viernes, 3 de enero de 2025

CIENTO SETENTA Y OCHO

Las bajas frecuencias me cautivan tanto como las disonancias. Será porque aprendí que son las que sostienen, las que enmarcan el sonido, las que terminan de darle forma al ruido para que lo percibamos como música; será por su costadito sexy que te hace agitar la patita al mismo tiempo que te provoca un movimiento irrefrenable de caderas; será porque estas frecuencias, además de actuar sobre tus tímpanos para que las escuches, se sienten como caricias en todo el cuerpo que exaltan tu corazón, se sienten como masajes de lo más estimulantes. 

Para muchos de los grupos con los que aprendí a escuchar música, el bajo no era tan solo un instrumento de relleno. Era un instrumento cuyo aporte resultaba fundamental para la construcción de cada canción. Era un instrumento sin el cual todo se habría desmoronado. Por esa razón, cuando decidí comenzar a crear mi propia música, supe desde el primer instante que el rol del bajo era irrenunciable. Conocí a pocos bajistas que me volaran la peluca. Muchos de ellos se contentaban con marcar el tempo tocando la tónica de la sucesión de acordes. ¡Error! Para no tener que padecer la mediocridad de esos patéticos imbéciles, no tuve otra salida que aprovecharme de las bondades de un sequencer que me permitía interpretar las líneas de bajo tal y como cada una de mis canciones lo requería además de abrirme la posibilidad de sumarle arreglos de órgano o de piano eléctrico. Un hallazgo. A pesar de haber encontrado una herramienta con la que logré plasmar una gran cantidad de mis ideas musicales, en el momento en el que quise agregarle a mis canciones la imperfección del sonido interpretado a través de distintos materiales supe que necesitaba agregar a mi arsenal un bajo de madera con cuatro cuerdas de metal. Fue así que convoqué a mi amigo Omar Scavone, que detentaba una comprobable experiencia en el uso de la batería, para que tocara el bajo eléctrico en mi nuevo proyecto. Decisión osada, kamikaze, aunque efectiva. Durante varios años, Omar usó el bajo de su esposa. El mismo que ella había tocado en las sesiones de grabación de ASUSTADOS UNIDOS. Un pedazo de madera sin ningún tipo de curva del que sacamos sonidos con mucha onda. Cuando grabamos “Another Journey by Train” de The Cure para el compilado “Concise Pink Pig Atlas: The Whole Cure in the Mirror”, tuvimos la suerte de que Mariano Marcos nos prestara un bajo fretless que había construido con Gabriel Mateos. Omar decidió ponerle cuerdas lisas para tratar de imitar el sonido de Mick Karn en el álbum “The Waking Hour” de Dalis Car. Un acierto enriquecedor que nos acompañó hasta la última canción que grabamos como NO:ID. 

Tuvieron que pasar unos cuantos años más para que pudiera acceder a comprar un bajo gracias al que no tuviera que depender de la caridad de distintas personas que me proporcionaran un instrumento digno. Además de los bajos, evidentemente me gustan las guitarras. Un modelo de guitarra que me hubiera gustado mucho tener en mi colección es ese al que llaman “hollow body”. Son esas que tienen el cuerpo hueco, a las que también llaman “de caja”, como la de B. B. King, ¿viste? He tenido varias guitarras a lo largo de mi vida. En un momento llegué a tener cinco, las que evidentemente no podía tocar al mismo tiempo. Hoy reduje, bajé la cantidad a dos. Un número limitado aunque sensato para el espacio en el que vivo. Se me pasó el cuarto de hora y sé que nunca tendré ni una Fender Jaguar, ni una Fender Jazz Master, ni una guitarra de “caja hueca”. Sin embargo, en Montréal, me desquité y maté dos pájaros de un tiro. Un día de verano, después del laburo, como era mi costumbre, salí a pasear en bicicleta. Aunque el trabajo no era nada grave, era bueno salir con cualquier excusa para relajarse. Decidí enfilar hacia el Vieux-Port para mirar las vidrieras de las tiendas de instrumentos musicales. Steve’s Music Store siempre era el destino predilecto. ¡Ahí sí que tenían de todo! Casi una cuadra de locales conectados entre sí para mostrarte, para ofrecerte el abanico de posibilidades que el ser humano tiene para producir ruidos a los que con el tiempo nos acostumbramos y definimos como música. Sin embargo, ese día, cambié de recorrido y me paré a mirar otra tienda, Jack’s Musique, un poco menos ambiciosa, mucho más pequeñita – justito en la esquina opuesta sobre la misma cuadra de la rue Saint-Antoine ouest, en el número 77 – con muchísimos menos instrumentos para apreciar y mucho más polvo para incentivar cualquier alergia. Instrumentos apilados sin ton ni son. Digna obra de un acumulador serial. Todo esto para no prejuzgar con premura y asegurar que se trataba de un sucucho de mala muerte en el que más de uno no se animaría a entrar bajo ninguna circunstancia, al que podríamos definir con mayor precisión como “el museo del silencio en la música” por ofrecer gran cantidad de instrumentos usados pertenecientes a épocas inmemoriales que evidenciaban no haber estado en actividad desde andá a saber cuándo. Hasta el vendedor parecía haber perdurado en el tiempo gracias a las bondades del formol. Todo olía a naftalina y humedad, a madera vieja y sudor latente, a alfombra sucia y geriátrico, a óxido y WD-40, a grasa añeja pegoteada en cada rincón. Sin embargo, contra todo pronóstico, mis ojos se posaron sobre un instrumento d’occasion, presque neuf, que parecía querer acompañarme en mis andanzas musicales. Pregunté el precio, me respondieron sin meandros. Estaba colgado, pedí que lo bajaran. Lo miré, lo probé. ¡Guau! Tarareé: “bajaremos, incontenibles, hasta donde el diablo pueda olernos”. Prueba de un estado de auténtica felicidad y goce. Tenía una leve melladura, nada grave. Propuse el pago en contante y sonante, me rebajaron el 15% sin chistar – fuera TPS y TVQ, el que pierde es el fisco. Le pedí al vendedor que me lo aguantara hasta que fuera a buscar el billete al guichet. Trato hecho. No demasiado tiempo más tarde, hacía equilibrio en la bicicleta con el manubrio en una mano y un bajo IBANEZ ARTCORE ASB 140 “hollow body” en la otra. ¡Estaba para el Cirque du Soleil! Tuve suerte de no pegarme un palo mientras transitaba por el abarrotado boulevard René-Lévesque est o mientras subía la prolongada pendiente de la rue Amherst hasta llegar a la esquina de la rue Sherbrooke est donde me alojaba y debía finalmente bajar. Todo un logro. 

Como todo tiene que ver con todo. Como no existen las casualidades. Cuando llegué al edificio, como de costumbre, fui a abrir el buzón, abajo en el rez-de-chaussée – la planta baja para los hispanoparlantes, para ver si tenía correspondencia. A esa altura no existía ninguna sorpresa, recibía paquetitos con asiduidad, cotidianamente, casi todos los días. ¿Qué contenían? ¿Pregunta retórica o pregunta boluda? Discos, pibe. ¿Qué más? Resumiendo… Habemus paquetum, exclamé. Al desembalar la pequeña encomienda, no me sorprendió la llegada del álbum en cuestión, pues había sido yo mismo el que lo había encargado en un sitio de internet danés. En esa época me había puesto como meta completar la colección del grupo Sort Sol, que había conocido de nombre por intermedio de Juan Carlos y finalmente había escuchado en una colaboración con Lydia Lunch que apareció en su álbum “Hysterie”. Haber encontrado una tienda virtual en la Dinamarca natal de estos muchachos, procedentes de un país tan fuera del foco del mundillo de la música, me solucionó la faena. Fui comprando uno a uno, a medida de mis posibilidades, los disquitos de estos flacos. Cuando ya me había provisto de cada uno de los títulos de su discografía, descubrí un par de álbumes más de un proyecto paralelo del cantante a los que decidí darles una oportunidad. El primero de los discos del dúo se denomina simplemente “Ginman/Jørgensen”, bajo sendos apellidos de cada uno de los músicos. Ése es el que recibí el mismo día en el que compré mi tan anhelado bajo eléctrico. No hay mucha sorpresa ya que mi vida se puede resumir bajo dos líneas de acción: la compra de algún que otro disco y la compra de algún que otro instrumento musical. Sin embargo, aquí las estrellas se alinearon y con cierto poder de anticipación coincidieron en que ese preciso día, bajo alguna luna que me iluminara, sumara a mi colección de discos un álbum de un ignoto bajista y contrabajista de jazz dinamarqués llamado Lennart Ginman al que quizás sólo la madre conozca, seguramente bajo algún apodo cariñoso y familiar que evidentemente nunca nos será revelado. 

