martes, 24 de junio de 2025

CIENTO OCHENTA

Cuando visito una ciudad por primera vez, a veces voy al zoológico, otras alquilo una bicicleta. Trato de moverme como si fuera un habitante más, no un turista. Trato de tomar transporte público, de preferencia colectivo, para poder apreciar las calles, los edificios, los comercios. Para poder vivir la ciudad. Cuando estoy corto de tiempo, uso el subte, pero por lo general, camino. Consigo un plano y trazo recorridos, marco los lugares que voy conociendo y los que quiero conocer, generalmente con lapicera roja. Trato de encontrar librerías y disquerías de usados, d´occasion. Me siento en una plaza a comer algo que compro en un supermercado o en un almacén. Casi nunca me detengo a mirar monumentos, salvo que sean tan grandes que sea inevitable verlos, que sea imposible esquivarlos porque los tenés adelante y te chocás con ellos. A pesar de haber estado relacionado en algún momento de mi vida con las artes visuales, sea porque pinté algún que otro cuadrito, sea porque trabajé diseñando catálogos para exposiciones en galerías de arte, es muy raro que se me ocurra visitar un museo. 

Cuando fui por segunda vez a Madrid, calculo que en el 2008, salí a caminar con la idea de llegar a la estación de trenes de Atocha para comprar unos boletos. Al salir de la estación, no pude evitar toparme con el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía que está justito en frente, cruzando la calle. Decidí pasar a chusmear porque el edificio me pareció simpático. Querían cobrarme entrada por lo que opté por la librería del museo – paseo gratuito e igualmente estimulante. Mirando libros de escritores de lo más desconocidos para mí, encontré una pilita de CDs de artistas igualmente desconocidos. Me puse a mirar las tapas sin demasiadas expectativas. Sin embargo, a pesar de que mi memoria no es exuberante, por suerte es selectiva, sobre todo con lo que tiene que ver con la música. Esto me permitió recordar que el nombre de uno de esos misteriosos grupos lo había visto en una nota sobre los alcances del post-rock que había leído mientras trataba de profundizar en la propuesta del género además de buscar excusas en internet para matar el tiempo durante alguna tarde al pedo en el laburo, mientras nevaba duro y tupido y trataba de no bajonearme. En la portada, se exhibía un nombre peculiar que no termino de decidir si es demasiado tonto o absolutamente inteligente. ¿A quién se le ocurre escribir un número e inmediatamente después, pegadito, sin espacio, agregar en letras el nombre de ese número que ya estamos viendo? Es un genio o es un tarado. Sin embargo, como nombre, funciona porque es recordable, memorizable. Quizás, también simpático. Lo único importante es que la ilustración de la tapa me atrajo, me gustó, me sedujo y me hizo decidir desembolsar unos morlacos para apropiarme del disco “L’Univers” de 12Twelve – grupete catalán de música instrumental – sin haber escuchado previamente ni un solo acorde del álbum. Valiente, kamikaze, osado, arriesgado, imprudente, potentado, desprendido, desacatado, descarriado, loco… vaya uno a saber cuántas otras formas de apodarnos tienen los pobrecitos que no coleccionan discos y que no logran comprender nuestra pasión.


jueves, 12 de junio de 2025

CIENTO SETENTA Y NUEVE

Nunca me gustaron los géneros musicales puros. Cruce. Fusión. Mezcla. Crossover, para los minuciosos. Post-lo-que-sea, para los reiterativos, para los insistentes.

El prefijo “pos”, según el diccionario de la RAE, es la forma simplificada del prefijo de origen latino “post-”, que significa “detrás de” o “después de”; lo que implica claramente posterioridad en el tiempo o en el espacio. Algo que llegó tarde, algo a lo que se le escapó el tren, para los negativos. 

Aunque digan que las segundas partes no son tan buenas como sus predecesoras, habría que dejar muy en claro que prácticamente ninguno de nosotros ha sido expuesto a la versión original, a lo que le dio origen al asunto, que aquello a lo que algunos llaman “el principio de todo” no deja de ser otra de las tantas copias baratas, otra de las tantas ideas de segundamano que andan dando vueltas por ahí. Los que parece que supieran apodan “intertextualidades” al refrito de ideas ajenas sin cuestionar demasiado el grado de plagio que se puede permitir para reconocer la originalidad de una obra. De esta manera, nos queda más que claro que todo lo que se conoce proviene de alguna expresión previa, de algo anterior, de algo que lo hizo germinar. De algo afanado, para los incrédulos. A rigor de verdad – dejémonos de joder – todo debería llevar el prefijo “pos” ya que en una época plagada, infestada de ideas, pensar que alguien pudiera proponer una idea o un concepto completamente nuevos sería un anacronismo o una mera casualidad. Sería de puro culo, para los escépticos.

