sábado, 24 de abril de 2021

CIENTO NUEVE

Cuando uno no tiene mucha guita, apuesta por un disco porque la intuición o el olfato le dicen que se arriesgue y si resulta que el disco está más que bueno, es un evento que vale la pena festejar. Si la jugada sale bien en dos oportunidades seguidas, es mucho más que una carambola. Significa que tenés mucha muñeca o mucho más culo que cabeza. No hay punto medio. A mí me pasó algo así cuando revisando las ofertas de Cesar Po, en la esquina de Varela y Rivadavia, vi el disco “Jesus' Blood Never Failed Me Yet” del compositor inglés Gavin Bryars. Si bien es cierto que lo compré porque decía que el viejo Tom Waits interpretaba una canción, también es cierto que el resto del disco podría haberme resultado infumable. No fue el caso. No solo me fascinó la obra sino que, además, fue el compositor que me abrió las puertas a la música contemporánea. Me picó el bichito y cada vez que veo un disco de este genial músico británico no puedo resistir a la tentación y lo sumo a mi colección. Unos trece discos de su autoría en mis estanterías me respaldan. ¿Si compraría más? ¡Obvio!

Como segundo ejemplo de mi sobredimensionada suerte en la compra de discos voy a citar otro CD que compré en la misma disquería de mi barrio de Flores, la que lamentablemente ha bajado su persiana para dejarla oxidándose y que nunca más podamos ver abiertas sus puertas al paraíso. Se me escapa un lagrimón por cada disquería que he visitado y que hoy descansa en paz. No somos nada. Retomo el hilo de mis memorias. Finalmente en Cesar Po compré unos cuantos discos. Fue mi proveedor habitual durante mi adolescencia, cuando daba mis primeros pasos en el mundo del coleccionismo musical. De más grande, creo que no visité tanto el local porque andaba mucho más por los cien barrios porteños y tenía la posibilidad de encontrar nuevas cuevas donde descubrir discos interesantes. Además, lo cierto es que los muchachos de esta disquería emblemática de Flores habían cambiado el rumbo y ya no ofrecían demasiadas novedades sino que se habían dedicado a satisfacer la creciente demanda del público cumbiero y ellos solitos se cavaron la fosa. Nunca supe de nadie que comprara más de dos discos de cumbia. ¿Para qué? Si son todos iguales. En resumen, en la sección de las ofertas, ponían todo aquello que tuviera poco color y poco brillo en la imagen de la portada. Si la tapa era en blanco y negro, estaba condenada. Por suerte, el disco “Urban Urbane” de David J cumplía la pena máxima y estaba marcado con un valor irrisorio, casi regalado. Entre toda la brillantina, las lentejuelas y el raso flúo, esa tapa tan oscura pasaba desapercibida. Estaba en el fondo de la batea, olvidado, escondido, quizás. Imaginate que el público fiestero se hubiera percatado de su existencia. Esos pobres mortales a los que les gusta mover el esqueleto habrían caído en un pozo depresivo irremontable si sus retinas hubieran sido expuestas a semejante representación de las tinieblas. Al final, fue como en el cuentito del patito feo. El que parecía ser el disco más deslucido, menos agraciado de la pila, resultó ser un discazo que por suerte no dejé pasar. Cuando se es sapo de otro pozo, no hay nada que hacer. No se es valorado como se merece y se depende del azar para salir a flote.



viernes, 23 de abril de 2021

CIENTO OCHO

Orilla del mar. Objetos perdidos, olvidados, abandonados. Bajamar, desaparición irrefrenable. La naturaleza captura y engulle todo lo que encuentra a su paso. Intenta lo imposible. Intenta transformar la esencia de la materia cual alquimista empedernido. Se apropia de cosas útiles para los seres vivos y de cosas inútiles también. Basura, desechos. Objetos descartados, dados por inservibles por el ser humano, gran responsable de la proliferación de residuos contaminantes. Turistas distraídos y descuidados, prestadores de servicios desconsiderados. Gentuza que tira todo lo que no le sirve en cualquier sitio, donde se les ocurre sin prestar atención a lo que los rodea. Pleamar. Después de un tiempo, mucho de aquello que el mar ha devorado resurge de entre las olas para ser sepultado en las arenas de la costa marina pues al medio ambiente le resulta imposible extraer algún beneficio de ciertos materiales sintéticos. La naturaleza escupe y descarta lo que no puede aprovechar. Aquello que finalmente es nocivo. 