Bajá la ansiedad. ¿Dónde está la gravedad? Nada puede ser tan grave, che.

sábado, 7 de diciembre de 2024

CIENTO SETENTA Y SIETE

No hay nada que hacer. Cuando uno es fanático, es fanático. Todo empieza cuando uno es chiquito. Se van adquiriendo ciertas manías y obsesiones que a medida que uno crece se instalan para quedarse. Orden, equilibrio. Cubrir baches, tratar de no dejar ningún agujero, ningún hueco. Llenar, completar, tener todo. Absolutamente todo. 

A pesar de considerarme un coleccionista empedernido, creo que poseo una conducta pragmática, una mentalidad práctica, que me impiden acumular objetos que no pongo en uso. En una época compraba indistintamente cassettes o vinilos, pues en mi casa disponía de un minicomponente que me permitía escuchar cintas y de un giradiscos con el que escuchaba tanto 7" como 12"... lamentablemente, 10" nunca tuve ninguno. Tant pis... Mucho más tarde, accedí a la tecnología digital y me rendí por completo frente al CD. Me deshice de la inmensa mayoría de los ítems en formato analógico que había ido acumulando durante cuatro ó cinco años, sin que me provocara ningún tipo de pena. ¡Todo sea por el progreso! La nueva experiencia sonora tuvo distintas etapas. Fue evolucionando. Desde un magro discman Sony con el que escuchaba los discos con auriculares hasta mi actual sistema de audio Carver con parlantes Infinity, de madera, importados, de diez pulgadas, de la hostia, que no cambiaría por nada del mundo. Hoy, ya no compro más vinilos. Salvo que sea la única versión del álbum, que contenga el CD replicando el mismo contenido y que no se venda por separado. Mucho menos, cassettes. Porque, finalmente, me es pragmáticamente imposible escuchar música en esos dos formatos. En cambio, es frecuente que posea dos ó tres ejemplares de un mismo álbum en CD ya sea porque uno de los discos presente alguna canción en una versión diferente, que agregue alguna otra o que lo acompañe un segundo disco con material inédito: canciones, videos, lo que venga. Posibilidades hay muchas, pero son concretas y, además, el objeto en cuestión conserva cierta utilidad. 

Vaya uno a saber si las palabras que transcribo a continuación fueron pronunciadas realmente por Umberto Eco. Las encontré en una famosa red social, en internet, por lo que me atrevo a dudar de la autenticidad de la supuesta autoría. Sin embargo, me gustaron y me parecen totalmente trasladables al universo del sonívoro reemplazando todas las partes del texto que pertenecen al mundo de la literatura por análogas que pertenezcan al mundo de la música. “Es una tontería pensar que tienes que leer todos los libros que compras, así como es una tontería criticar a quienes compran más libros de los que jamás podrán leer. Sería como decir que debes usar todos los cubiertos, vasos, destornilladores o brocas que compraste antes de comprar nuevos. Hay cosas en la vida que necesitamos tener en abundancia, aunque solo usemos una pequeña porción.” A pesar de que contradicen en cierta medida mi costadito utilitario, estas palabras me habilitan a seguir coleccionando discos aunque no los pueda escuchar a todos a la misma vez, aunque a muchos de ellos haga años que no los escucho, aunque estén juntando polvo desde tiempos inmemoriales. Aprecio el empujoncito con el que logra hacerme sentir cada día menos culpable por la compra indiscriminada de discos y más discos.

Todo empezó con la compra del cassette de “In the Flat Field” que publicó DG Discos en 1987. En la misma época, el gordo Musri – un compañero de la escuela secundaria – me prestó el vinilo de “Burning from the Inside” para que me lo grabara en una cinta. Juan Carlos tenía “Mask” en vinilo y lo trajo alguna que otra vez a mi casa para escucharlo durante la merienda. Durante la escuela secundaria, generalmente los sábados por la mañana, iba con mi vieja a hacer compras. A veces, zapatos. Otras, libros para el colegio. Todas y cada una de esas salidas desembocaban en una disquería. Si no era en Abraxas, era en El Atril o en Tabú. Una vez que estábamos por Acoyte y Rivadavia, en la galería París, encontramos una tienda en el fondo que vendía remeras, accesorios, boludeces y, además, discos. Creo que se llamaba Atmosphere, como la canción de mis bien amados Joy Division, lo que era un buen indicio, un buen augurio, lo que anticipaba que en ese sitio encontraría algo interesante. En realidad, fue mucho más interesante de lo que me imaginaba. Tuve que elegir entre tres discos que me llamaron la atención. Hoy me pregunto si mi elección fue la correcta. Aunque, de todas maneras no tengo mucho de qué arrepentirme ya que el tiempo subsanó mis errores de juventud. En ese momento, mi madre me habilitó para la compra de solo uno de esos tres discos. Opté por el compilado “1979-1983”, seguramente porque era brasilero, por ende más barato, y encima, era doble, lo que implica mayor cantidad de música, mayor cantidad de canciones. Con una enorme pena, dejé en las bateas el primer álbum de Crime and the City Solution y el primer álbum de These Immortal Souls, que la vendedora, que sabía muy bien lo que hacía, me ofreció con insistencia pues le acababan de llegar fresquitos desde Inglaterra. La vida de un sonívoro no es sencilla, está repleta de abnegación, sacrificio y renuncia. Muchas veces hay que tomar decisiones más que difíciles, acumular paciencia como se pueda, aguantar los desencuentros, esperar y esperar. Respirar hondo y seguir esperando. A la larga, todo llega. Los discos que dejé de lado aquel sábado, los conseguí un par años más tarde en CD y, encima, con bonus tracks. Mucho más tiempo tuve que resistir para lograr escuchar el clásico de la música gótica “Bela Lugosi’s Dead”. Todo el mudo hablaba de esa canción y yo siempre la había escuchado de rebote, nunca había tenido ese single entre mis manos. Un pecado. En Canada me desquité y no sólo compré la versión en CD del single original del sello Small Wonder Records, sino que como Bauhaus reapareció fugazmente en la escena para dar una serie de recitales en los que vendía una nueva versión del archifamoso disco publicada por ellos mismos, también lo compré sin dudarlo porque incluía un tema más y la imagen de la portada era diferente. Muchos años más tarde, ya de regreso en mi Buenos Aires querido, me enteré de la existencia de una nueva versión de este tan ansiado single que se llamaba “Bela Lugosi’s Dead - The Bela Session” que, como bien lo indica el nombre, incluye temas grabados en la misma época, en la misma sesión de grabación, que habían permanecido cajoneados, sin darse a conocer por casi cuarenta años. El sello Leaving Records me hizo caer nuevamente en la tentación y sumé una tercera versión del mismo título. ¡Adentro! Como cada una de ellas presenta diferencias en la lista de temas, no encuentro ninguna razón para no conservarlas en mi tan amada colección de discos. Lo único que justifica que no posea la cuarta versión existente de este single es que vale una fortuna en Discogs, tan solo incluye una canción que no está disponible en las otras versiones que tengo y, además, se trata de un demo de un minuto y medio. ¡Tan obse no soy, che!  

miércoles, 30 de octubre de 2024

CIENTO SETENTA Y SEIS

Cuando querés conocer la música de algún artista que te mencionaron pero no te animás a comprar ninguno de sus discos por temor a que sea un fiasco, para eso sirven las “ventes de garage”. Generalmente, por un par de moneditas te llevás algún disquito. Si cuando lo escuchás, te das cuenta de que no es de tu agrado, no hay nada de qué lamentarse. Lo conservás para hacer bulto, lo regalás a alguien que lo pueda aprovechar y, en una de esas, quedás como un duque o, en el peor de los casos, lo hacés guita sin remordimientos. Lo bueno del asunto es que siempre encontrás alguna que otra perlita y que cuando te vas, lo hacés sintiendo que por un momento el loser es el otro. Te retirás en ganador, con la frente bien en alto, con una sonrisita picaresca de oreja a oreja, repitiendo: ¡cómo lo cagué!, ¡cómo lo cagué!, ¡cómo lo cagué!

