gorrita y de sus gafas oscuras, mientras graba su álbum de “The Drift”. Cuando una persona, un artista, posee cualidades fuera de lo común, fuera de serie, se suele decir que proviene de otro planeta. En este caso, a dichos atributos extraordinarios se los carga con la facultad de la anticipación. Lo que presenta a Scott Walker – Noel Scott Engel de nacimiento – como un genio incomprendido en su época por valerse de un lenguaje musical visionario, de avanzada, aún inexistente en el momento en el que produjo su obra. Sin lugar a dudas, se trata de un auténtico rebelde que transita su propio tiempo, que se niega a respetar las exigencias del mercado – desinteresado por el éxito comercial, que esquiva la popularidad, que pareciera aspirar al anonimato, a la invisibilidad, en un mundo donde la imagen es tan valorada, que da rienda suelta a sus obsesiones personales sin pedir permiso para hacerlo, que se anima a exponer sus pesadillas y a confrontarlas. Razones por las que, lamentablemente, mucha gente ha quedado excluida del beneficio de disfrutar de una genuina e incomparable obra de arte sonoro que influenciará a las futuras generaciones que osen aventurarse en una experiencia musical desestabilizante.      

martes, 31 de mayo de 2022

CIENTO CINCUENTA Y UNO

Hay gente que prefiere escuchar la música en vivo. Ir a recitales. Calculo que por lo sanguíneo del evento, por ver sudar a sus ídolos para confirmar que se trata de seres humanos, como cualquier hijo de vecino. Andá a saber cuántas otras razones esgrima la muchachada: conocer minitas rockeras porque se dice que suelen ser más que generosas en su hábitat; constatar que los sonidos que se escuchan en un álbum pueden ser reproducidos por un mono con un instrumento colgado, de lo contrario, se trataría de una ofensa mayor contra todo fan que confía en las habilidades de esos titanes que agitan sus melenas al viento cual semidioses ofreciendo su toque divino; sentir que la música revela todas sus dimensiones, todo su esplendor, gracias a un sistema de sonido de alta potencia – inalcanzable para los pobres mortales que habitualmente se conforman con escuchar sus canciones favoritas a través de los auriculares “bluetooth” de su “smartphone”; dejarse encandilar por los spots de un escenario para sentir que el que brilla no es otro que aquel que brinda parte de su alma con cada nota que produce su instrumento; dejarse llevar por la ingesta de alcohol, substancias o ambas porque resulta ser un lugar más que apropiado para hacerse los loquitos. 

Yo prefiero escuchar música grabada en estudio. Me gusta la situación de laboratorio. La posibilidad de la manipulación de los sonidos en un contexto cuidado, pulcro, pulido. La posibilidad de la acumulación de sonidos para buscar descubrir una nueva combinación original y distinta, creativa. Además, siempre fui un poco bacán. Yo prefiero escuchar música en el living de mi casa, en un ámbito libre de humo, tomando un tecito. Quedarme en casa al resguardo de todo el bullicio, del olor a chivo, de los golpes, de los saltos, de los vómitos, de los aplausos o las palmas que enturbian, opacan, silencian, la música. No toda “performance” requiere de aplausos. No toda “performance” requiere del acompañamiento de las palmas de un público sobreexcitado, sin habilidades para respetar tempo o métrica. 

En contra de todo pronóstico, debo admitir que he asistido a unos cuantos recitales y que, además, los he disfrutado. A Peter Hammill lo vi en vivo cuatro ó cinco veces – perdí la cuenta; a Divididos, por lo menos tres; a Tortoise, también tres; a los Têtes Raides, dos; a los Ricotita, también dos; a Four Tet, creo que dos, quizás tres; y a tantos otros solamente una, dejándome con las ganas de alguna más. 