Siendo un gran caminante y un gran observador de lo que me rodea, en mis salidas para estirar las patas y renovar el aire de mis pulmones, he encontrado una gran cantidad de objetos útiles y funcionales además de otros que requerían reparación. Una vez, vi una mesita de luz de pino en muy buen estado en la vereda. La llevé a mi casa, la pinté de negro mate y la usé durante bastante tiempo para apoyar el equipo de guitarra. Parecían hechos el uno para el otro. Calzaban tan bien apilados que tenían la pinta de una columna de sonido profesional, aunque se trataba de un engendro fatto in casa.

Mi buen amigo Omar sabía que me daba maña arreglando cosas. Un día, me trajo un sensor de los que usaban en Exhibición Atroz con el trigger de su batería. Lo transformé en un micrófono de contacto y lo usamos para grabar la guitarra rítmica de la canción “Rain”. ¡Qué sonido! Como el pelado recordaba aquella hazaña, en otro momento, se apareció con uno de esos órganos italianos con mueble de madera. Se lo había regalado uno de sus amigotes que lo había encontrado arrumbado en un galpón abandonado. Funcionaba cuando se le antojaba, estaba bastante cascoteado y era imprevisible como instrumento musical. En esa época, necesitábamos amplificar el bajo. Lo desarmé y le saqué el parlante de 15" que parecía menos estropeado que el resto del aparato. Sin mucho preámbulo, calé un círculo en la puerta de mi mesita de luz de pino, le atornillé el parlante y le hice las conexiones necesarias para sacar un cable hasta un amplificador que otro amigo nos había prestado. Anduvo perfecto. Fue el sistema de amplificación que usamos para grabar todos los bajos del disco “Silence” de NO:ID. Le decíamos el “bajo mesada”. Un éxito para el sonido lo-fi y para la filosofía Do It Yourself que defendíamos a ultranza en nuestro grupo. Sobre todo porque no teníamos un mango para comprar otros instrumentos, claro.

En uno de mis paseos por las playas de la ciudad balnearia de Pinamar encontré otro objeto que me ilusionó. Algo que imaginé que contribuiría con mis ansias de experimentación sonora, siempre y cuando funcionara. Era un día horrible, en el mes de marzo, cuando la mayoría de los turistas ya han retomado sus quehaceres cotidianos y uno se siente en un pueblo fantasma cuando deambula por la costa verde. Caminaba cerca del único boliche bailable de la zona y decidí atravesar el lote del estacionamiento, calculo que para encontrar un lugar para mear. Tené en cuenta que el viento en el bajo vientre acelera las necesidades fisiológicas y que el chiflete era intenso. Salí por una zona en la que apilaban los tachos de basura y por el olor nauseabundo se notaba que aún contenían gran cantidad de desperdicios. Cierran y dejan todo como quedó después de la última fiestecita. Una mugre, bah. Al bajar del médano, distinguí una forma inusual, artificial, que surgía de entre la arena y los matorrales. Mi curiosidad me llevó a levantar esa cosa gris topo y, para mi sorpresa, era un micrófono de radio-taxi. Lleno de arena, bastante oxidado y con el cable cortado. Aparentemente arruinado, fuera de servicio. Lo sacudí, lo metí en la mochila y seguí mi camino. Al regresar a mi estimado barrio de Flores en el corazón de mi Buenos Aires querido, lo limpié a conciencia, lijé algunos contactos, soldé algunos cables y, para mi asombro, funcionaba. Debo reconocer que a pesar de que este nuevo artefacto lo usamos para grabar arreglos de varias canciones de “Silence”, resulta imposible usarlo para lograr un sonido pulcro, pulido, de alta definición. Te invito a escuchar el riff de guitarra en la canción “Fire”, el estribillo de “Flower” o los coros de “Palestina” para que te deleites con la participación de este aparatejo. Como ya te habrás dado cuenta, la prolijidad y la pulcritud no me preocupan demasiado y continúo usándolo en las grabaciones de todos mis proyectos. Me siento especialmente orgulloso del sonido que logro al combinar este micrófono maltrecho para grabar guitarras podridas y reventadas cuando uso el Pignose. Sin embargo, también lo uso para grabar trompetas, melódicas, latas, tachos y todo aquello que quiera ensuciar un poco más. No te olvides que lo encontré descansando al lado de un contenedor de basura. Descartado. Dándolo por difunto.




