viernes, 11 de septiembre de 2020

CINCUENTA Y OCHO

Estimo que la mayoría de los buceadores de las disquerías under de Buenos Aires han debido toparse con la jeta del dueño de una famosa y duradera tienda de discos, al solicitarle alguno de los títulos en exhibición en el afán de escucharlo para confirmar que se trataba de una música que cumplía con los requisitos necesarios y suficientes como para desembolsar la faraónica suma de billetes que uno debía estar dispuesto a dilapidar para obtener ese placer fugaz, efímero y pasajero que significa comprar un disco nuevo. El problema real se desvelaba cuando finalmente uno se decidía por la negativa y se veía en la inconfortable situación de anunciarle al susodicho que el disco que acababa de escuchar no era de su agrado o interés. En ese instante, a este disquero, al que conocí cuando tenía entre catorce o quince años, se le transfiguraba la expresión y se notaba que debajo de esa cara de orto hacía un esfuerzo sobrehumano para ocultar al asesino serial que quería descuartizarte por no haberle comprado el disquito que le habías pedido de escuchar. Algo muy diferente sucedía cuando el disco era de tu interés y le anunciabas, sacando la billetera, que aunque habías tenido que vender un riñón, estabas dispuesto a pagarle esa suma que sacudiría la economía de cualquier humilde coleccionista. Teniendo conocimiento de las cualidades de este tipejo, rara vez le pedía un disco para escuchar. Sin embargo, un día tomé valor, pues en el anaquel relucía un álbum del que había escuchado hablar, o del que había leído algún comentario, y al ver la foto de la portada estaba casi seguro de que se trataba de un grupo que superaría mis expectativas. Solo necesitaba exponer mis oídos a unos pocos segundos de alguna canción para obtener una confirmación completa. Simplemente, porque en aquella época no me sobraba el dinero y comprar un disco que no me gustara representaba una doble frustración: malgastar el dinero en un álbum no fundamental era perder la posibilidad de acceder a otro que, quizás, lo fuera. Así fue que con mi mejor cara de póker le pedí el segundo álbum de Tindersticks, el de la foto en blanco y negro en la que los flacos están en una sastrería esperando para confeccionarse unos trajes a medida, el que dice el nombre del grupo en celeste. Ese día, como muy pocas otras veces, tuve la dicha de poder ver el rostro de este disquero bipolar brillar por el reflejo de las monedas con las que le pagué un disco que nunca me he arrepentido de haber comprado.


No hay comentarios:

Publicar un comentario