Mientras vivía en Montréal, tenía a mano una gran cantidad de festivales y conciertos de verano gratuitos en distintos espacios, sea en la calle o en algún parque, sea en algún café o en alguna sala de espectáculos. La verdad es que los aprovechaba. Así como montaban escenarios gigantes en medio de la calle en el centro de la ciudad, también organizaban eventos pagos en salas y teatros. Sí, pagué un par de veces y no me arrepiento. En el Festival international de jazz de Montréal tuve la suerte de ver a un grupo de jazz noruego – mi primera incursión en el vasto mundo del jazz nórdico – que resultó ser más que interesante. Recuerdo que los fui a ver al Club Soda, sobre el boulevard Saint-Laurent, cerquita de la esquina de la rue Sainte-Catherine est. Recuerdo que por la entrada pagué solo veinte dólares canadienses. Recuerdo que los promocionaban haciendo alarde de la cantidad de músicos que estarían en escena. ¡Eran como diez! Como para no vanagloriarse. También anunciaban que su líder había fundado la banda con tan solo catorce añitos. Cuando yo los vi, en el 2004, el pibe ya tendría unos veintitrés o veinticuatro. Sin embargo, para el mundo del jazz, no dejaba de ser un pendejo. Esa realidad no le quitaba ningún mérito a su talento. Su música era gloriosa: creativa, novedosa, de avanzada, sin dejar de respetar ciertas tradiciones del género. Los medios especializados no se olvidaban de subrayar que este muchachito llamado Lars Horntveth nunca había consumado estudios académicos que lo orientaran para poner a punto su brillante lenguaje musical para el que abrevaba de una multitud ecléctica de fuentes, revisando hábilmente la enorme mayoría de sus variantes para sacarles bien el jugo. Desde rock, jazz moderno, electrónica, hip hop, minimalismo americano, música contemporánea, ambient, músicas étnicas hasta dub; todo sin olvidar las ventajas de las que disfruta un autodidacta que logra evadir los filtros, las ataduras institucionales. 

Salí del recital con la boca abierta. Creo solo poder comparar la experiencia con el primer recital de Peter Hammill en el que lo vi tocar totalmente solo, en Doctor Jekyll, sobre la calle Monroe, en el barrio porteño de Belgrano, allá por el año 1994. Al terminar el show de los noruegos, en el hall de entrada a la sala donde había tenido lugar el espectáculo, habían montado una mesa para vender merchandising relacionado con la banda: alguna que otra remera pero, sobretodo, discos. En el estado en el que estaba no podía dejar de pensar en incluir toda la discografía de este grupo que acababa de descubrir lo antes posible en mi colección. Me abalancé sobre la mesa. Mi vista se vio atraída inmediatamente por los tres discos que ofrecían. No me pude resistir y agarré firmemente un ejemplar de cada uno, marcando el terreno para que nadie se atreviera a arrebatármelos. Pregunté el precio: quince dólares canadienses por cada CD. La excitación no me impidió recurrir a mis conocimientos de álgebra para saber rápidamente que necesitaba sacar de mi billetera cuarenta y cinco mangos. En ese contexto, era una ganga. Metí la mano en el bolsillo y, para mi sorpresa, solo contaba con dos billetes de veinte. Por un instante no supe qué hacer. Cavilé. Tenía una única posibilidad. En el grupo había una chica. Tocaba la tuba. Era gordita y sonriente. Parecía simpática. Por suerte, estaba ahí, vendiendo sus discos. Esperé al momento apropiado y me acerqué a ella. Antes que nada, la felicité por el concierto – no tuve que exagerar pues me habían sacudido. Luego, le pedí disculpas porque no me gustaba nada la idea de regatear el precio de los discos – mucho menos cuando el que los vendía era el artista en carne y hueso. Sin embargo, como no me quedaba otra opción, pues el recital de Jaga Jazzist me había fascinado y no quería perder la posibilidad de llevarme a casa sus tres álbumes, le mostré mis dos billetes de veinte. La piba sonrió y me dijo que me los llevara con un cálido “no problem”, a lo que agregó: enjoy!