La lista de discos que conseguí en esas covachas de mala muerte no es tan extensa. Sin embargo, a pesar de los peores pronósticos, algunas alegrías tuve gracias al descarte de los otros. Los CDs que recuerdo haber comprado son, en orden alfabético: “Sexy Boy” de AIR French Band, grupito francés del que había escuchado un single de promoción en la Médiathèque de l’Alliance Française de Buenos Aires, para el que no juntaba ni fuerzas ni ahorros, el que a pesar de todo vaticinio me cautivó; “Foolish Thing Desire” de Daniel Ash, disco solista del cantante de Love and Rockets y de Tones on Tails, guitarrista de Bauhaus… como diría Robert Forster en sus diez reglas del Rock and Roll: “las grandes bandas no tienen miembros que graban discos solistas”… yo le sumaría: los discos solistas de los miembros de las grandes bandas no siempre son tan geniales como uno desearía que fueran… aunque como fanáticos sigamos apilándolos y atesorándolos, en su inmensa mayoría, no dejarán de ser obras de relleno; “Unstable Friends” de Eric Bernier, Michel F. Côté y Guy Trifiro, trio desconocido… un hallazgo… lo compré solamente porque la imagen de la tapa me provocó cierto deseo de posesión… al escucharlo, me sorprendió, justificó la inversión; “The Beta Band” de The Beta Band, mi amigo el New no dejaba de alabarlos y, finalmente, al conseguir escuchar uno de sus álbumes, entendí que tenía razón, que valía la pena darle bola a estos ignotos escoceses desprejuiciados; “Selmasongs” de Björk, siempre intuí que la música de esta chica me iba a resultar interesante, faltaba decidirme e iniciarme… luego compré unos cuantos más… todos de oferta, como corresponde; “Arizona Dream (Original Motion Picture Soundtrack)” de Goran Bregović, que incluía varios temitas con el capo de Iggy Pop encargándose de las voces… de uno de ellos había visto el video en un hotelucho en París muchos años antes y me había encantado… imprescindible temazo el que grabó la iguana para esta película; “Tour de Charme” de Patricia Kaas, cantante de la que mi mamá me había pedido que le consiguiera algún disco… estimo que lo disfrutó, aunque, a mi humilde entender, mi vieja no tenía muy buen oído… entre nos, era sorda como una tapia; “Khmer” de Nils Petter Molvær, discazo del que te hablé en el capítulo anterior; “The Downward Spiral” de Nine Inch Nails, grupo al que mucha gente alaba pero del yo no sé qué mierda decir… sólo que lo conservé para engrosar mi colección o porque el arte de tapa todavía me parece simpático; “Nevermind” de Nirvana, grupo del que ya hablé en el capítulo CINCUENTA Y UNO y como no encuentro ninguna razón para seguir derrochando palabras tratando de explicar lo inexplicable, permanezco en silencio; “Berlin” de Lou Reed, sin prisa y sin pausa voy tratando de completar la discografía de este brillantemente oscuro neoyorquino… cada vez me faltan menos, no te preocupes; “Hand on the Torch” de US3, al escuchar este disco, no lo resistí y lo di en parte de pago rápidamente por algo que me resultaba más interesante en L’échange, sobre la avenue Mont-Royal est; “The Velvet Underground” de The Velvet Underground, a pesar de no ser uno de mis álbumes preferidos, otra adición a la discografía del viejo Lou que valió la pena… Creo que son todos… aunque puede haber habido alguno más que he olvidado, o que he preferido conservar en el olvido. 

Además de discos, he conseguido una buena cantidad de baratijas de interés. Una flauta dulce que, después de muchos años de haberla comprado, le sirvió a mi hijo en el colegio para que la maestra no lo retara por no llevar el instrumento requerido; un pie de micrófono que usé bastante en Montréal pero que vendí porque era demasiado grande para transportarlo hasta Buenos Aires; una interfase MIDI con la que pude sincronizar un sequencer con una máquina de ritmos, con un sampler, con una computadora PowerMacintosh G3, para grabar una canción que llamé “Reflejo”; un micrófono para espías que viene con una pequeña sopapa de goma para pegarlo sobre cualquier teléfono para grabar conversaciones telefónicas con el que grabé algunas guitarras de mi disco “Side Lane”; algunos cables que sigo usando; el libro “L’arrache-cœur” de Boris Vian; un par de lámparas de escritorio – una antigua, la otra moderna – muy bonitas que tuve que abandonar al regresar a vivir en Argentina dado que el voltaje con el que trabajaban aquellos aparatos de iluminación era de 110V, diferente del que se usa en nuestro país; una bicicleta que fue mi medio de locomoción durante los períodos estivales en los que viví en Canada; una variedad de herramientas de corte marca X-ACTO con las que sigo haciendo alguna que otra maqueta de las portadas de los discos de mi sello MAD RIDE RECORDS; el equipo de audio con el que escuché música durante los cinco años y medio en los que viví en el hemisferio norte; un morralcito, no demasiado hippie, que me era muy útil cuando salía a andar en bicicleta, que aún me sigue resultando cómodo cuando salgo a caminar y no quiero llevar nada en la mano... A pesar de todos los gloriosos trastos que conseguí, creo que el que me puso más contento fue uno que me costó tan solo una moneda. A la piba que lo vendía le pregunté con cierta indiferencia cuánto pedía por “eso”, casi desmereciéndolo. Me miró y me dijo que el precio era de dos dólares canadienses porque le faltaban los protectores de espuma para las orejas. Sin dudarlo, le entregué la monedota bicolor de los osos polares en la mano y tomé férreamente sus auriculares con mi mano derecha, la fuerte, para que no se arrepintiera de la operación mientras le explicaba que a un par idéntico que tenía en mi casa le había pasado lo mismo que al suyo y que lo había reparado simplemente cortando un círculo de la medida exacta del auricular de un trozo de pañito amarillo de los que se usan para limpiar la cocina, nuevito, antes de humedecerlo, y que luego lo había cosido al armazón para que el plástico no me lastimara las orejas. La jeta de la mina no tuvo precio. Totalmente desmoralizada, se rindió ante una evidencia que le dejaba más que claro que había desperdiciado un par de auriculares de la marca alemana Sennheiser que seguramente nuevos le habrían costado cerca de los noventa dólares, lo mismo que yo había gastado por aquel par que había logrado reparar sin mucha ciencia – para reutilizarlo sin ningún tipo de inconveniente – con un trapito que se consigue en cualquier tienda, almacén o supermercado por mucho menos que los dos dólares canadienses que yo le había pagado a esta minita por esos increíbles auriculares de la hostia. De los buenos, sin duda alguna. And the winner is… Otra que la del Guasón, mi sonrisa. ¡Ja!

domingo, 20 de octubre de 2024

CIENTO SETENTA Y CINCO

Cuando uno decide aprender a tocar un instrumento, debería tener en cuenta el esfuerzo físico que requiere dicha empresa para tomar una decisión sin remordimientos.

Con los años descubrí que me habría gustado tocar la trompeta. Pucha, algo que me quedó en el tintero. ¿Me ganó la fiaca o se me fue el tren? Hay que admitir que es un instrumento demasiado demandante, complicado. Mucho pulmón, mucho estado físico. Con soplar, casi que no es suficiente. Soplar y hacer botellas es inadmisible en este contexto. Hasta hay gente a la que le cuesta hacer un globo con un chicle, imaginate. Ni hablar durante la época de las alergias. ¡Hay que ser guapo! Debería haber perseguido ese sueño cuando aún era joven. Sin embargo, no puedo quejarme. Tuve la posibilidad de incluir el sonido de este preciado instrumento de viento en muchos de mis álbumes. Aunque en realidad, no fue del todo fácil conseguirlo. La primera vez que intenté usar una trompeta en mi música, quise convencer a un flaco que estudiaba inglés conmigo para que tocara algún arreglito sin propósito en un proyecto que nunca daré a conocer. Yo todavía estaba en la escuela secundaria, un púber inexperto era. Me faltaba escuchar mucha música todavía, debo asumirlo. Además, es muy difícil reclutar gente para hacer música fuera de los cánones de la normalidad, de lo estandarizado. Para colmo de males, más de una vez, los argumentos y explicaciones sobre mi búsqueda musical podrían ser mal interpretados. Para colmo, el pibe pertenecía a la banda estable de una iglesia evangelista y casi casi me hace exorcizar. Un fanático religioso resultó ser el colorado, lástima. Años más tarde, conocí a Leo Kaplan en el parque Rivadavia. Él vendía discos, exclusivamente de jazz. Era otro tipo de fanático. Bastante más sanito, claro. Además, tocaba la trompeta, fiel al estilo de sus ídolos de antaño aunque con la férrea voluntad de abrir nuevos caminos a través de ese género musical. Por mi lado, yo encadenaba dos ó tres distorsionadores para procesar y destruir el sonido de mi guitarra eléctrica y la tocaba como un demonio sobre las bases que programaba fuera de tempo en mi sequencer ENSONIQ SQ-1 y en mi máquina de ritmos ROLAND TR-707 para romper con cuanta tradición se interpusiera en mi camino. En síntesis, cuando a Leo lo invité a grabar, aceptó de buen grado. Además, no dudó en participar del proyecto en varios recitales. Creo que entendió a la perfección cuál era mi búsqueda de ese momento. El resultado se puede escuchar en todos y cada uno de los álbumes que grabé bajo el seudónimo de MUTANTES MELANCÓLICOS durante los años ´90. No puedo afirmar que sea una música genial u original porque nunca fui tan consciente de mis logros ni tampoco aprendí a sostener mi ego mediante una obstinada y necia soberbia. No obstante, después de haber escuchado cerca de siete mil álbumes de cuanto género se te ocurra, creo haber encontrado argumentos más que suficientes como para afirmar que mi producción musical se basa en la creatividad sin fin. 