jueves, 22 de abril de 2021

CIENTO SIETE

Mmmmm... Amistad... ¿Cómo definís a un amigo? ¿Un amigo es aquel que busca la forma de moldearte a su antojo o el que te ayuda a desarrollar tu personalidad, a identificar tus preferencias y tus gustos? ¿Es aquel que pretende arrastrarte de las narices hacia sus elecciones o el que te presenta opciones para que elijas la que más te plazca, la que más te represente? ¿Cómo construís una amistad? ¿Mediante obligaciones? ¿Mediante la tortura? Con mucha vergüenza, tengo que admitir que durante largo tiempo dejé que me torturaran. Cedí ante el mandato de ciertos amigos que no dejaban de hacerme escuchar a Yes, Genesis, Jethro Tull y a otros de la misma calaña hasta que, cual autómata retardado, no podía dejar de repetir “don't kill the whales, don't kill the whales, don't kill the whales”. Si bien es cierto que me molesta que se anden matando ballenas por ahí, más me molesta parecer un mamerto loopeado que no puede dejar de repetir una canción que no le gusta ni un poquito. Además, como si no hubiera sido suficiente, me arrastraron para ir a dos recitales. El primero, de unos imitadores argentos del Genesis de la época de Peter Gabriel que se hacían llamar Rael. Una superproducción sin sangre. El otro, de uno de los exponentes porteños del rock sinfónico de la época. Unos tirados que no valían ni dos mangos. Lamentablemente, este tormento dejó cicatrices indelebles y tan profundas en mí que lograron que llegara a pensar que el género musical que se conoce como música progresiva no valía la pena ser explorado. Tristemente, me equivocaba. Estaba confundido. Una pena. Cayeron en la misma bolsa artistas que quizás me habrían interesado y que podría haber disfrutado desde mucho antes. Para el gusto de un adolescente que comenzaba a mostrar una marcada predilección por el caos, estuve mal asesorado, mal influenciado, mal informado. Desde muy joven empecé a interesarme por las anomalías, por la ruptura. Por las gratas expresiones deformantes que no se alinean con lo que el vox populi espera y acepta. Me atraía aquel que trazaba su propio camino, aquel que buscaba su propia voz, aquel que se alejaba de las tendencias, aquel que estaba al margen. No me importaba adular a los músicos por sus habilidades en el despliegue de eternos solos con los que solamente demostraban que artritis no tenían. Lo que me cautivaba en la interpretación musical era lo inusual, lo diferente, lo visceral; aunque a veces no se siguiera del todo lo aprobado por la mayoría. Me gustaban los que trataban de explorar nuevos campos, los que experimentaban. Mis amigos les decían “los raros”. ¿Mis amigos? Tengo que admitir que a esa gente dejé de verla hace más de veinticinco años, tiempo en el que tuve la suerte de conocer muchísima música “rara”, “deforme” y “ruidosa”. Creo que fue a principios de los años '90, cuando comencé a frecuentar el parque Rivadavia, que un flaco que se llama Roberto, que supo entender lo que yo buscaba en la música, me dijo: “la música progresiva no es solo eso que te hicieron escuchar, hay otros artistas que proponen algo más cercano a lo que a vos escuchás y te pueden gustar”. Él me sugirió que fuera a ver a Peter Hammill. Acepté la recomendación y lo hice, cuatro veces. Él me sugirió que escuchara alguno de sus discos. Acepté la recomendación y lo hice, tengo toda su discografía, desde sus discos solistas hasta los que ha grabado con Van der Graaf Generator, pasando por algunas colaboraciones de relevancia. De más está decir que estoy atento para no perderme ningún disco nuevo que publique. También me sugirió que escuchara “Exposure” de Robert Fripp. Acepté la recomendación y hoy tengo dos ediciones diferentes del álbum que incluyen las tres versiones existentes del primer disco solista del guitarrista. A King Crimson, aunque él también me lo recomendó en aquella época, lo escuché por primera vez un poco más tarde en la casa de Omar. No recuerdo si el pelado tenía “THRAK” o “VROOOM”. ¡Me encantó! Luego, me tenté y conseguí la trilogía “Discipline”, “Beat”, “Three of a Perfect Pair” en Musimundo y comprendí que había tenido un mal comienzo con este género musical. Que había estado demasiado mal asesorado. Un traspié tiene cualquiera.