lunes, 30 de mayo de 2022

CIENTO CINCUENTA

Si hubiera cruzado fronteras ilegalmente a lomo de burro. Si me hubiera llamado Pipo, o Pepo. Si hubiera sido un coleccionista empedernido que termina comprando siempre los mismos cuatro ó cinco álbumes en distintos formatos, en distintas ediciones, de distintas procedencias. Si hubiera sido un cazador de autógrafos compulsivo, sin temor al ridículo. Si me hubiera desvivido por aparecer a toda costa en cada foto que se disparara colgándome de las tetas de alguna seudo celebridad, opacando el destello de los flashes. Si mi reputación hubiera trascendido mundialmente gracias a los reproches de un acosado cantautor australiano – y de más de uno de los miembros de su banda – que al dar entrevistas para hablar sobre su experiencia en los recitales que acababa de dar en el tercer mundo, no podía evitar citar la presencia nefasta de un hostigador serial que no los dejaba tranquilos ni cuando iban a mear. Si hubiera aprovechado toda posibilidad que se me presentara para respirar una bocanada del aire de la exhalación de algún músico que aprecio al acercarme más allá de los límites que convenimos tácitamente para respetar el espacio personal de los que nos rodean. Si así hubiera sido, al llegar a la Sala Rossa para disfrutar del concierto del cantante de los Tindersticks, en el que presentó su primer disco solista “Lucky Dog Recordings 03-04”, al ver a Luc – propietario de L´Oblique, una de las mejores disquerías de Montréal, que para esa época ya me conocía de memoria, como cliente y como coleccionista de discos – no habría pasado a su lado saludándolo sutilmente con un magro y distante “salut” mientras charlaba acodado en el umbral de la puerta de entrada con Stuart A. Staples, el artista en cuestión. Evidentemente, habría aprovechado la volada para pegarme como mosca al dulce de leche y no habría dejado escapar a ese ser humano – al que le tocó ser un cantante apreciable – de mis garras hasta lograr que derramara algo de tinta sobre una servilleta, o sobre la portada de algún disco que casualmente llevara en la mochila o en el bolsillo de la campera, escribiéndome alguna dedicatoria pelotuda para que me dejara de romper las pelotas; que se parara a mi lado a pesar de su voluntad para aparecer en una foto que le robaría el alma y lo escracharía con su mejor cara de ojete; que intercambiara unas pocas palabras forzadas, sin ningún tipo de valor o sentido, con un auténtico desconocido que, de no prestarle atención, lo perseguiría como su propia sombra, acechándolo hasta el hartazgo. 

Soy un fan que opera desde las sombras, simplemente disfrutando de la obra del artista, de su música, de sus discos, a veces, de sus conciertos. No necesito más. No me interesan ni las intimidades, ni los chanchullos. Ni su vida personal, ni su amistad. Lo único que apreciaría sería que me regalara algún disco que todavía no he conseguido para mi colección. Sería la única manera de lograr que le dijera: “sos mi ídolo”.

sábado, 30 de abril de 2022

CIENTO CUARENTA Y NUEVE

Me llama la atención que muchas veces haya comprado discos de música atraído en primer lugar por el sentido de la vista y no por el del oído. Atraído por el objeto tangible antes que por la experiencia mística que genera el sonido, esa materia intangible, invisible, que puede tomar más formas que el agua. 

Me llama la atención que muchas veces haya tenido que pasar un tiempo considerable para que finalmente se despertara en mí el interés por una propuesta musical que había desestimado en nuestro primer encuentro. Hace falta envejecer, tener nuevas experiencias, conocer ciertas cosas para que finalmente podamos permitirnos disfrutar de otras. Darle tiempo al tiempo, dicen.

La primera vez que vi un disco de Einstürzende Neubauten seguramente me sentí atraído porque sabía de la participación de Blixa Bargeld, cuya presencia no pasaba inadvertida en la foto de la contratapa del segundo álbum de los Bad Seeds – “The Firstborn is Dead” – que ya atesoraba en mi colección de vinilos. Debe haber sido “Halber Mensch” o el compilado “80-83 Strategies Against Architecture”. Recuerdo que en la portada predominaba un fondo de color negro y en el centro ostentaba una ilustración primitiva, antropomórfica – aunque ciclópea, que con el tiempo devino el logotipo con el que se reconoce cada uno de los discos del grupo. Tenía quince o dieciséis años, un pibe. Al salir del colegio, al menos dos veces a la semana, los días en los que tenía que hacer un poco de tiempo antes de ir a la clase de Educación Física en Ciudad Universitaria, pasaba por la disquería Tabú, en el subsuelo de la galería Bond Street para empaparme de las novedades. La imagen de la portada era cautivante y, a la vez, atemorizante. 

