domingo, 13 de septiembre de 2020

SESENTA

No me gustan los discos en vivo. Me molestan los aplausos. Me molestan los interminables solos de batería. Me molesta que se escuchen los coros del público. Generalmente suenan mal y me hacen dudar sobre mis gustos musicales. A veces, cuando escucho una grabación en vivo de un grupo que aprecio, ese álbum me hace sentir que ese artista al que tenía en alta estima cae estrepitosamente en mi valoración y, luego, me lleva mucho tiempo reconciliarme con él. Decidir volver a escuchar nuevamente alguno de sus otros álbumes se me hace difícil y, obviamente, la grabación en vivo la desecho y nunca más vuelvo a escucharla. Es cierto que muchos de esos álbumes duermen en mis repisas para completar mi colección, porque las portadas me parecen lindas, porque el disco contiene alguna canción que no aparece en ningún otro álbum o simplemente porque les guardo cierto cariño. Sin embargo, conservarlos no implica volver a escucharlos.

Con el tiempo, de la mano de mis descubrimientos musicales, me fui dando cuenta de que muchos artistas solo publican grabaciones de sus shows, sobre todo muchos músicos de jazz y de músicas improvisadas. Lo que me hizo comprender que no todas las grabaciones en vivo son prescindibles. 

Hurgando en mi inconsciente, llego a una conclusión: tengo que confesar algo. No es nada grave, sin embargo, temo que haya mentido. Uno de mis discos favoritos, al que he escuchado incansablemente, es “Nighthawks at the Diner” de Tom Waits. Se trata de una grabación en vivo, con muchísimos aplausos.


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