Sin embargo, no hay que bajonearse. No hace falta que una idea sea completamente nueva para que sea interesante. Pasa lo mismo con las comidas. A pesar de que los ingredientes suelen ser siempre los mismos: alguna que otra carne, alguna que otra verdura, alguna que otra fruta, alguna que otra harina, alguna que otra especia; muchas veces nos sorprende algún manjar sin precedentes gracias a la combinación personal con las cantidades exactas de cada una de las materias primas. 

¿Qué son los colores primarios? Son los tres ó cuatro colores – dependiendo si se trata de los colores luz o de los colores pigmento – a partir de los cuales se pueden obtener todos los demás colores de la escala cromática, según la proporción de cada uno que se agregue a la mezcla. Menos es más, para los fundamentalistas.

Con la literatura pasa algo parecido. Los temas recurrentes son unos pocos: el amor, la muerte, la guerra, la moral, la religión, las relaciones sociales y algún otro que de alguna manera se relaciona con los anteriores. ¿Por qué sería diferente con la música? Hay que aceptar que los elementos que se pueden utilizar son una cantidad limitada de notas, una cantidad limitada de figuras rítmicas, una cantidad limitada de instrumentos, una cantidad limitada de efectos tanto analógicos como digitales y el tan menospreciado silencio. El secreto está en el maridaje de los elementos, para los presumidos, para los pretenciosos, para los petulantes, para los presuntuosos, para los arrogantes, para los engreídos, para los sofisticados… 

Cuando comencé a escuchar música con interés, lo que me sedujo primero fue “post-punk”. Seguramente por la actitud de insubordinación de los grupos del género, por la marcada voluntad de quiebre de aquellos muchachitos descarriados, por la estética ensoñadora de las portadas de los álbumes, por el look que nunca adopté porque aborrecía la idea de que me vincularan con alguna tribu, por los sonidos que marcaban y definían la época, los que finalmente eran lo único relevante cuando me sentaba a escuchar música. Arriba las melodías, para los melómanos.

Más tarde, en un momento de hastío musical, luego de haber cuestionado a unos cuantos géneros y estilos, comencé a fanatizarme con el “post-rock”. Me cautivó la permeabilidad de los que se ponían esa camiseta. En muchos casos ofrecían interpretaciones diferentes de las posibilidades del género. Eso me descolocaba. Ya te conté que mi primer contacto con este mundillo fue gracias a Tortoise – inmenso grupo yanqui sin igual que me introdujo de prepo en las bondades de la música instrumental. Una banda de las más grossas, para los fanáticos empedernidos. Tuve la suerte de conocerlos hace veintipico de años. No me canso de agradecer a los muchachos de Tower Records de Buenos Aires por haber importado toda su discografía. No me canso de agradecer la existencia de este grupo que me fascina. No me canso de escuchar una y otra vez sus discos. Sin embargo, al ser un tipo inquieto, no pude quedarme sólo con mi primer amor y profundicé, con distintas suertes, claro. Demasiado arriesgado, para los conservadores. Demasiado gasto en disquitos, para los amarretes.

En un principio, pensaba que los exponentes de este género musical provenían sobre todo de América del Norte, o de Chicago o de Montréal. Cunas del género, para los estrechos. Al poco tiempo, supe que, en realidad, los pioneros provenían del Reino Unido. Aparentemente un tal Simon Reynolds habría inventado el término “post-rock” al escribir una reseña sobre el disco “Hex” del grupo Bark Psychosis en la revista The Wire en 1994. Las texturas de sonido, sus timbres distintivos que se alejaban de los de un grupo de rock, su costado oscuro, su tono siniestro, su espacialidad épica, los arreglos de ensueño que encaminaban al oyente hacia una delicada melancolía… Todo esto le hizo inventar una forma de definirlo, de encasillarlo para tratar de entenderlo. Poner en evidencia la fórmula, para los pragmático-racionalistas.

Lo que a mí me gusta de este género es la variedad, el vale todo. Lo que en un primer momento de descubrimiento viví como algo imprevisible. Podés esperar lo que sea, pensé. Instrumentos acústicos, instrumentos eléctricos, instrumentos electrónicos. Toneladas de efectos, ningún efecto. Música instrumental, canciones no convencionales. Un abanico de influencias: rock, jazz, electrónica, música contemporánea, música concreta, entre otras. Cada grupo construye su propia visión del asunto. Cada grupo crea su propia versión del género que los aglutina, para los desprejuiciados. 