El que atendía la disquería en aquella época era Alfredo Rosso, hoy más conocido por su labor como periodista especializado en la música rock, pop y de todo género alejado de la música folclórica, telúrica o tradicional. Un tipo que parecía estar siempre en la pomada, un paso más allá de la revista Pelo o de la Rock & Pop. Recuerdo que cada vez que iba a su tienda, le preguntaba sobre los discos que llamaban mi atención. Él no tenía ningún problema en explicar, con un aire de docente que encuentra la felicidad en la transmisión del conocimiento, que sabe que las nuevas generaciones dependen de la historia que se ha ido construyendo, sin prisa y sin pausa, antes de que cada uno de nosotros viera la luz. Este disco, con esa portada negra más que salvaje, fue uno de los tantos de los que recibí abundantes detalles, anécdotas y precisiones como para convencerme de que ese grupo, por el momento, no era para mí, que todavía necesitaba recorrer un poco más el mundo del sonido para estar más cerca de justificar la compra de un disco semejante, que no iba ni a comprender ni a disfrutar tan fácilmente. Aunque para ese entonces ya conocía la violencia sónica de Birthday Party, supe que Einstürzende Neubauten ofrecía otro tipo de tormento, quizás más fino, más intelectual. Tenía que esperar.

Varios años más tarde, conocí a Roberto en el parque Rivadavia. Pacientemente me hizo escuchar algunos de los álbumes de este grupo alemán. El resultado: fui atesorando muchos de sus CDs pues me di cuenta de que se trataba de algo diferente, que estos tipos ofrecían algo único, que valía la pena darles un poco más de tiempo para descubrir su encanto. Algunos de sus discos los compré en Abraxas, otros en Oíd Mortales. Varios años más tarde, compré “Ende Neu” en Berlin, en una tienda de usados de mala muerte, en una galería al mejor estilo de la Bond Street de la época en la que cursaba la escuela secundaria, en la segunda mitad de los años ’80. ¡Qué extraña sensación descubrir que a pesar de estar tan lejos, estaba tan cerca! Este álbum lo había escuchado en lo de mi amigo Omar y me había hecho una copia en casete para volver a escucharlo en mi casa. Tuve tanta mala suerte que al salir de su edificio, a escasos cincuenta metros de la puerta de entrada, un tipo me acorraló, me empujó, me tiró al piso, me arrancó la riñonera y me manoteó una bolsita de Coto en la que llevaba unas cubeteras para heladeras de picnic que le había prestado a mi amigo para sus vacaciones y el flamante casete de Einstürzende Neubauten que nunca llegó a girar en mi equipo de música. Una pena, lo habrá tirado a la basura o, quizás, lo usó para grabar algo de cumbia.

Con las idas y vueltas, lamentablemente tuve que desprenderme de algunos de los álbumes de Neubauten por la necesidad de contar con algún billetito para poder comprar algún otro disco. Tres de ellos, “Die Hamletmaschine”, “Kollaps” y “Tabula Rasa”, logré recuperarlos y con creces. El primero en Discogs.com, idéntico al que tenía. El otro, en la tienda oficial del grupo, en una versión en digipack con una considerable cantidad de bonus tracks, Además, en el paquete, recibí un hermoso pin de regalo. El último – en una versión expandida con un segundo disco con los lados B de los simples – lo conseguí en la mesa de merchandising del recital de presentación del álbum “Perpetuum Mobile” que dieron en el Club Soda, en Montréal. Una perla. Sobre todo, porque al verlo en vivo, confirmé mis sentimientos por el grupo y el respeto que siento por su trabajo. Además, en mis días en Canada, me desquité y conseguí varios discos solistas de proyectos paralelos de diferentes miembros del grupo que nunca había pensado que tendría entre mis manos.

