Cuando querés conocer la música de algún artista que te mencionaron pero no te animás a comprar ninguno de sus discos por temor a que sea un fiasco, para eso sirven las “ventes de garage”. Generalmente, por un par de moneditas te llevás algún disquito. Si cuando lo escuchás, te das cuenta de que no es de tu agrado, no hay nada de qué lamentarse. Lo conservás para hacer bulto, lo regalás a alguien que lo pueda aprovechar y, en una de esas, quedás como un duque o, en el peor de los casos, lo hacés guita sin remordimientos. Lo bueno del asunto es que siempre encontrás alguna que otra perlita y que cuando te vas, lo hacés sintiendo que por un momento el loser es el otro. Te retirás en ganador, con la frente bien en alto, con una sonrisita picaresca de oreja a oreja, repitiendo: ¡cómo lo cagué!, ¡cómo lo cagué!, ¡cómo lo cagué!
La lista de discos que conseguí en esas covachas de mala muerte no es tan extensa. Sin embargo, a pesar de los peores pronósticos, algunas alegrías tuve gracias al descarte de los otros. Los CDs que recuerdo haber comprado son, en orden alfabético: “Sexy Boy” de AIR French Band, grupito francés del que había escuchado un single de promoción en la Médiathèque de l’Alliance Française de Buenos Aires, para el que no juntaba ni fuerzas ni ahorros, el que a pesar de todo vaticinio me cautivó; “Foolish Thing Desire” de Daniel Ash, disco solista del cantante de Love and Rockets y de Tones on Tails, guitarrista de Bauhaus… como diría Robert Forster en sus diez reglas del Rock and Roll: “las grandes bandas no tienen miembros que graban discos solistas”… yo le sumaría: los discos solistas de los miembros de las grandes bandas no siempre son tan geniales como uno desearía que fueran… aunque como fanáticos sigamos apilándolos y atesorándolos, en su inmensa mayoría, no dejarán de ser obras de relleno; “Unstable Friends” de Eric Bernier, Michel F. Côté y Guy Trifiro, trio desconocido… un hallazgo… lo compré solamente porque la imagen de la tapa me provocó cierto deseo de posesión… al escucharlo, me sorprendió, justificó la inversión; “The Beta Band” de The Beta Band, mi amigo el New no dejaba de alabarlos y, finalmente, al conseguir escuchar uno de sus álbumes, entendí que tenía razón, que valía la pena darle bola a estos ignotos escoceses desprejuiciados; “Selmasongs” de Björk, siempre intuí que la música de esta chica me iba a resultar interesante, faltaba decidirme e iniciarme… luego compré unos cuantos más… todos de oferta, como corresponde; “Arizona Dream (Original Motion Picture Soundtrack)” de Goran Bregović, que incluía varios temitas con el capo de Iggy Pop encargándose de las voces… de uno de ellos había visto el video en un hotelucho en París muchos años antes y me había encantado… imprescindible temazo el que grabó la iguana para esta película; “Tour de Charme” de Patricia Kaas, cantante de la que mi mamá me había pedido que le consiguiera algún disco… estimo que lo disfrutó, aunque, a mi humilde entender, mi vieja no tenía muy buen oído… entre nos, era sorda como una tapia; “Khmer” de Nils Petter Molvær, discazo del que te hablé en el capítulo anterior; “The Downward Spiral” de Nine Inch Nails, grupo al que mucha gente alaba pero del yo no sé qué mierda decir… sólo que lo conservé para engrosar mi colección o porque el arte de tapa todavía me parece simpático; “Nevermind” de Nirvana, grupo del que ya hablé en el capítulo CINCUENTA Y UNO y como no encuentro ninguna razón para seguir derrochando palabras tratando de explicar lo inexplicable, permanezco en silencio; “Berlin” de Lou Reed, sin prisa y sin pausa voy tratando de completar la discografía de este brillantemente oscuro neoyorquino… cada vez me faltan menos, no te preocupes; “Hand on the Torch” de US3, al escuchar este disco, no lo resistí y lo di en parte de pago rápidamente por algo que me resultaba más interesante en L’échange, sobre la avenue Mont-Royal est; “The Velvet Underground” de The Velvet Underground, a pesar de no ser uno de mis álbumes preferidos, otra adición a la discografía del viejo Lou que valió la pena… Creo que son todos… aunque puede haber habido alguno más que he olvidado, o que he preferido conservar en el olvido.
Además de discos, he conseguido una buena cantidad de baratijas de interés. Una flauta dulce que, después de muchos años de haberla comprado, le sirvió a mi hijo en el colegio para que la maestra no lo retara por no llevar el instrumento requerido; un pie de micrófono que usé bastante en Montréal pero que vendí porque era demasiado grande para transportarlo hasta Buenos Aires; una interfase MIDI con la que pude sincronizar un sequencer con una máquina de ritmos, con un sampler, con una computadora PowerMacintosh G3, para grabar una canción que llamé “Reflejo”; un micrófono para espías que viene con una pequeña sopapa de goma para pegarlo sobre cualquier teléfono para grabar conversaciones telefónicas con el que grabé algunas guitarras de mi disco “Side Lane”; algunos cables que sigo usando; el libro “L’arrache-cœur” de Boris Vian; un par de lámparas de escritorio – una antigua, la otra moderna – muy bonitas que tuve que abandonar al regresar a vivir en Argentina dado que el voltaje con el que trabajaban aquellos aparatos de iluminación era de 110V, diferente del que se usa en nuestro país; una bicicleta que fue mi medio de locomoción durante los períodos estivales en los que viví en Canada; una variedad de herramientas de corte marca X-ACTO con las que sigo haciendo alguna que otra maqueta de las portadas de los discos de mi sello MAD RIDE RECORDS; el equipo de audio con el que escuché música durante los cinco años y medio en los que viví en el hemisferio norte; un morralcito, no demasiado hippie, que me era muy útil cuando salía a andar en bicicleta, que aún me sigue resultando cómodo cuando salgo a caminar y no quiero llevar nada en la mano... A pesar de todos los gloriosos trastos que conseguí, creo que el que me puso más contento fue uno que me costó tan solo una moneda. A la piba que lo vendía le pregunté con cierta indiferencia cuánto pedía por “eso”, casi desmereciéndolo. Me miró y me dijo que el precio era de dos dólares canadienses porque le faltaban los protectores de espuma para las orejas. Sin dudarlo, le entregué la monedota bicolor de los osos polares en la mano y tomé férreamente sus auriculares con mi mano derecha, la fuerte, para que no se arrepintiera de la operación mientras le explicaba que a un par idéntico que tenía en mi casa le había pasado lo mismo que al suyo y que lo había reparado simplemente cortando un círculo de la medida exacta del auricular de un trozo de pañito amarillo de los que se usan para limpiar la cocina, nuevito, antes de humedecerlo, y que luego lo había cosido al armazón para que el plástico no me lastimara las orejas. La jeta de la mina no tuvo precio. Totalmente desmoralizada, se rindió ante una evidencia que le dejaba más que claro que había desperdiciado un par de auriculares de la marca alemana Sennheiser que seguramente nuevos le habrían costado cerca de los noventa dólares, lo mismo que yo había gastado por aquel par que había logrado reparar sin mucha ciencia – para reutilizarlo sin ningún tipo de inconveniente – con un trapito que se consigue en cualquier tienda, almacén o supermercado por mucho menos que los dos dólares canadienses que yo le había pagado a esta minita por esos increíbles auriculares de la hostia. De los buenos, sin duda alguna. And the winner is… Otra que la del Guasón, mi sonrisa. ¡Ja!