Con el tiempo también fui acumulando instrumentos. Entre tantos trastos, no pude evitar hacerme de una trompeta a pesar de no poseer ninguna cualidad reconocible para ejecutar ese instrumento de viento. La compra la hice a través de Ebay, famosísimo sitio de subastas en línea. Podría intentar argumentar que el precio que pagué por ella resultó muy conveniente y que resultó imposible resistirse a la oferta. A decir verdad, creo que como no me habría animado a exponerme a presentarme en una tienda de instrumentos musicales en la que me ofrecieran una trompeta esperando que la probara para decidir si su sonido se acomodaba a lo que esperaba de ella, simplemente porque no tenía ni puta idea de cómo sacar una mísera notita de ese tubo enroscado, la compra a distancia, por correo, fue la mejor opción. Suerte de principiante mediante, luego de un mes de no recibir el instrumento según los términos pactados con el vendedor, inicié un reclamo. Inmediatamente, el tipo, muy acongojado por no haber podido enviar a tiempo el instrumento, me propuso un reembolso del costo de envío para subsanar los daños y perjuicios provocados por la espera suplementaria. Parece que el flaco vivía en el fondo del bosque, en el fondo de las montañas de British Columbia y se había enfermado, por lo que no bajó de su cueva al pueblito para ir a la oficina postal. Evidentemente, acepté de buen grado semejante oferta y, sin temor a equivocarme, puedo asegurar que la trompeta me costó menos de noventa dólares canadienses. Algo así como sesenta y cinco de los verdes. Una ganga. Trompeta, tengo. Tocarla, la toco para sacarle brillo o para limpiarla, porque sacarle sonido se me dificulta. A pesar de todo, me animé a usarla para grabar en un par de canciones en los álbumes de ENSAMBLE DESMEMBRADO con un resultado aún mejor de lo esperado. De todas maneras, no puedo agrandarme. Me falta mucho para afirmar que puedo tocar ese condenado instrumento. 

No recuerdo haber mencionado las bondades de las "ventes de garage". Sitios infectos donde salen a la luz objetos decadentes que revelan las miserias mejor guardadas de aquellos hogares que deciden exponerse para dar pena y lástima durante todo el fin de semana en el que se despliega una exhibición atroz de trastos polvorientos, generalmente cubiertos de moho y rastros de humedad, cuyo destino más sensato sería un tacho de basura. Sin embargo, esta pobre gente se obstina en rescatar hasta el más ínfimo valor, hasta el más ínfimo céntimo, de algún pedacito insignificante de su historia familiar que a todo aquel que pase por el frente de su casa y se detenga a echarle un vistazo a la mesita improvisada en la vereda, no deja de causarle una mezcla de risa contenida y angustia solapada. Entre esos rejuntes, a pesar de todos los pronósticos, uno siempre termina cediendo a la tentación y compra algún objeto desvencijado, deteriorado, al magro precio de alguna que otra insignificante monedita. Así fue como compré el que fue el tercer disco del sello alemán ECM que incorporé en mi colección. El primero había sido “Eternity and a Day”, la banda de sonido de la compositora griega Eleni Karaindrou de la que te hablé en el capítulo CIEN. El segundo, “Der Mann Im Fahrstuhl = The Man in the Elevator” del compositor alemán Heiner Goebbels al que había llegado por seguir las andanzas de un tal Arto Lindsay, esquivo cantante y guitarrista que a pesar de negarse a tocar su guitarra siguiendo alguna de las técnicas usualmente aceptadas, a pesar de no utilizar ninguna de las afinaciones reconocidas por los estudiosos del instrumento, produce un sonido desgarrador y provocante que no deja de maravillarme. Finalmente, el tercero, fue “Khmer” del compositor y trompetista noruego Nils Petter Molvær, el que ya había logrado fascinarme en algunos de los álbumes de David Sylvian. El disco estaba un poco maltrecho, baqueteado, pero era un versión doble, con un segundo disco de remixes como bonus promocional. Un hallazgo. Sirvió como disparador para comenzar a coleccionar la obra de este tipo y abrir mis gustos hacia las bondades del jazz nórdico con su sonido contemplativo de abstracción electrónica y ensoñación mística. Lamentablemente, años más tarde tuve que procurarme un nuevo ejemplar del álbum, esta vez en versión estándar de sólo un disco – flambant neuf – porque la superficie del CD estaba bastante castigada y la portada rozaba lo impresentable por las manchas de grasa y las huellas dactilares impregnadas sobre la cartulina negra. De todas maneras, no dudé ni en hacerla guita para recuperar algunos manguitos, ni en quedarme con el disco de material adicional ya que es inconseguible de otra manera.  

Conocer al sello ECM fue como una segunda iluminación en mi vida musical. La primera había sido durante mi adolescencia, gracias al sello británico 4AD con toda su caterva de artistas que hicieron crecer mi interés por la música pop no convencional y por el arte de tapa como parte fundamental para que un álbum cierre como una obra única. Toda la música que publicaban estaba bien grabada y sonaba de puta madre. La que publican los de ECM, está mucho mejor grabada y el sonido es muchísimo más pulido. Lejos. Todos los artistas que publica el sello alemán se aproximan al virtuosismo y son intérpretes de la san puta. Todos los discos que publican tienen una gráfica cuidadísima, con imágenes sugerentes, con la que han sabido generar una identidad propia y única al sello que visibiliza inconfundiblemente sus discos entre todos los discos del resto de los sellos de los géneros en los que se especializan: jazz, música contemporánea, world music. Después de haber escuchado, después de haber apilado una ponchada de discos de este sello, después de haberme sumergido en este mundo ideal para disfrutar de una música sin igual, sin fallas – lo más cercana a la perfección que nunca nadie ha logrado aproximarse – para muchos melómanos y audiófilos, sin nada que criticar. No aguanto más, tengo que plantarme y dar mi opinión. Como sonívoro, escucho desde otro ángulo. Con el tiempo, fui dándome cuenta de que a pesar de apreciar la propuesta de este gran sello, mi gusto personal tiende a alejarse de la perfección. Cada vez más, noto que disfruto de ciertos elementos en la música que muchos marcan como errores, tanto técnicos como humanos, que siento que terminan dándole vida a las obras, que las hacen menos artificiales, más humanas. Dado que pienso que las limitaciones se vinculan íntimamente a la creatividad, estoy convencido que lo único perfecto que se puede encontrar en cualquier obra, del estilo que sea, del género que sea, es una imperfección que la distinga y que la haga salir del molde de lo esperable. En síntesis, me gusta la música bien hecha, que suene bien, que tenga lindos arreglos, que tenga una producción acabada, impecable. No obstante, si no presenta algún que otro desliz, alguna situación inesperada o desbordante, algún elemento de quiebre, con el tiempo, empiezo a perder el interés por esa música artificiosa.  

domingo, 6 de octubre de 2024

CIENTO SETENTA Y CUATRO

La disquería desapareció, se esfumó sin dejar rastros. No recuerdo su nombre, aunque creo que nunca lo supe. Recuerdo su ubicación, sobre la rue Mont-Royal est, la esquina de una cortada sobre la que encadenaba mi bicicleta cuando iba de gira por las tiendas del Plateau. Recuerdo sus grandes dimensiones, un sinfín de bateas que llegaban hasta el fondo del local. Recuerdo la enorme cantidad de música de mi agrado que encontré en ese inmenso paraíso. Recuerdo que allí compré “À poil commercial” de Arno, el disco que inauguró mi colección en Montréal. Pero por sobre todas las cosas, recuerdo a Geneviève, la chica que atendía aquella magnífica tienda de discos que, con su seductora sonrisa y sus encantos inalcanzables, lograba hipnotizar a la clientela con cada uno de sus atributos, tanto con los intangibles como con los tangibles; señorita que, a pesar del clima gélido del invierno boreal, lograba hacer latir corazones y hacer borbotear hasta las sangres más espesas, lograba hacer entrar en calor y hacer sudar sin cesar hasta a un muerto. Te lo juro… Vamos a lo nuestro porque me empieza a temblar el pulso y me da taquicardia.