Días después de ese recital, en una reunión en la casa de un compañero de trabajo, conocí a una chica alemana. Conversando con ella le comenté – con cierta emoción – que hacía poco había ido a ver a Einstürzende Neubauten en vivo. La piba aseguró que los conocía. No sé si de mala leche o por agrandada, se mostró un tanto escéptica y me tiró un baldazo de agua fría. A su insistencia sobre una marcada pérdida de la potencia que el grupo solía desplegar, sobre el hecho de que su música se había ablandado, que el grupo se había vendido, que había envejecido mal, retruqué haciendo énfasis en el efecto sutilmente devastador de su poesía, de su nuevo sonido, a veces, austero y desgarrador. No la convencí con mis argumentos. Insistió en que recurrir a la poesía era la excusa que confirmaba que su llama estaba extinta. Su postura inquebrantable e inflexible me dio la pauta de que estaba hablando con una adicta a las modas momentáneas, con alguien que se deja sorprender solo por el estruendo que provoca la difusión en masa sin tomarse el tiempo para prestar atención al contenido de la propuesta, no con una verdadera fan, no con una verdadera melómana. Cambié el curso de nuestra charla pues mis palabras caían en saco roto. No hay que gastar pólvora en chimangos, afirma la sabiduría popular. Inconcebible constatar que algo de materia gris no sea suficiente para lograr ver que estos tipos, debajo de esa coraza intimidante, llevan una fibra inspiradora que no deja de emanar creatividad. Se lo pierde. Más para nosotros.

Alguien dijo alguna vez que existen solo tres temas en el arte: el amor, la muerte y las moscas. Lo que se resume en solo dos de ellos: el amor y la muerte. Su propuesta se basa en que estos dos temas son el origen y los pilares centrales de cualquier reflexión o creación. Finalmente, todo parte de ellos y es sostenido por ellos. Los problemas cotidianos que ocupan al ser humano no son sino ramificaciones que nacen en alguno de estos dos temas originarios, entrelazándose, interrelacionándose y regresando al punto de partida. 

Posiblemente, en el rock también existan solo dos temáticas, aunque de diferente índole: las minas y la fama. Contrariamente a lo que se podría pensar, la fama no necesariamente implica guita pues cualquiera de nosotros sabe que todo rockero que se precie no busca venderse. Este hecho se traduce en una transacción comercial en la que el dinero está evidentemente involucrado. Dado que los pobres rockeros sufren mucho cuando se los acusa de haberse vendido, entonces, la platita pareciera no ser de interés para la inspiración, para la creatividad. Sin embargo, quizás sí lo sea para conseguir citas. Lamentablemente, no se trata de algo que pueda asegurar pues nunca tuve ni una agenda abarrotada de contactos femeninos, ni una billetera muy abultada. Además, jamás tuve agenda para anotar nombres o teléfonos y el dinero que he conseguido ahorrar lo he invertido en mi educación musical comprando discos desde los catorce años.

Las tiendas de discos usados de mala muerte, las cuevas, han sido mis grandes proveedoras de nuevos sonidos durante muchos años y espero que algunas logren subsistir para que sigan siéndolo. El futuro es incierto para el coleccionista de discos. Desde el cambio de formatos: vinilo de 7", vinilo de 10", vinilo de 12", casete, VHS, CD, DVD; hasta el cambio de divisas: Dólar estadounidense, Libra esterlina, Euro, Franco suizo, Dólar canadiense, Dólar australiano, Yen, Rublo ruso, Corona noruega, Real. Lo único cierto es que a pesar de cualquier inconveniente, los sonívoros seguimos invirtiendo en música hasta lo que no tenemos.