martes, 6 de abril de 2021

CIENTO SEIS

Muchas veces he pensado que a pesar de que me gusta que los discos de mi colección estén en buenas condiciones, sin ningún tipo de mancha ni huella dactilar, ni ajados, ni sobados, ni deteriorados, ni estropeados, ni deslucidos, impolutos, inmaculados, lo que más se acerque a nuevitos, encontrar un disco que me sorprenda en una tienda de usados resulta muy enriquecedor. Finalmente, es un hallazgo inesperado. Encargar cualquier disco nuevo a través de catálogos o de sitios de internet nunca alcanzará el mismo nivel de emoción, el mismo nivel de satisfacción, el mismo nivel de asombro, que provoca el descubrimiento de un disco no buscado. Por suerte, varias veces me tiré a la pileta, compré un álbum, un simple, por algún mandato desconocido y tuve la grata sorpresa de encontrar música más que interesante. Muchos dirán: intuición, percepción, visión, clarividencia, perspicacia, presentimiento, corazonada o pálpito. Yo digo: muchos años comprando discos, algo de olfato y un poco de buena suerte. En la época en la que estuve más seco, económicamente hablando, supe aprovechar mis años de experiencia, mi talento innato de la observación y mi enorme culo para no clavarme con ningún disco de esos de los que uno se arrepiente de haber comprado aunque le hayan costado dos mangos. Además, estas habilidades me sirvieron para hacerme de unos cuantos disquitos de interés que, además, me dejaron la puerta entreabierta y la expectativa al máximo para que cuando tuve cierta holganza económica buscara más álbumes de esos artistas. Tal es el caso de “Spanish Dance Troupe” de los Gorky’s Zygotic Mynci, de la banda de sonido “The End of Violence” de Ry Cooder y de “Rings Around the World” de los Super Furry Animals. El primero, la tentación llegó por la ilustración de la portada y no me defraudó. El segundo, lo compré suponiendo que Tom Waits participaba en alguna canción. No me equivocaba, sin embargo, el que había conseguido era el disco de la música instrumental y, a decir verdad, no estaba nada mal. Más tarde, me desquité y compré el de las canciones de la película en el que, efectivamente, había una canción del viejo Tom además de otras que me gustaron bastante. El tercero, no puedo mentir y decir que lo compré sin idea alguna sobre lo que me esperaba al escuchar a esos muchachitos galeses. Unos cuantos años antes, había visitado España y con las últimas monedas que me quedaban compré dos revistas de música en el aeropuerto de Barajas. Un número de Rock Sound que traía un CD y otro de RockdeLux con un casete con diez temas recientes de diez artistas del sello británico Creation. Entre esas canciones estaba “Chupacabras” del segundo álbum de estos pibes. Tan corta como para que no haga falta más tiempo para darse cuenta de que es genial. Tan divertida como para tomarla absolutamente en serio. Tan ganchera como para cantarla sin necesitar entender ni una palabra de lo que dicen. Tan bailable como para hacerle mover la patita hasta a un rengo. Ta-ta-ta-tan... Ta-ta-ta-tan... Ta-ta. Ta-ta. Ta-ta-ta-tan... 