Discos, hay muchos. Mi viejo, él diría que hay demasiados. Me gusta coleccionarlos, apilarlos, acumularlos, tenerlos, escucharlos. Sin embargo, estoy convencido de que no vale la pena perder el tiempo escuchando cualquier cosa, estoy convencido de que no vale la pena malgastar tu dinero en todos los discos que se te crucen por ahí. Hay que ser selectivo. A veces la selección se produce de manera consciente, reflexionada, a veces juegan otros factores. El azar, el contexto, las recomendaciones, las charlas de café, el momento espacio-temporal, los vientos, las mareas, los eclipses lunares o solares, las lecturas, los comentarios, las críticas, los chismes, los caprichos, los ardides publicitarios, los posters, las fotos de prensa, algún video, alguna canción que escuchás de rebote, algún recital que te despierta cierto interés, el arte de tapa, la idea de agrandar tu colección, el precio... Claro, el precio es un argumento de compra fundamental. Aunque el disco sea malo, habiéndolo pagado poco, la pena o la desilusión disminuyen. El dilema se desata cuando nos damos cuenta de que la música que tanto anhelábamos escuchar no justifica los grandes esfuerzos que atribuimos a la gesta desplegada para conseguir el disco en cuestión. Sea por el tiempo dedicado a su búsqueda como por la gran suma de dinero invertida en un objeto que, conforme pasan los segundos, nos demuestra lo superfluo del consumo de energía dedicado para conseguirlo y nos confirma que hemos mal gastado parte de nuestros ahorros por ese pedazo de plástico casi sin valor. Muchos hemos tenido esta clase de derrotas. Muchos hemos tenido que lidiar con este tipo de frustración. No obstante, no hay que dejarse vencer por un mal trago. Un tropezón no es caída… Siempre hay luz al final del camino… Boludeces que se dicen en busca de consuelo, claro. Lo único cierto es que cuando uno busca, encuentra. Eso me pasa constantemente. 

Vuelvo con mi estimada Genieviève. Aunque creo que esa piba era una empleadita más, su presencia hizo desaparecer a todos y cada uno del resto de los que laburaban en esa disquería, los invisibilizó. De la misma manera en la que no guardo en mi memoria ningún recuerdo sobre el nombre del local, no guardo en mi memoria ningún recuerdo sobre el resto de sus empleados. En esa disquería estaban Geneviève y los discos. ¡Y qué discos! Ejem… Lo concreto es que un día, mientras miraba discos, una tapa negra con una flor muy sugerente me cautivó. La contratapa seguía la misma estética: otra hermosa flor sobre fondo negro, ninguna información. Misterio total. ¿Qué será esto?, seguramente pensé. El lomo siempre te saca las papas del fuego, algo decía. Sin embargo, lamentablemente, esa información, en una época en la que no era habitual usar celular, mucho menos tener acceso a internet en cualquier momento y en cualquier lugar, tampoco fue de mucha utilidad. Dijera lo que dijera, no aclaraba nada. Se trataba solamente de dos palabras blancas sobre fondo negro: FRIDGE y HAPPINESS. Así como las vez, en mayúsculas. Razón por la cual, lo que me terminó de convencer para soltar el billete, fue el precio. Magro. Chistoso. Casi regalado. Me fui con la duda, es cierto. Pero como ya he dicho con anterioridad, después de tantos años comprando disquitos con distintas suertes, uno se curte y desarrolla ciertas habilidades extrasensoriales, casi adivinatorias, que brotan de andá a saber dónde en el momento preciso en el que uno se enfrenta con la temida encrucijada: ¿compro o no compro?  

Ya con el disco en mis manos, investigué un poco en Discogs.com y me di cuenta de que uno de los tres muchachos de este ignoto grupo británico era el cerebrito detrás de Four Tet. Recordé que lo había visto en dos oportunidades como telonero de Tortoise. Un vez en el Club Soda, sobre el boulevard Saint-Laurent, solito con un par de laptops y algunas herramientas de perillaje. La otra, en Metropolis, sobre la rue Sainte-Catherine est, con el baterista Steve Reid, el que parece que tenía un curriculum bastante abultado en el mundillo del jazz americano. Tengo que admitir que la propuesta del segundo show me gustó más, aunque no me movilizó los suficiente como para buscar los discos de este muchachito. La primera vez que escuché un par de temas suyos grabados en estudio fue gracias al compilado “Exclaim! 12th Anniversary Cross-Canada Concert Series!” que regalaban con la revista Exclaim!, obvio. En ese momento, me pareció que ese tipo concretaba las ideas de esa música electrónica sin par con maestría, sin embargo, en los recitales había sentido que divagaba bastante y que no concretaba, que no lograba emocionar. Si hubiera sido por el show, no le habría comprado ni medio disco. El módico precio y la mística de la imagen de la tapa del disco de Fridge me condujeron directamente a la caja para enfrentarme una vez más con Geneviève, deslizarle un par de las monedas de los osos polares y robarle una sonrisita. Hoy compro, sin dudarlo, cada uno de los discos que encuentro de este pibe porque me terminó de convencer de que es buenísimo. No va a faltar el picarón que me acuse de querer revivir constantemente el instante de aquella sonrisita. ;-)


NB: Las grandes cantidades de artistas de los que conseguí discos en este glorioso e ignoto antro es larga: Arno, Arthur H, Bashung, Steven Brown, Califone, Chicago Underground Duo, Cocteau Twins, The Church, The Divine Comedy, Felt, Foetus, Gavin Friday, Fridge, King Crimson, Laika, Lydia Lunch, Nils Petter Molvær, Papa M, Phelan Sheppard, Ten Seconds, La Tordue, Tuxedomoon, Wisdom of Harry… Se las extraña…


lunes, 17 de junio de 2024

CIENTO SETENTA Y TRES

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I… n… a… g… o… t… a… b… l… e… s… 

I… n… c… a… l… c… u… l… a… b… l… e… s…

I… n… t… e… r… m… i… n… a… b… l… e… s…


Labradford me llevó a escuchar a… 

Pan•American me llevó a escuchar a… 

Aix Em Klemm me llevó a escuchar a…

Stars of the Lid me llevó a escuchar a… 

A Winged Victory for the Sullen me llevó a escuchar a… 

Anjou me llevó a escuchar a… 

On me llevó a escuchar a… 

The Dead Texan me llevó a escuchar a… 

Deathprod me llevó a escuchar a… 

Biosphere me llevó a escuchar a… 

Angel me llevó a escuchar a… 

Eluvium me llevó a escuchar a… 

Concert Silence me llevó a escuchar a…

Inventions me llevó a escuchar a… 

Gas me llevó a escuchar a… 

Loscil me llevó a escuchar a… 

High Plains me llevó a escuchar a… 

Mark Nelson, 

Robert Donne, 

Brian McBride, 

Adam Wiltzie, 

Dustin O'Halloran, 

Matthew Cooper, 

Scott Morgan, 

Steven Hess, 

Alva Noto, 

Wolfgang Voigt, 

Helge Sten, 

William Basinski… 


Pocas palabras, 

palabras desintegradas, 

sin palabras.

Almost no words, 

words without meaning, 

no words to be said.

Peu de mots, 

paroles sans sens,

pas de mot à dire.


Eeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeectoooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooosssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssss_deeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee_sssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssoooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooonnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnniiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiidoooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo. 

Sssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssoooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooonnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnniiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiidooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo_ammmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmbiennnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnteeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee. 


Casi 

silencioso, 

apagado, 

ensordecedor. 


Zero 

tolerance 

for 

silence.

Enjoy 

the 

silence, 

silence 

is 

sexy…

Silence… 

Towards

silence,

original 

silence.

Silent 

melodies,

silent 

night, 

in 

silent 

way.


En algún momento comencé a apreciar, a sentirme representado, por los sonidos inaudibles, rerepepetitititivovos, absss trrrac tosss, tosss, tosss. 

