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viernes, 31 de mayo de 2024

CIENTO SETENTA Y DOS

Mi instrumento de elección fue la guitarra. No puedo precisar una razón para justificar esta opción. Quizás el hecho de no haber tenido en mis inicios nada más que dos instrumentos musicales a mi disposición – una armónica de juguete desvencijada, olvidada en algún cajón de mi pieza y una guitarra polvorienta, arrumbada sobre un placard de la casa de mis abuelos – sirva para anticipar una férrea argumentación. Mmmm… No sé. Ni siquiera puedo mencionar ases de la guitarra que hayan influenciado sobre mi decisión. Es cierto que desde mis comienzos como ávido devorador de discografías tuve gran interés por la propuesta sónica de un par de guitarristas que aunque no sean de consumo masivo no dejan de ser mucho más que grossos. Hablo de William Alfred Sergeant – encantador guitarrista de los británicos Echo and the Bunnymen – y de Rowland Stuart Howard – fascinante guitarrista de los australianos Birthday Party. Ambos me acompañan desde mis primeros pasos como consumidor serial de sonidos, como sonívoro empedernido. Entonces, teorizar sobre las razones por las que elegí usar la guitarra como instrumento para crear música, implica un anacronismo inevitable. 

Podría decir que me interesé en la guitarra por el hecho de que uno puede transportar este instrumento sin demasiado esfuerzo para tocar música en fogones o reuniones diversas. Sin embargo, cualquier tipo de expresión que se aproxime aunque sea vagamente al universo de todo lo conocido como “hippie” siempre me ha dado urticaria, alergia, vómitos o ganas de convertirme en un asesino de masas. Podría decir que me interesé en la guitarra por el hecho de que las clavijas pueden ser manipuladas a gusto para crear nuevas sonoridades al tensar o al destensar las cuerdas. Sin embargo, durante muchos años pensé que existía una sola manera de afinar el instrumento: E, A, D, G, B, E. ¿Quoi? Mi, La, Re, Sol, Si, Mi; si preferís. Podría decir que me interesé en la guitarra por el hecho de que uno puede decidir qué calibre de cuerdas usar y cuál será su disposición, optando por utilizar 6 cuerdas idénticas, o tres pares de cuerdas similares, por ejemplo. Sin embargo, nunca se me hubiera ocurrido hacerlo porque los costos de semejante atrevimiento resultaban prohibitivos para mi bolsillo. Podría decir que me interesé en la guitarra por el hecho de que una guitarra eléctrica permite al usuario enchufar el instrumento a una gran variedad de procesadores de sonido con los que se generan ruidos impensables. Sin embargo, en mis comienzos desconocía sobre la existencia de más de uno de estos aparatos y al pensar en efectos de sonido, pensaba solamente en el distorsionador; el resto lo fui descubriendo con los años. Podría decir que me interesé en la guitarra por el hecho de que cada uno puede decidir cómo ejecutar el instrumento, sea con una púa, sea con los dedos, sea con un arco de violín, sea con un slide, sea con un e-bow, sea con una varilla de madera, sea con una barreta de acero, sea con un destornillador, sea con una pinza pico de loro, sea con un taladro, sea con un batidor de crema, sea con un consolador, sea con un ladrillo o con un pedazo de plastilina. Sin embargo, mi dilema inicial radicaba entre aprender a usar los cinco dedos de la mano derecha o usar una púa de algún tipo de plástico. Además, esta segunda opción me tomó tiempo considerarla ya que mi primer profesor de guitarra se negó a hablar de su existencia pues consideraba que tocar con púa era un sacrilegio para todo argentino que llevara en la sangre un poco de zamba, otro de chacarera y algo de tango. Se podrían decir muchas otras cosas más. Sin embargo, a todas esas elucubraciones, a todos esos palabrerios se los lleva el viento. Me tomó bastante tiempo aprender que para concebir un estilo propio y personal cada uno tiene que tocar la guitarra como se le cante el culo. Fijate. Brian May tocaba con una monedita. Jimi Hendrix, con los dientes. Robert Fripp, sentado. Eddie Van Halen, haciendo piruetas y malabares. Tony Iommi, con un par de garfios de menos. Los Sonic Youth, con instrumentos maltrechos y destartalados. Arto Lindsay no se conformaba con no usar la afinación en La 440 Hz sino que, además, parece que hubiera decidido ponerle a su instrumento alambres de púa en lugar de cuerdas. Kurt Cobain, el muerto de Nirvana, tocaba solos usando una sola cuerda. Mark Sandman, el líder de Morphine, se zarpaba y le ponía dos cuerdas a su instrumento. Hay enfermos que le ponen siete u ocho a la guitarra y otros cinco o seis al bajo. Finalmente, hay opciones para todos los gustos.