Evidentemente, rascando un poco, al tratar de descubrir de dónde provenían las ideas de los muchachos de Bark Psychosis, no demoré mucho en descubrir “Spirit of Eden” y “Laughing Stock” de Talk Talk además del disco solista de su cantante Mark Hollis, como influencias irrefutables para los completistas. También los compré, claro. También me gustaron, claro. Sin embargo, sigo buscando y buscando más y más ideas, más y más sonoridades, más y más músicas. Aunque los sonidos provengan de fuentes viejas y conocidas, conservo la esperanza de que algo logrará sorprenderme, de que algo me llevará a ilusionarme con otras músicas aunque estén sostenidas por los viejos pilares de una tradición sonora, de una tradición sónica de la que ninguno de nosotros puede escapar. Para los fatalistas, claro.

viernes, 3 de enero de 2025

CIENTO SETENTA Y OCHO

Las bajas frecuencias me cautivan tanto como las disonancias. Será porque aprendí que son las que sostienen, las que enmarcan el sonido, las que terminan de darle forma al ruido para que lo percibamos como música; será por su costadito sexy que te hace agitar la patita al mismo tiempo que te provoca un movimiento irrefrenable de caderas; será porque estas frecuencias, además de actuar sobre tus tímpanos para que las escuches, se sienten como caricias en todo el cuerpo que exaltan tu corazón, se sienten como masajes de lo más estimulantes. 

Para muchos de los grupos con los que aprendí a escuchar música, el bajo no era tan solo un instrumento de relleno. Era un instrumento cuyo aporte resultaba fundamental para la construcción de cada canción. Era un instrumento sin el cual todo se habría desmoronado. Por esa razón, cuando decidí comenzar a crear mi propia música, supe desde el primer instante que el rol del bajo era irrenunciable. Conocí a pocos bajistas que me volaran la peluca. Muchos de ellos se contentaban con marcar el tempo tocando la tónica de la sucesión de acordes. ¡Error! Para no tener que padecer la mediocridad de esos patéticos imbéciles, no tuve otra salida que aprovecharme de las bondades de un sequencer que me permitía interpretar las líneas de bajo tal y como cada una de mis canciones lo requería además de abrirme la posibilidad de sumarle arreglos de órgano o de piano eléctrico. Un hallazgo. A pesar de haber encontrado una herramienta con la que logré plasmar una gran cantidad de mis ideas musicales, en el momento en el que quise agregarle a mis canciones la imperfección del sonido interpretado a través de distintos materiales supe que necesitaba agregar a mi arsenal un bajo de madera con cuatro cuerdas de metal. Fue así que convoqué a mi amigo Omar Scavone, que detentaba una comprobable experiencia en el uso de la batería, para que tocara el bajo eléctrico en mi nuevo proyecto. Decisión osada, kamikaze, aunque efectiva. Durante varios años, Omar usó el bajo de su esposa. El mismo que ella había tocado en las sesiones de grabación de ASUSTADOS UNIDOS. Un pedazo de madera sin ningún tipo de curva del que sacamos sonidos con mucha onda. Cuando grabamos “Another Journey by Train” de The Cure para el compilado “Concise Pink Pig Atlas: The Whole Cure in the Mirror”, tuvimos la suerte de que Mariano Marcos nos prestara un bajo fretless que había construido con Gabriel Mateos. Omar decidió ponerle cuerdas lisas para tratar de imitar el sonido de Mick Karn en el álbum “The Waking Hour” de Dalis Car. Un acierto enriquecedor que nos acompañó hasta la última canción que grabamos como NO:ID. 