En Montréal aprendí muchas cosas. En Montréal experimenté sensaciones diversas. El frío – évidemment, la soledad, el desarraigo, el despilfarro, la gula… Mmmmm… Sin embargo, lo que más me sorprendió fue el silencio, la sensación de vacío que sentía cuando regresaba del aeropuerto en la Ligne Orange, cuando bajaba en la station Sherbrooke, mientras caminaba esas 5 ó 6 cuadritas hacia el este, sobre la nieve acumulada, hasta el departamento, habiendo escuchado tan solo el sonido de mi respiración al ritmo de mis botas frotando la escarcha matinal. En ese momento, quedaba más que claro que el silencio es mucho más perturbador que un ritmo galopante, que un latigazo, que un fustazo. 

Shhhhh… En Montréal tuve la suerte de descubrir algunas verdades universales sobre los sonidos imperceptibles, inaudibles, despreciados, desestimados. 


Point…

Pun… to…

fi… nal... 

The…

end…

?

?

?

viernes, 31 de mayo de 2024

CIENTO SETENTA Y DOS

Mi instrumento de elección fue la guitarra. No puedo precisar una razón para justificar esta opción. Quizás el hecho de no haber tenido en mis inicios nada más que dos instrumentos musicales a mi disposición – una armónica de juguete desvencijada, olvidada en algún cajón de mi pieza y una guitarra polvorienta, arrumbada sobre un placard de la casa de mis abuelos – sirva para anticipar una férrea argumentación. Mmmm… No sé. Ni siquiera puedo mencionar ases de la guitarra que hayan influenciado sobre mi decisión. Es cierto que desde mis comienzos como ávido devorador de discografías tuve gran interés por la propuesta sónica de un par de guitarristas que aunque no sean de consumo masivo no dejan de ser mucho más que grossos. Hablo de William Alfred Sergeant – encantador guitarrista de los británicos Echo and the Bunnymen – y de Rowland Stuart Howard – fascinante guitarrista de los australianos Birthday Party. Ambos me acompañan desde mis primeros pasos como consumidor serial de sonidos, como sonívoro empedernido. Entonces, teorizar sobre las razones por las que elegí usar la guitarra como instrumento para crear música, implica un anacronismo inevitable. 

Podría decir que me interesé en la guitarra por el hecho de que uno puede transportar este instrumento sin demasiado esfuerzo para tocar música en fogones o reuniones diversas. Sin embargo, cualquier tipo de expresión que se aproxime aunque sea vagamente al universo de todo lo conocido como “hippie” siempre me ha dado urticaria, alergia, vómitos o ganas de convertirme en un asesino de masas. Podría decir que me interesé en la guitarra por el hecho de que las clavijas pueden ser manipuladas a gusto para crear nuevas sonoridades al tensar o al destensar las cuerdas. Sin embargo, durante muchos años pensé que existía una sola manera de afinar el instrumento: E, A, D, G, B, E. ¿Quoi? Mi, La, Re, Sol, Si, Mi; si preferís. Podría decir que me interesé en la guitarra por el hecho de que uno puede decidir qué calibre de cuerdas usar y cuál será su disposición, optando por utilizar 6 cuerdas idénticas, o tres pares de cuerdas similares, por ejemplo. Sin embargo, nunca se me hubiera ocurrido hacerlo porque los costos de semejante atrevimiento resultaban prohibitivos para mi bolsillo. Podría decir que me interesé en la guitarra por el hecho de que una guitarra eléctrica permite al usuario enchufar el instrumento a una gran variedad de procesadores de sonido con los que se generan ruidos impensables. Sin embargo, en mis comienzos desconocía sobre la existencia de más de uno de estos aparatos y al pensar en efectos de sonido, pensaba solamente en el distorsionador; el resto lo fui descubriendo con los años. Podría decir que me interesé en la guitarra por el hecho de que cada uno puede decidir cómo ejecutar el instrumento, sea con una púa, sea con los dedos, sea con un arco de violín, sea con un slide, sea con un e-bow, sea con una varilla de madera, sea con una barreta de acero, sea con un destornillador, sea con una pinza pico de loro, sea con un taladro, sea con un batidor de crema, sea con un consolador, sea con un ladrillo o con un pedazo de plastilina. Sin embargo, mi dilema inicial radicaba entre aprender a usar los cinco dedos de la mano derecha o usar una púa de algún tipo de plástico. Además, esta segunda opción me tomó tiempo considerarla ya que mi primer profesor de guitarra se negó a hablar de su existencia pues consideraba que tocar con púa era un sacrilegio para todo argentino que llevara en la sangre un poco de zamba, otro de chacarera y algo de tango. Se podrían decir muchas otras cosas más. Sin embargo, a todas esas elucubraciones, a todos esos palabrerios se los lleva el viento. Me tomó bastante tiempo aprender que para concebir un estilo propio y personal cada uno tiene que tocar la guitarra como se le cante el culo. Fijate. Brian May tocaba con una monedita. Jimi Hendrix, con los dientes. Robert Fripp, sentado. Eddie Van Halen, haciendo piruetas y malabares. Tony Iommi, con un par de garfios de menos. Los Sonic Youth, con instrumentos maltrechos y destartalados. Arto Lindsay no se conformaba con no usar la afinación en La 440 Hz sino que, además, parece que hubiera decidido ponerle a su instrumento alambres de púa en lugar de cuerdas. Kurt Cobain, el muerto de Nirvana, tocaba solos usando una sola cuerda. Mark Sandman, el líder de Morphine, se zarpaba y le ponía dos cuerdas a su instrumento. Hay enfermos que le ponen siete u ocho a la guitarra y otros cinco o seis al bajo. Finalmente, hay opciones para todos los gustos.

Vengo de un contexto donde lo habitual era escuchar bandas que tuvieran una guitarra rítmica, una para los solos y un bajo. Como mucho podían sumarle alguna acústica. Lo habitual en ese contexto era lograr diferenciar las partes que ejecutaba cada uno de los instrumentos al escuchar una pieza de música. Lo habitual en ese contexto era que una guitarra sonara como una guitarra, no como un tornado que se transforma en terremoto, no como un tsunami que se transforma en huracán, no como una erupción volcánica que se transforma en diluvio universal, no como un fenómeno antinatural inexplicable, irreconocible. 

Cuando comencé a interesarme por el No Wave neoyorquino, el punto de partida fue Lydia Lunch, quizás por su vínculo con Nick Cave y sus secuaces australianos. Más o menos en el mismo momento conocí a los Lounge Lizards, los que con su visión de vanguardia del jazz me llevaron a escuchar por primera vez la guitarra estropeada de Arto Lindsay. También en aquella época, gracias a una descripción en un catálogo del sello ROIR, incluso me interesé por el despliegue rítmico del saxo de un tal James Chance, James Black o como mierda quisiera llamarse según si se presentaba con su grupo The Contortions, conThe Blacks o con The Flaming Demonics. Sin olvidarme de que además conocí, casi al mismo tiempo, las canciones destartaladas de Sonic Youth. Tiempos de novedades, tiempos de iniciación, tiempos de apertura a nuevos sonidos, tiempos difíciles de olvidar. Todas y cada una de estas propuestas me presentaba un punto de vista particular, diferente y singular. Sin embargo, eso no era todo. Con el correr de los años, me fui enterando de nombres de artistas, de nombres de álbumes, de nombres de sellos, de nombres de estilos, de nombres y más nombres que parecían ser nada más que una serie interminable, infinita, de mitos urbanos concebidos únicamente para hacer desear hasta al más estoico de los sonívoros. Entre aquellos nombres que se barajaban se destacaban D.N.A., Teenage Jesus and the Jerks, Mars, Theoretical Girls. Atando cabos, muchos de ellos reconocían la influencia de un tal Glenn Branca que con su Ensemble ejecutaba sinfonías de su autoría para múltiples guitarras preparadas para dar miedo a cualquier purista del instrumento. Otros, la de Rhys Chatham y sus composiciones para cientos de guitarras eléctricas. En el caso de Branca, mi punto de partida fue “Symphony No. 5 (Describing Planes of an Expanding Hypersphere)”, del que conseguí un ejemplar usado en la disquería Beatnick sobre la rue Saint-Denis, en Montréal. En el de Chatham, comencé con “Die Donnergötter”, una reedición impresa con una bellísima tinta metalizada de color azul del increible sello Radium, subsidiario de Table of the Elements, que conseguí en Cheap Thrills sobre la rue Metcalfe, en Montréal. Ambos discos anunciaban un camino de búsqueda implacable de sonidos tajantemente demoledores. Agarrate de lo que puedas. Atenti con el marcapasos, corre riesgo de descalabrarse. Atenti con la peluca, a ver si se te vuela.

jueves, 9 de mayo de 2024

CIENTO SETENTA Y UNO

Búsqueda incansable, búsqueda inagotable, búsqueda interminable, búsqueda sin fin, búsqueda eterna. 