lunes, 5 de abril de 2021

CIENTO CINCO

Este disco no lo compré por la imagen de la portada. Lo compré porque la caja plástica es de un azul opaco muy llamativo, algo que nunca antes había visto. Además, trae pegada una etiqueta en forma de “+”, bastante vistosa también, sobre la que han impreso cierta información acerca del álbum: nombre del proyecto, título, logo del sello discográfico, código de barras y textos legales, lo usual. Sin embargo, ninguna pista sobre el género musical del disco. Demasiada intriga. En lo que siempre imaginé como la contratapa – aunque no estoy tan seguro de poder afirmar que lo sea – han decidido incluir una imagen que sigue embarrando la cancha. No hay nada que invite a fantasear sobre el tipo de sonidos que contiene el disco. Resumiendo, no tenía ni idea de lo que se trataba “Positive” de Grassy Knoll. De muy poco me hubiera servido tratar de analizar la foto medio movida de un pibe en cuero, de espaldas frente a una casa de la que no se adivina ningún detalle relevante. Diseño de autor, quizás. La semiología de la imagen de Roland Barthes te la metés por el culo pues adivino que la única explicación que debe haber dado el director de arte de este proyecto fue: porque se me cantó. Evidentemente, habrá adornado su discurso en defensa de su trabajo con excusas posmodernas vacías de sentido que marean al que las escucha para hacerle pensar que si no entendió nada de nada, seguramente, debe haberse tratado de algún argumento bien fundamentado y, en una de esas, inteligente. ¡Patrañas! No le creas a nadie que intente explicarte su obra. Si no entendés el mensaje de una, significa que no hay mensaje. Si tenés que darle mil vueltas, te quieren empaquetar. Buscan justificarse a toda costa, a como dé lugar, tratando de hacerte quedar como un boludo minusválido porque no lográs comprender su obra, porque es de avanzada, porque está más allá de tu comprensión. Si no te dice nada, no hay nada de qué preocuparse. No es la muerte de nadie, no dice nada y listo. Olvidate. Como tantas otras veces, no le busqué ningún sentido oculto. Me dejé seducir por ese objeto, que finalmente es bastante lindo, y, además, por su precio que era bastante barato. Con el tiempo compré un par de discos más de estos tipos que han pasado sin pena ni gloria por mi equipo de música. A decir verdad, lo único memorable que ofrece esta banda es la cajita de su segundo álbum y la banda elástica – con el nombre del grupo impreso – que impedía que se abriera el digipack de la primera versión de su tercer disco. Lindo objeto también. Lo tuve en mis manos en la disquería Cheap Thrills, en la calle Metcalfe, en Montréal. Como ya tenía la versión en cajita acrílica y, lamentablemente, la música, que a pesar de ofrecer cierto groove electrónico, no lograba moverme ni un solo pelo, opté por devolverlo al cajón de las ofertas pensando que aunque estaba marcado con una etiqueta de cinco dólares canadienses, solamente me lo hubiera llevado solapadamente escondido entre las capas de las ropas que me protegían del frío invernal del hemisferio norte y poniendo los pies en polvorosa. 

domingo, 4 de abril de 2021

CIENTO CUATRO

Muchos dirán que se trata de una música mal parida, electrónicamente concebida, poco sanguínea, artificial, sin vida propia pues extrae y se apropia de sonidos, frases, ritmos o melodías de grabaciones de otros artistas, para algunos grandes y con mayúsculas, sin embargo, cuando escuché este disco de este género que muchos presentan como future jazz, debo admitir que me cayó bien. Recuerdo que lo compré en El Ateneo de la avenida Santa Fe. Hacía poco que habían instalado ese local. Finalmente, pasé a conocerlo y recorrerlo como más de un turista curioso que cae en Buenos Aires y no puede resistir a la tentación de visitar este hermosísimo edificio. No importa lo que vendan, subir por sus escaleras, mirar para abajo desde los que otrora fueran los palcos del teatro Grand Splendid, te transporta. Recuperado, en parte conservado, aunque adaptado a su nueva función de local comercial en el que funciona una librería que ha sabido aprovechar el encanto de la arquitectura original del edificio para asegurarse cierta afluencia de visitantes semanales llevados de las narices por los city tours que se ofrecen en nuestra ciudad capital. Todavía no ofrecían una gran selección de discos, pero cuando vi la tapa de “Tourist” de St Germain hubo algo que llamó mi atención. Quizás la imagen entre antigua y otoñal, quizás los colores que mucho no decían y generaban cierto misterio y electricidad al contrastar con la fotografía difusa, quizás la escueta información de la contratapa con la que se anticipaba que, a pesar de tratarse de un disco publicado por el emblemático sello de jazz Blue Note, presentaba una propuesta bastante distinta de la que los fans del género hubieran esperado. No puedo asegurar cuál de las especulaciones anteriores me llevó a decidirme a comprar este disco, lo cierto es que, sin escucharlo, me lo llevé para casa. Como he dicho antes, me gustó la música que ofrecía este francesito, más DJ que jazzman, más productor que intérprete. Poco importa, pues es un disco con cierta búsqueda creativa, a pesar de los palazos que quieran darle. Con el tiempo, fui encontrando otros de los álbumes publicados por el flaco, aunque tengo que admitir que no lograron cautivarme como éste, el primero que escuché. Cuando ya estaba decidido a no comprar ninguno más de los discos de este muchacho, entramos en la disquería Zival’s de Corrientes y Callao con mi hijo y, mientras le mostraba las tapas de algunos discos de jazz que tenía ganas de comprar, me señaló otro en la batea con la foto de la jeta de un hombre demasiado pálido para ser de carne y hueso, demasiado detallado para ser un maniquí, que surge de una duna, de una capa de arena que lo mantiene a medio enterrar. Con sus siete añitos, me dijo que le gustaba esa imagen y que quería comprarlo porque seguramente era un disco con buena música. Le hice caso y lo compré, porque se trataba de una edición nacional y no resultaba demasiado onerosa. Tantas veces he comprado discos porque me gustaba la tapa que no fui capaz de cortarle la inspiración a mi pibe. Aunque no deposité demasiadas expectativas en esta nueva adquisición para la colección, como es muy difícil decidirse a desmoronar la ilusión de un niño, me abstuve de emitir comentario alguno, pelé la tarjeta de crédito y nos fuimos para casa. Lo escuchamos. Él, mucha pelota no le dio. Yo, confirmé que serán mis últimos morlacos destinados a este artista. Tant pis.

