martes, 16 de junio de 2020

VEINTISIETE

Recuerdo que en muchas entrevistas y notas de revistas que leía cuando era adolescente se mencionaba el nombre de un tal Lou Reed y el de un grupo suyo recubierto de cierta mística: Velvet Underground. Nunca tuve ni un vinilo de ninguno de los dos, ni tampoco nadie me hizo copias en casete de ninguno de sus discos, pero, mi amigo Jorge, que aunque vivía a escasas ocho cuadras de mi casa tenía cable a finales de los años 80 (a mi casa llegó recién a mediados de los 90 cuando ya me había aburrido de ver videos) logró grabarme un concierto de Lou Reed en Nueva York que me fascinó. Era un cuarteto de rock básico sin ambiciones escénicas, sin embargo, en este caso, el término “básico” no lo uso de manera peyorativa sino aprovechando la acepción que nos remite a “elemental”, a “fundamental”, a “esencial”. Cuando lo vi por primera vez, comprendí la razón por la cual ese hombre había pasado a un estadio superior y no podía ser juzgado como un común mortal. Estaba más allá de todo de lo que me habían hecho imaginar sobre un “rock and roll star”. Primero, aunque llevaba campera de cuero negra – prenda codiciada por cualquier rockero que se precie, su facha era más la de un camionero que la de un “chanteur de charme”. Además, el lugar donde tocaba se parecía más a una cantina de La Boca que a un bar chic de la Gran Manzana. Por otro lado, los tipos que lo acompañaban, lejos de haberse hecho lookear para dar un concierto, estaban vestidos como si hubieran salido a la esquina a comprar facturas: el baterista, casi un quinceañero, parecía el cadete de alguna empresa de mala muerte, el guitarrista pelado, un cajero de banco, y el bajista negro un pariente lejano y pobre de Lionel Richie. Sin embargo, era la banda de rock perfecta. No sobraba nada, ni faltaba nada: el baterista, en su sobriedad, mantenía el ritmo a la perfección; el bajista no se contentaba con delinear una base que sostenía impecablemente a las canciones sino que además usaba su bajo fretless para agregar unos toques de color que las enaltecían aún más; los juegos entre las guitarras, inmejorables en su austeridad de efectos, solos y cambios de acordes; y la voz, el narrador, el “contador” que me enseñó que se pueden decir cosas emotivas sin emocionarse, que se puede hacer una canción demoledora con solo usar los elementos apropiados, que se puede ser grande sin ser masivo.

Unos años más tarde, creo que fue en 1991, cuando compré mi primera máquina para escuchar CDs, uno de los primeros discos que compré, en Musimundo, fue “Legendary Hearts”, que no solo fue grabado por la misma formación que acompañaba a Lou Reed en este recital sino que contenía muchas de las canciones que allí tocaban. Luego conseguí “The Blue Mask”, que completa esa gran época del neoyorquino. Muchísimos años más tarde, creo que fue en 2018, conseguí en Mercado Libre el DVD de “A Night With Lou Reed” – que casualmente es el recital del que venía hablando – a dos mangos en una disquería de cuarta del barrio porteño de Liniers, cerquita de los comercios de especias de la comunidad boliviana. ¡Impagable!


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