Es difícil saber a partir de qué punta o de qué ovillo se empiezan a desmadejar los entramados del mundillo de la música. ¿Cuál será la pista que nos permitirá encontrar un disco más para la colección? En la telaraña de relaciones que se entretejen entre grupos, entre artistas, entre productores, entre sellos discográficos, entre cuanto boludo alegre que se calce algún instrumental hombro, ya sea por similitudes estéticas, amistades, casualidades o, simplemente, por lugar de residencia, si uno se deja llevar, llega, casi siempre de pedo, a conocer propuestas interesantes, cautivantes, sugerentes, o al menos, entretenidas. Muchas veces resulta graciosa la forma en que se descubren ciertas cosas, después de haber dado mil y una vueltas, después de haber sentido que ya no hay lugar para nada nuevo, después de haber pensado en abandonar la búsqueda. Sin embargo, azar, persistencia, constancia y un poco de olfato se conjugan para dirigir al ojo entrenado durante esas eternas búsquedas hacia algún disquito que para cualquier otro pobre mortal pasaría inadvertido en el montón. Si bien es cierto que uno nunca busca al tuntún y algo le permite asumir el riesgo de comprar sin referencias previas algún álbum desconocido de algún grupo aún más desconocido todavía. Arrojo, valentía, coraje, osadía, audacia, dan el empujoncito final para pelar la billetera. Para el común de los mortales se trata simplemente de locura o de estupidez. Pobre gente, de lo que se pierden. Prosigamos… En un principio, todo entra por la vista. Ya lo he dicho antes. Entonces, una portada con una gráfica que llame la atención de alguna manera, que estimule el sentido de la vista y, a veces, el del tacto, es un buen comienzo. Luego, cualquier tipo de corazonada se confirmará al abrir el empaque para echarle un vistazo a los créditos. Si entre los nombres que se presentan aparece alguno conocido de antemano, bingo, sonrisa de oreja a oreja, otro disco que ha encontrado a su dueño definitivo. 

Lo más importante para cualquier sonívoro es estar bien al pedo y tener mucho tiempo disponible para malgastar deambulando sin rumbo fijo por distintas disquerías, tiendas de discos, puestos o sucuchos infectos, para revolver cuanta batea se le presente prestando atención hasta al disco menos apetecible, al menos deseado, al más ignorado, al más oculto del cajón. Después, si tiene la billetera cargada o crédito en la tarjeta, mejor. Aunque no es una condición sine qua non porque generalmente estas gemas secretas se pueden encontrar en los tachos de ofertas en los que se tiran discos para olvidarlos, para dejarlos que circulen a la buena de Dios, para que algún desgraciado se anime a escucharlos. En definitiva, porque no encontraron su lugar en ninguna batea de ningún género. Paso previo al cesto de reciclado de papel o de plástico, claro. Todas estas condiciones se cumplían cuando vivía en Montréal: estaba al pedo, había muchas disquerías para visitar incansablemente porque el flujo de material disponible era inagotable y, por si fuera poco, disponía de suficiente contante y sonante como para darme ciertos gustitos, para darme el lujo de comprar algún que otro disco de algún que otro artista ignoto sin haberme enterado previamente sobre su existencia. 

Cheap Thrills, sucio y encantador antro maloliente de mala muerte que solía visitar bastante a menudo, era uno de mis proveedores habituales de música rara. Allí pasaba el rato, tanto las tardes de niebla espesa como las tardes de sol rajante, mientras los niveles de oxígeno continuaran siendo aceptables y el aire respirable. Cuando los hedores pestilentes de la alfombra vieja, grasienta, hecha jirones; de la madera húmeda, añeja, en descomposición; del papel apolillado, amarillento, rancio; y de la mugre acumulada, olvidada, abandonada en los rincones desde tiempos inmemoriales, se hacían sentir y era necesario salir a respirar aire fresco con cierta urgencia, me iba raudamente y sin despedirme. A pesar de que estas condiciones de sanidad me obligaban a permanecer atento para no flaquear y desfallecer con riesgo de perder el conocimiento mientras revolvía las bateas, lograba manotear en cada una de mis visitas a este divino tugurio material jugoso y poco frecuente. 

Así fue como di con el primer álbum de los Eternals, sin haberlo buscado, sin haberlo deseado, sin haber sabido de su existencia de antemano. Al manotearlo me enteré de su relativa relación con los muchachos de Tortoise. Palabras mayores para la música instrumental. 

Como todo tiene que ver con todo y los vínculos se establecen de maneras aleatorias e imprevisibles, al continuar hurgando entre la discografía de estos muchachos de Chicago, me topé con un álbum split en el que los yanquis compartían cartel con unos brazucas todavía menos conocidos que ellos. Mi prejuicio me hizo dudar y casi no lo compro. Cuando me dicen Brasil, pienso en minas en pelotas moviendo sus culos sudados – algunos dignos, otros no tanto. Pienso en joda eterna. Pienso en samba y tengo pesadillas. Pienso en algún que otro traba gordo, fofo y espantoso que aparece revoloteando entre esos carruajes decadentes, sobrecargados de lentejuelas y telas brillantes, que no hacen más que rebajar a la dignidad humana a su mínima expresión. Honestamente, no consumo música bailable, te habrás dado cuenta. Me irrita que la gente piense que la música debe rebajarse a acompañar a cualquier tipo de danza o expresión corporal en lugar de ser la auténtica protagonista del evento. 

Finalmente, me equivoqué. El grupito brasileño, llamado Hurtmold, me sorprendió para bien y terminé rastreando sus discos en varios países y en varios continentes. El primero que compré lo conseguí en Estados Unidos, el famoso split. El segundo, en Toronto, Canada. Otros, en Tokyo, Japón, porque uno de los integrantes tiene ascendencia japonesa y sus contactos los habilitaron para que varios de sus álbumes fueran publicados en el país del sol naciente. Los últimos que compré, los encargué directamente a su sello de São Paulo, en Brasil, un país que no tiene mucho más para ofrecerme. Sólo alguna que otra minita apetitosa, alguna que otra playa más o menos linda, algún que otro chocolate gustoso o alguna que otra fruta refrescante. Nada que no logre superarse.



miércoles, 27 de marzo de 2024

CIENTO SETENTA

La primera vez que escuché un disco de ellos fue gracias a mi amigo Nacho. Recuerdo que me prestó un compilado de las codiciadas Peel Sessions. Nostalgia mediante, al tenerlo entre mis manos, instantáneamente, me hizo recordar mi charlas con Juan Carlos en la disquería del gordo Charly, allá, a finales de los años ’80. ¡Cómo venerábamos a esas sesiones sin siquiera saber quién mierda era ese tal John Peel! Loco, ¿no? Pensábamos que acceder a grabar con ese tipo daba a los artistas una certificación de calidad. Con el correr de los años fui descubriendo que en el Reino Unido, en las esferas de la música independiente, era todavía más respetado y apreciado de lo que me hubiera podido imaginar. Además, aparentemente, muchos artistas se desvivían por ser incluidos en su colección de discos y le regalaban cada uno de los álbumes que publicaban. El tipo era un freak, padecía de glotonería musical. Uno de los míos, aunque dudo de que algún día llegue a alcanzarlo. Difícil, muy difícil. Parece que en vida llegó a amarrocar toneladas de vinilos: más de veintiséis mil LPs, más cuarenta mil singles; además de miles de CDs, de los que no era devoto, aunque, sin embargo, los compraba cuando no existía una versión en vinilo del álbum en cuestión. Cassettes, VHS, DVD y otros formatos menos convencionales tampoco se privaría de tener, me imagino. 