sábado, 27 de marzo de 2021

CIENTO TRES

Sin prisa y sin pausa, me fui interesando cada vez más por la música instrumental. Será porque cada vez me costaba más encontrar un cantante que cumpliera ciertos requisitos como para complacer a mis exigentes oídos. Será porque no encontraba uno que igualara, o superara, a los que ya me gustaban y respetaba. Será porque cuando uno va creciendo, o envejeciendo, como prefieras definirlo, se va dando cuenta de que no es necesario agotar la palabra para expresar algo, que hay otras formas de expresión menos claras, más esquivas, menos directas, que demandan un poco más de vuelo para poder disfrutarlas, que ofrecen tantos puntos de vista para valorarlas como personas que decidan dedicarles su atención, finalmente, menos digeridas de antemano y muchas veces más enriquecedoras. Abrir caminos. Ofrecer aquello que ni siquiera va a ser recibido de la misma manera en la que lo imaginamos. Que sorprenda a cada nueva inmersión. A cada nueva escucha. Eso es lo que empezó a interesarme de la música instrumental. Como si no tuviera ningún límite, ninguna atadura. Como si pudiera permitirse explayarse porque no tiene que estar al servicio de una letra, de un poema, de una poesía, acompañando a una voz que le indica el camino. Como si los instrumentos al recuperar la libertad pudieran empezar a buscar otros rumbos, nuevas direcciones, y estuvieran habilitados para sorprender. Hace rato que no me tiento con ningún cantautor nuevo. Es cierto que continúo apreciando a algunos de los que en mi historia personal ya pasaron a ser clásicos, aunque, de tanto en tanto voy perdiendo alguno y no hago mucho esfuerzo por recuperarlo. Pero eso te lo cuento otro día. Hoy quería, evidentemente, referirme a un grupo de música instrumental. Más precisamente de jazz, o algo similar, porque estos tipos son reacios a las clasificaciones. No porque lo hayan dicho expresamente, sino porque es lo que me han hecho sentir al ir escuchando sus discos, los que evolucionan y cambian para sorprenderme y deleitarme como oyente avezado. La primera vez que escuché uno de sus discos fue gracias a Omar o, mejor dicho, gracias a un amigo suyo que le regaló el álbum “Combustication” para su cumpleaños. Como el flaco en cuestión trabajaba en una agencia de publicidad y se autodefinía como “creativo publicitario”, tengo que admitir que entró con la pata izquierda y mi prejuicio – mi desprecio – por esa gentuza con ínfulas de visionario, de iluminado, sabelotodo casi hacen que me pierda la posibilidad de conocer un grupazo. Lo cierto es que unos días después del cumpleaños, cuando ya se me había pasado la mufa, le pedí a Omar que trajera el disco negro con las letritas caladas a uno de nuestros ensayos sabáticos y tengo que admitir que disfruté muchísimo de la propuesta de Medeski Martin & Wood. Tanto que, poquito a poco, fui comprando sus discos. Me faltan algunos. Las rarezas, esos por los que tenés que vender algún órgano, alguna hermana o algo peor. No hace falta, ya tengo suficientes. Además, soy hijo único.