viernes, 29 de abril de 2022

CIENTO CUARENTA Y OCHO

Finalmente, después de dar miles de vueltas, llego a otro de los grupos que desestabilizó mi forma de comprender la música, que contribuyó para que comenzara a valorar el sonido per se como parte de una obra musical. Asociados con la música psicodélica, extendiéndose hasta la música experimental. Valiéndose tanto de instrumentos acústicos, eléctricos, como electrónicos. Incluyendo nuevos dispositivos como tablets y teléfonos celulares o desempolvando algún viejo walkman o geloso. Se animan a todo. Resultan indefinibles, inclasificables. Cuando escucho un álbum de un grupo, estar seguro de que el próximo será distinto, para mí, es imprescindible. No saber qué esperar de su siguiente propuesta es lo que me da más ganas de seguirles la carrera, de ir completando su discografía. Estos tipos han publicado cientos de álbumes, a través de innumerables sellos discográficos o por sus propios medios. Dos ó tres discos al año. A veces, hasta cuatro. Su vasta discografía ofrece ítems para todos los gustos y para todas las necesidades: vinilos, CDs, CD-Rs, casetes, DVDs, DVD-Rs, VHS, archivos de audio en el formato que se te antoje. En mi caso, me propuse solo coleccionar los CDs y algunos DVDs. A pesar de esta autorrestricción, haciendo cuentas, entre los discos oficiales del grupo, los de los proyectos paralelos, los álbumes solistas de los miembros principales y las participaciones de cierta relevancia, ya debo haber acumulado unos ciento setenta ítems. ¡Un estante completo! No me arrepiento de haber comprado ninguno de ellos, que quede claro. A pesar de que no todos ofrezcan un sonido pulido, impecable, y de que a veces las ilustraciones de las portadas dejen un poco que desear y desmerezcan el valor de la música que contienen, considero que todos son imprescindibles para mi colección. 

Si bien me habían recomendado sus discos allá por los años ’90, si bien una compañera de la facultad de aquella época había comparado alguna de las canciones de mi proyecto MUTANTES MELANCÓLICOS con la propuesta de estos británicos expatriados en los Países Bajos, recién tuve acceso a su música en el año 2004 ó 2005, cuando en la disquería Volume Boutique Inc., sobre la rue Sainte-Catherine est, en Montréal, vi sobre uno de los anaqueles, una caja gordita – esas que solían usarse para los discos dobles, esas que ahora llaman “fat-box”, esas que hace rato que dejaron de circular. La portada era de color rosa fuerte con un símbolo impreso en plateado y filetes negros en el centro. El álbum se llamaba, oportunamente “The Legendary Pink Box”. Su aparición, me cautivó. Se lo veía macizo, contundente. No lo pude dejar pasar. 

Inmediatamente me di cuenta de que el grupo irradia un magnetismo que hipnotiza, que seduce. Resulta imposible resistirse a sus encantos. Sin embargo, no se esfuerzan por estar a la moda. Resulta difícil clasificarlos. Los géneros “independiente” o “alternativo” les quedan chicos. Son evasivos. Se escapan de lo conocido. Abandonaron hace rato todo vinculo con el universo de la música pop. Parece que no se esforzaran por conquistarte. No ofrecen grandes éxitos aptos, diseñados, para ser difundidos por las radios masivas. No tienen un líder carilindo, aunque sí un tanto carismático, que se encarga de escribir los textos, al que suelen apodar “el profeta”. ¡Ojo! No es el único motor creativo de los Legendary Pink Dots, parece que el que decide sobre la estética sonora, sobre la maquinaria que desplegarán en cada nueva producción, es el tecladista. Sin dudas, los dos se complementan a la perfección. Claro que el sonido ha evolucionado a través de los años. Tené en cuenta que empezaron con muy pocas herramientas, casi con lo puesto. A pesar de ello, su impronta, tan reconocible como disfrutable, perdura desde sus primeros registros – producidos con escasísimos recursos, tanto económicos, técnicos como compositivos – hasta los actuales, que gozan de una bonanza tímbrica que se enriquece con cada nuevo álbum. La verdad sea dicha: no dejan de sorprender con cada nueva producción. Imperdible, cada una de ellas. 

Nota bene: no podés dejar pasar ni su proyecto paralelo The Tear Garden, ni los álbumes solistas del “profeta” Edward Ka-Spel, ni los del tecladista – firmados como The Silverman, ni los de Mimir, ni los de Ulkomaalaiset. Tenés para entretenerte. Pero, si te queda un tiempito, y querés profundizar un poco más, explorá las otras colaboraciones. Seguro que te atrapan también.