Hablar de pluralidad frente a tanta singularidad parece extraño, raro. Vuelvo… Todo es poco comparado con las estadísticas que rodean a esta banda de Manchester. Si se la puede llamar así, claro. Tuvieron solo un miembro estable desde el primer ensayo hasta el último concierto. Cuando ese tipo crepó, luego de haber existido durante cuarenta y dos años, la banda también murió sin siquiera haber agonizado. Sigamos con los números. A lo largo de los años en los que el proyecto estuvo en actividad, circularon más de sesenta músicos en unas treinta formaciones diferentes, los que entre idas y vueltas lograron grabar unos treinta y pico álbumes en estudio, una enorme cantidad de singles y EPs – más de sesenta entre ambos formatos; además de innumerables álbumes en vivo, tanto oficiales como piratas o bootlegs, si preferís. Sin olvidarnos de que también fueron prolíficos a la hora de publicar recopilaciones de la más variada índole – contándose más de cincuenta; a la hora de grabar sesiones con el antes mencionado John Peel – llegándose a contabilizar unas veinticuatro, entre junio de 1978 y agosto de 2004. ¡Un montón! Me imagino que para los fans debe ser bastante difícil coleccionar los discos de este grupo, pobrecitos. Tienen demasiados. Rozan lo inaccesible, lo inabordable. Además, me pregunto si todos valdrán la pena. Quizás el fanático número uno de la banda, John Peel – sí, otra vez él, nos haya dado la respuesta cuando afirmó: “They are always different; they are always the same”. Y nos cagó: dijo de todo sin decir absolutamente nada, connard. Parece que todo el mundo estaba al tanto de que este DJ británico había escuchado cada uno de los álbumes, singles y EPs que este grupo publicaba y de que todos esos discos formaban parte de su vasta colección, entonces, la pregunta obligada era cuál de todos ellos podría recomendar como punto de partida para adentrarse en semejante masa de discos, en semejante masa de plástico redondo, negro o plateado. El tipo estoicamente respondía con un profunda capacidad de síntesis: “all of them.” 

Tengo que ser totalmente honesto. Aquella primera vez que los escuché no disfruté demasiado de esta propuesta musical. El grupo me llamaba la atención, sobre todo por una nota que había leído en mi adolescencia en la revista española Rockdelux en la que recorrían la discografía de la banda hasta ese momento, intensa aunque todavía en expansión. Creo que lo que me interesó fue la sensación de hecho a mano que se reflejaba en las portadas de sus álbumes. Se veía algo elemental, primario, primitivo, sin agregados superfluos. Finalmente, lo mismo que me cautivó en un primer momento fue lo que me fastidió cuando pude escuchar uno de sus discos. Tosco, destartalado, repetitivo, quizás, vulgar. Recién en Montréal, comprendí que tenía que darles una nueva oportunidad. Me informé un poquito más para descubrir que debía comenzar por escuchar sus álbumes de mediados de los años ’80 para no salir espantado por su enfático quilombo. El primero que encargué a los muchachos de Atom Heart fue “This Nation’s Saving Grace”. Cuando lo fui a buscar, Raymond me contó que cada vez que salía algo nuevo de The Fall, él lo compraba, que no lo podía evitar, que acumulaba los discos de los británicos religiosamente en su habitación de la primera planta de la casa de sus padres, la que gracias al descomunal peso de su gigantesca colección de vinilos mostraba una notoria deformación e inclinación en el piso de madera. ¡Otro loco lindo! Hoy, después de muchos años de mi bautismo de fuego, sin considerarme fanático, me arrepiento de no haber acumulado unos cuantos discos más de estos tipos en mi colección. Tristemente, tengo apenas ocho. Si bien es cierto que escuchar al áspero Mark E. Smith es una ardua tarea que puede provocar sensaciones encontradas, hay que admitir que no existe ningún grupo, de ningún género, que le llegue a los talones a este coloso sin rival, que es imposible que no queden como unos nenes de pecho al intentar medir su dureza, su consistencia, su furia, con la de los poderosos, los “Mighty Fall”. También lo ha dicho John Peel: “The Fall are the group against which all others must measure themselves.” Hay que darle pelota. Él lo supo comprender antes que cualquiera de nosotros. No nos resistamos más.



sábado, 2 de diciembre de 2023

CIENTO SESENTA Y NUEVE

Para concluir, no se puede asegurar tan a la ligera que si te gusta la propuesta musical de un sultano, te va a gustar indefectiblemente la música que produce otro mengano solamente porque ambos tipos coquetean con un mismo estilo, porque ambos tipos detentan un vozarrón con similares características, tanto en timbre como en intensidad. Tampoco porque la prensa diga que fueron íntimos amigotes, como culo y calzón, que compartieron una habitación de mala muerte en un hotelucho californiano allá por los comienzos de sus carreras y que, aparentemente, una señorita con ciertos encantos naturales cautivaba en la misma medida a cada uno de ellos. Ménage à trois ? ¿Quién sabe? Lo único que se puede asegurar es cada uno de estos tres se ganó su nombre y su público gracias a una carrera musical en solitario. Pesos más, pesos menos; más prolífica y expansiva para uno; tan vehemente y apasionada como críptica y enigmática para el otro. Lamentablemente, de la chica lo único que puedo afirmar es que en las fotos de su juventud se le aprecia una admirable belleza, que era una mujer bastante bonita, quoi ! De su música no puedo decir nada ya que nunca escuché ninguno de sus álbumes. ¿Misoginia musical? No. Simplemente, ninguna de las portadas de sus álbumes despertó mi interés como para que invierta un manguito en alguno de sus discos.

En tercer lugar, cuando alguno de los presentes detenta una alta dosis de histrionismo, forzosamente el resto pasa a un segundo plano, pasa casi inadvertido. Además, como si fuera poco, el segundón puede llegar a ser acusado de imitador barato, de apropiador. En ese momento de duda, cabe preguntarse quién será el maestro, cabe preguntarse quién será el aprendiz. Surge este cuestionamiento existencial para el que ni los mismos protagonistas podrían brindar un testimonio certero. Imaginate que sus recuerdos seguramente continúan nublados por el humo de sus puchos y por el vapor etílico proveniente de los vasos de whisky que circulaba amenizando sus fervorosas charlas. Imposible no quedar mareado, confundido por las anécdotas dislocadas, desatinadas. Imposible acercarse a cierta compostura. De cordura, ni hablar.

En segundo lugar, cuando los medios de comunicación especializados no mencionan a un artista es como si este no existiera. Ni siquiera se provoca un vacío porque para que exista el vacío debe reconocerse aquello que completaría dicho vacío. Se entiende, ¿no? ¿Hará ruido un árbol al caer si nadie está ahí para escucharlo? ¿Cómo sonará la música si nadie está presente para escucharla? Ese es el problema de los outsiders, de los marginales, de los marginalizados, de los que están de la vereda de enfrente, en el otro lado del mundo, escondidos – sea por decisión propia, sea porque son los eternos incomprendidos. Aunque merezcan que se les preste atención, que se los tenga en cuenta, permanecerán eternamente en el anonimato y serán unos pocos los agraciados que accederán a su mundo para deleitarse y disfrutar de su propuesta. Ha sucedido en todas las épocas y con todas las ramas del arte. Quizás esté bien que existan artistas impopulares, para que unos pocos de nosotros los descubramos y nos deleitemos al escuchar ese secreto bien guardado, ese tesoro escondido. De esa manera se nos vuelven exclusivos. Alimentan nuestra individualidad, nuestra unicidad. 

Para comenzar, si un tipo decide que su disco tiene que llamarse “Extremely Cool” alguno le dirá soberbio, otro que padece de un desborde de confianza. Lo único cierto es que invita a que le presten atención porque es un título extremadamente copado – o extremadamente berreta – y es difícil de que pase desapercibido. Por si fuera poco, si el tipo en cuestión se codea con el mundillo de la farándula y se da el lujo de que Johnny Depp y Tom Waits – su viejo camarada de juventud devenido estrella de la música popular mundial – hayan colaborado en la grabación de sus canciones, quiere decir que este desconocido, este ignoto, este tal Chuck E. Weiss, es uno de los grosos. De esos a los que la popularidad les resbala, de esos a los que la fama les tiene sin cuidado. De esos a los que les importa un bledo que los medios de comunicación especializados no los mencionen porque tienen más que ofrecer que una cara bonita y una canción pegadiza. Tienen huevos, y bien puestos.

Una tarde, en Tokyo, mientras paseaba por las calles del codiciado barrio de Shinjuku, no pude evitar entrar a la famosísima tienda Disk Union – disquería de ensueños, tan impresionante que dispone de un local diferente para cada uno de los géneros y estilos musicales, para cada una de las épocas de nuestra música envasada – me encontré cara a cara con un disco del que conocía la existencia pero que hasta ese momento me había resultado esquivo. Lo miré, sonreí ante el espantoso collage de la portada y lo agarré firmemente. No lo dudé y, a pesar de no entender ni una palabra de lo que el disquero me decía, logré pagarlo con mi estimadísima tarjeta Visa del banco TD Canada Trust del boulevard Saint-Laurent de Montréal, que tantas alegrías como esta me dio, y salir como loco del local blandiendo mi nuevo trofeo.