Tuvieron que pasar unos cuantos años más para que pudiera acceder a comprar un bajo gracias al que no tuviera que depender de la caridad de distintas personas que me proporcionaran un instrumento digno. Además de los bajos, evidentemente me gustan las guitarras. Un modelo de guitarra que me hubiera gustado mucho tener en mi colección es ese al que llaman “hollow body”. Son esas que tienen el cuerpo hueco, a las que también llaman “de caja”, como la de B. B. King, ¿viste? He tenido varias guitarras a lo largo de mi vida. En un momento llegué a tener cinco, las que evidentemente no podía tocar al mismo tiempo. Hoy reduje, bajé la cantidad a dos. Un número limitado aunque sensato para el espacio en el que vivo. Se me pasó el cuarto de hora y sé que nunca tendré ni una Fender Jaguar, ni una Fender Jazz Master, ni una guitarra de “caja hueca”. Sin embargo, en Montréal, me desquité y maté dos pájaros de un tiro. Un día de verano, después del laburo, como era mi costumbre, salí a pasear en bicicleta. Aunque el trabajo no era nada grave, era bueno salir con cualquier excusa para relajarse. Decidí enfilar hacia el Vieux-Port para mirar las vidrieras de las tiendas de instrumentos musicales. Steve’s Music Store siempre era el destino predilecto. ¡Ahí sí que tenían de todo! Casi una cuadra de locales conectados entre sí para mostrarte, para ofrecerte el abanico de posibilidades que el ser humano tiene para producir ruidos a los que con el tiempo nos acostumbramos y definimos como música. Sin embargo, ese día, cambié de recorrido y me paré a mirar otra tienda, Jack’s Musique, un poco menos ambiciosa, mucho más pequeñita – justito en la esquina opuesta sobre la misma cuadra de la rue Saint-Antoine ouest, en el número 77 – con muchísimos menos instrumentos para apreciar y mucho más polvo para incentivar cualquier alergia. Instrumentos apilados sin ton ni son. Digna obra de un acumulador serial. Todo esto para no prejuzgar con premura y asegurar que se trataba de un sucucho de mala muerte en el que más de uno no se animaría a entrar bajo ninguna circunstancia, al que podríamos definir con mayor precisión como “el museo del silencio en la música” por ofrecer gran cantidad de instrumentos usados pertenecientes a épocas inmemoriales que evidenciaban no haber estado en actividad desde andá a saber cuándo. Hasta el vendedor parecía haber perdurado en el tiempo gracias a las bondades del formol. Todo olía a naftalina y humedad, a madera vieja y sudor latente, a alfombra sucia y geriátrico, a óxido y WD-40, a grasa añeja pegoteada en cada rincón. Sin embargo, contra todo pronóstico, mis ojos se posaron sobre un instrumento d’occasion, presque neuf, que parecía querer acompañarme en mis andanzas musicales. Pregunté el precio, me respondieron sin meandros. Estaba colgado, pedí que lo bajaran. Lo miré, lo probé. ¡Guau! Tarareé: “bajaremos, incontenibles, hasta donde el diablo pueda olernos”. Prueba de un estado de auténtica felicidad y goce. Tenía una leve melladura, nada grave. Propuse el pago en contante y sonante, me rebajaron el 15% sin chistar – fuera TPS y TVQ, el que pierde es el fisco. Le pedí al vendedor que me lo aguantara hasta que fuera a buscar el billete al guichet. Trato hecho. No demasiado tiempo más tarde, hacía equilibrio en la bicicleta con el manubrio en una mano y un bajo IBANEZ ARTCORE ASB 140 “hollow body” en la otra. ¡Estaba para el Cirque du Soleil! Tuve suerte de no pegarme un palo mientras transitaba por el abarrotado boulevard René-Lévesque est o mientras subía la prolongada pendiente de la rue Amherst hasta llegar a la esquina de la rue Sherbrooke est donde me alojaba y debía finalmente bajar. Todo un logro. 

Como todo tiene que ver con todo. Como no existen las casualidades. Cuando llegué al edificio, como de costumbre, fui a abrir el buzón, abajo en el rez-de-chaussée – la planta baja para los hispanoparlantes, para ver si tenía correspondencia. A esa altura no existía ninguna sorpresa, recibía paquetitos con asiduidad, cotidianamente, casi todos los días. ¿Qué contenían? ¿Pregunta retórica o pregunta boluda? Discos, pibe. ¿Qué más? Resumiendo… Habemus paquetum, exclamé. Al desembalar la pequeña encomienda, no me sorprendió la llegada del álbum en cuestión, pues había sido yo mismo el que lo había encargado en un sitio de internet danés. En esa época me había puesto como meta completar la colección del grupo Sort Sol, que había conocido de nombre por intermedio de Juan Carlos y finalmente había escuchado en una colaboración con Lydia Lunch que apareció en su álbum “Hysterie”. Haber encontrado una tienda virtual en la Dinamarca natal de estos muchachos, procedentes de un país tan fuera del foco del mundillo de la música, me solucionó la faena. Fui comprando uno a uno, a medida de mis posibilidades, los disquitos de estos flacos. Cuando ya me había provisto de cada uno de los títulos de su discografía, descubrí un par de álbumes más de un proyecto paralelo del cantante a los que decidí darles una oportunidad. El primero de los discos del dúo se denomina simplemente “Ginman/Jørgensen”, bajo sendos apellidos de cada uno de los músicos. Ése es el que recibí el mismo día en el que compré mi tan anhelado bajo eléctrico. No hay mucha sorpresa ya que mi vida se puede resumir bajo dos líneas de acción: la compra de algún que otro disco y la compra de algún que otro instrumento musical. Sin embargo, aquí las estrellas se alinearon y con cierto poder de anticipación coincidieron en que ese preciso día, bajo alguna luna que me iluminara, sumara a mi colección de discos un álbum de un ignoto bajista y contrabajista de jazz dinamarqués llamado Lennart Ginman al que quizás sólo la madre conozca, seguramente bajo algún apodo cariñoso y familiar que evidentemente nunca nos será revelado. 

Bajá la ansiedad. ¿Dónde está la gravedad? Nada puede ser tan grave, che.