Vengo de un contexto donde lo habitual era escuchar bandas que tuvieran una guitarra rítmica, una para los solos y un bajo. Como mucho podían sumarle alguna acústica. Lo habitual en ese contexto era lograr diferenciar las partes que ejecutaba cada uno de los instrumentos al escuchar una pieza de música. Lo habitual en ese contexto era que una guitarra sonara como una guitarra, no como un tornado que se transforma en terremoto, no como un tsunami que se transforma en huracán, no como una erupción volcánica que se transforma en diluvio universal, no como un fenómeno antinatural inexplicable, irreconocible. 

Cuando comencé a interesarme por el No Wave neoyorquino, el punto de partida fue Lydia Lunch, quizás por su vínculo con Nick Cave y sus secuaces australianos. Más o menos en el mismo momento conocí a los Lounge Lizards, los que con su visión de vanguardia del jazz me llevaron a escuchar por primera vez la guitarra estropeada de Arto Lindsay. También en aquella época, gracias a una descripción en un catálogo del sello ROIR, incluso me interesé por el despliegue rítmico del saxo de un tal James Chance, James Black o como mierda quisiera llamarse según si se presentaba con su grupo The Contortions, conThe Blacks o con The Flaming Demonics. Sin olvidarme de que además conocí, casi al mismo tiempo, las canciones destartaladas de Sonic Youth. Tiempos de novedades, tiempos de iniciación, tiempos de apertura a nuevos sonidos, tiempos difíciles de olvidar. Todas y cada una de estas propuestas me presentaba un punto de vista particular, diferente y singular. Sin embargo, eso no era todo. Con el correr de los años, me fui enterando de nombres de artistas, de nombres de álbumes, de nombres de sellos, de nombres de estilos, de nombres y más nombres que parecían ser nada más que una serie interminable, infinita, de mitos urbanos concebidos únicamente para hacer desear hasta al más estoico de los sonívoros. Entre aquellos nombres que se barajaban se destacaban D.N.A., Teenage Jesus and the Jerks, Mars, Theoretical Girls. Atando cabos, muchos de ellos reconocían la influencia de un tal Glenn Branca que con su Ensemble ejecutaba sinfonías de su autoría para múltiples guitarras preparadas para dar miedo a cualquier purista del instrumento. Otros, la de Rhys Chatham y sus composiciones para cientos de guitarras eléctricas. En el caso de Branca, mi punto de partida fue “Symphony No. 5 (Describing Planes of an Expanding Hypersphere)”, del que conseguí un ejemplar usado en la disquería Beatnick sobre la rue Saint-Denis, en Montréal. En el de Chatham, comencé con “Die Donnergötter”, una reedición impresa con una bellísima tinta metalizada de color azul del increible sello Radium, subsidiario de Table of the Elements, que conseguí en Cheap Thrills sobre la rue Metcalfe, en Montréal. Ambos discos anunciaban un camino de búsqueda implacable de sonidos tajantemente demoledores. Agarrate de lo que puedas. Atenti con el marcapasos, corre riesgo de descalabrarse. Atenti con la peluca, a ver si se te vuela.