jueves, 28 de abril de 2022

CIENTO CUARENTA Y SIETE

Cuando conocí la propuesta solista de Will Sergeant, comprendí todo. Rebobino. Ya te he contado que Echo & the Bunnymen es uno de mis grupos preferidos de la música pop de los años ’80. Desde la primera vez que los escuché, encontré en su música todo lo que consideraba necesario para que sus canciones se acercaran a la perfección: una base contundente donde la batería se encarga de sostener el pulso para asegurarse de que el público mueva la patita, donde el bajo se encarga de construir una pared armónica que entrelaza acordes y riffs para asegurarse de que el público retenga las melodías mientras menea su cabeza al son de cada canción, donde la guitarra rítmica se encarga de acompañar al vocalista y marcar su paso para asegurarse de que el público no salga del trance; una línea melódica rica en timbres, contrapuntos y efectos de sonido inesperados e impensables para grupos del mismo género, donde el cantante se encarga de mantener la atención del oyente con letras disparatadas e inusuales vocalizadas con la inocencia y la desfachatez de un joven ególatra al que le sobra maestría cuando decide armonizar y enriquecer sus textos sobregrabando su propia voz para asegurarse de que el público no olvide su timbre melancólico y brillante, donde la guitarra líder se encarga de dar pinceladas de sonido mediante efectos cambiantes y arpeggios memorables para asegurarse de que el público comprenda que está frente a un grupo único en su clase y que por más que busque, no logrará encontrar otro que lo iguale en ninguno de los aspectos que suelen tenerse en cuenta en estos casos, sumados a los meramente musicales.

Si en la discografía solista de Will Sergeant buscás un potencial hit de los Bunnymen, descartado antes de que el grupo lo popularizara. Olvidate. No en vano ha elegido el seudónimo “Sergeant Fuzz”. La propuesta solista de este guitarrista, al que pareciera no gustarle hacer mucha alharaca, el que pareciera preferir mantener un bajo perfil, preservar su intimidad, acovachado en el universo de la música pop, no es para cualquiera. Mucho menos para aquel que espere deleitarse con alguna canción radializable, con alguna melodía ganchera, con algún estribillo memorable, con algún ritmo que haga mover la patita, con algo de aquella música masiva de los años ’80 que lo vio florecer. Sin embargo, si te dejás espantar por la sola idea de no encontrar rastros fehacientes del estilo de la guitarra de sus grandes éxitos con su grupazo de Liverpool – que le debe más a los Residents que a los Beatles – te vas a perder lo que demuestra porqué este tipo es, sin ninguna duda, el valor agregado, el rasgo diferenciador, de un grupo que le debe a su guitarrista el calificativo: “único en su género”. 

Un tipo con una gran cultura musical, coleccionista de discos desde su tierna infancia, que asegura que uno de sus discos preferidos es “Duck Stab” de los Residents, no puede interesarse en otra cosa que en la música experimental. Sus álbumes en solitario – completamente instrumentales – ofrecen soundscapes, ofrecen soundtracks imaginarios, ofrecen sonidos que te transportan, que te llevan a mundos inexistentes. No me queda claro cómo los hace, qué instrumentos usa. Sorprende con timbres desconocidos e inusuales. Imagino que usa sus guitarras, sus pedales de efectos, sus amplificadores, pero no puedo asegurar que no meta mano en las perillas y en los botones de algún que otro sintetizador o aparato electrónico, incluida alguna que otra máquina de ritmos – quizás hasta la mismísima Echo. ¿Quién sabe? Mmmm… ¿Para qué nos servirá saberlo?

Es cierto que se trata de música que necesita ser decodificada, como la de muchos otros exponentes de la música experimental. Sin embargo, puede disfrutarse tal y como es, sin darle tantas vueltas. Abrite al misterio…

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Lejos, muy lejos de acercarnos a un eterno y tumultuoso baile de caballos, cocodrilos, puercoespines, monos, chinches, conejos y hasta hombres orgullosos al dejar sus imágenes de rescates plasmadas de por vida sobre la pared con todos los colores, bajo una luna asesina de labios dulces como el azúcar que no dejan ningún rastro sobre una terraza que promete tanto días color turquesa, cristalinos, como cielos azules, estrellados, los que al cortar el reverso del amor anticipan climas tormentosos y lluvias oceánicas que enterrarán vivas unas flores de óxido de las que harán brillar los márgenes que, aunque la vida continúe, no durarán para siempre, tal como el filo de unas tijeras en la arena, que como todo el mundo sabe, se esconden y buscan arder por mí. ¿Sigo?

https://morsedecoder.com/es/



domingo, 27 de marzo de 2022

CIENTO CUARENTA Y SEIS

Una imagen que violenta.

Una imagen que desestabiliza, que espanta.

Una imagen para capturar el malestar. 

¿Una imagen que interroga?

Colores desagradables, desafiantes.

¿Interrogantes?

¿Para quién?

Lamentablemente, los muchachos del primer mundo manejan el concepto de revuelta social con la ligereza propia de aquel que ha disfrutado de crecer entre algodones, con la liviandad del que experimenta anacrónicamente los hechos acaecidos en tierras lejanas gracias a la primera plana de los periódicos, con el escaso contenido de la información con la que se controla a los pueblos estereotipados.

Un lugar de reposo, con árboles y aire menos contaminado que en otros sitios de nuestra gran ciudad.

Día soleado en la capital.

Temperatura agradable, para remera de manga corta y bermudas.

Preguntas...

Boca abierta, demasiados dientes; actitud primitiva; garrote apretado, dispuesto a partir algún cráneo; ropas rasgadas; harapos sucios, seguramente malolientes.

Una cara que debería meter miedo.

¿A quién?

Clichés y más clichés.

Tengo preguntas...

¿Violencia gratuita?

Desconozco lo que veo.

No encuentro razón alguna para que me interese.

Siempre traté de mantenerme al margen de las modas.

Mucho ruido y pocas nueces.

Reviente al pedo, a veces.

En los años ’90, el ruido invadió y alteró el gusto. 

¿Gusto adulterado?

Algunas pocas veces me sentí un visionario.

La mayor parte del tiempo he llegado tarde a enterarme de lo que estaba en la cresta de la ola; sea por falta de recursos económicos, sea por vivir en el culo del mundo y estar alejado de la información candente.

Dejo las preguntas para después...

Un paso fugaz por el Parque Rivadavia, por el barrio de Caballito, por el hemisferio sur.

Algunos años más tarde, supe que solían retumbar fuerte en New York.

En Buenos Aires, creo que no hicieron tanto barullo.

En Argentina, menos.

Quizás dejé estar mis preguntas y se me escapó el momento...

Pasó bastante tiempo.

Fuego y cenizas de madera en la nieve derretida del invierno boreal.

Una imagen, un título, ninguna fogata.

Nada de brasas.

Mucho humo, aunque sin hollín.

¿Cómo dejará marcas?

Llama la atención cuando la gente se ensaña con los íconos aceptados por la sociedad después de lustros.

Picardía o estupidez...

¿Qué cuestionan?

¿Qué buscan?

¿Logran su cometido?

¿Alguien les da pelota?

¿Creen en lo que dicen?

¿Creen en lo que inventan?

¿No sería mejor ignorarlos?

Pocas cosas terminan siendo ciertas.

La certeza está en lo simple, en lo directo, en lo espontáneo, a veces, en lo banal.

La certeza es tan solo un momento efímero.

Una disquería de mala muerte que me sorprendió gratamente en varias oportunidades, hasta que cerró.

Laburaba un chino alto, buen mozo.

Difícil de creer. aunque cierto.

Mismo cantante.

Mismas temáticas.

Mismas obsesiones.

Sonido menos corrosivo.

Sonido más prolijo.

Sonido casi radial.

Dejo de hacer preguntas...

Nació en mí un interés tardío, fruto del descubrimiento de la participación de un quebranta tímpanos apreciado por sus distorsiones y sus ritmos tribales de blanquito electrocutado, gran revoltoso y genial diseñador de piezas de arte para que las masas se consuman.

Solo compré, y compré, discos hasta completar una discografía, otra y otra más. 

Muchas, quizás demasiadas.

¿Habrá valido la pena?

Quizás debería preguntarme si no se trata de sonidos que han envejecido mal, que han quedado anclados en algún momento olvidado, que no estaban destinados a evolucionar para lograr perdurar en el imaginario colectivo como un ícono, como un símbolo de aquel momento esquivo.

Quizás solamente se trate de una muestra más de la decadencia cultural de una sociedad despreciable que no hace más que vanagloriarse de cuán autodestructiva puede ser. 

¿Quién sabrá?