viernes, 26 de marzo de 2021

CIENTO DOS

Otra forma de conocer nuevos valores – al menos para mí – de la lengua francesa se presentó cuando mi vieja se decidió a instalar la televisión por cable en su casa. En TV5, el canal francés, no solo pasan videoclips de algunas novedades sino que ofrecen unos cuantos programas en los que se presentan artistas en vivo. Tocando solos, con banda o simplemente haciendo playback. Lo importante es que empecé a tener acceso a un sinnúmero de opciones, a veces interesantes, otras no tanto, la mayoría para el olvido. Así fue como escuché por primera vez al cantante belga Arno Hintjens interpretando “Les yeux de ma mère” acompañado por un pianista y unos cuantos vasos de whisky. Como el tipo no era franchute, en la Alianza Francesa no había material. Además, a veces canta en inglés y otras en flamand. Lo que debe herir un poco el ego de los francos. A mi no me importó porque el tipo tenía onda y me gustó. El problema era que el acceso a sus discos no resultaba sencillo para un sudaca pobre y subempleado. El azar, la suerte o el culo más grande que la cabeza, se hizo presente cuando mi amigo Cristian – que tiene extremada facilidad, o habilidad, para conocer gente nueva – se hizo amigo de un belga que le regaló no solo dos discos de Arno solista sino, además, un compilado de su anterior grupo TC Matic, con el que seguramente le pasaba el trapo a más de un grupete con ínfulas de punkito redomado del comienzo de la década del ochenta. Según leí muchos años más tarde en una entrevista, Arno se negó a tocar con Public Image Ltd. porque no quería que el nombre de su grupo apareciera más pequeño, en segundo plano, en el cartel de un festival en el que el viejo Johnny Rotten quería ser la vedette. Arno se empacó y se fue con su música a otra parte. Bien hecho. Convicción y valores ante todo. Con los años fui consiguiendo cada uno de sus discos y fui apreciándolo cada vez más. Frontal y con onda. No se avergüenza de usar medias agujereadas, ni de tener un acento particular cuando canta “à la française”, ni de haber olvidado consultar el Bescherelle para conjugar los verbos en sus canciones. Producción cuantiosa, calidad impecable, música con garra, un tipo con las bolas bien puestas que merece mucho respeto. No solo los yankis o los británicos tienen derecho a hacerte mover la patita. He dicho.


jueves, 25 de marzo de 2021

CIENTO UNO

En una época en la que estaba bastante seco y no podía comprar casi ningún disco, acepté el desafío de escuchar cualquier CD que se me acercara. Al final, no fue tan mala idea porque me abrí y me permití conocer artistas a los que de otra forma no les hubiera dado pelota. No porque no fueran interesantes, sino porque todos sabemos que los prejuicios musicales nos acompañan y nos atraviesan desde el primer disco que compramos. Algunos aseguran solo escuchar la primera época de tal grupo, porque todavía no se había vendido. Otros, poseídos por la mística de algún sello en particular, solo escuchan los álbumes publicados a través de susodicha compañía. Algunos quieren que la música sea violenta y descarnada, sino les parece demasiado comercial. Otros, no toleran la más mínima síncopa porque perciben todo fuera de tempo y que la estructura se les derrumba; tampoco toleran la más leve disonancia porque sienten que se está traicionando a las escalas que con tanta precisión establecen las relaciones entre nota y nota. Algunos, eligen la música que escuchan por el look o la manera de vestirse de los que la interpretan. Otros, porque fue recomendada y bien criticada por algún especialista, por algún periodista de espectáculos o por algún tipo que logra influenciarlos. Algunos leen notas en las que el músico de su predilección menciona cuáles han sido sus principales influencias, toman nota y allí van, a la pesca del material que supuestamente les revelará cómo el tipo encontró la inspiración para escribir las canciones que a ellos tanto les fascinan. Otros, se encajonan en un género que les hace sentir cierto confort, o que les anula el deseo, porque lo que menos buscan es algo que los sorprenda, y se eternizan escuchando incansablemente los mismos sonidos que los hipnotizan y los dejan en estado catatónico. Bueno, el hecho es que mi vieja, después de muchos años, retomó sus estudios de francés en la Alianza Francesa y tenía acceso a la Médiathèque, donde había una gran cantidad de discos y podía tomar en préstamo un par por semana. Creo que si no escuché todos los que tenían, le pasé cerca. Con el tiempo, la lista de lo que me movilizaba se acotó y los artistas que permanecieron en la órbita de mis intereses son unos pocos y pueden ser contados con los dedos de alguna de mis dos manos. Entre ellos está Alain Bashung, del que en ese entonces pude escuchar “Novice”. Ese disco no solo despertó en mí cierto interés por este cantante francés, sino que, además, me hizo recordar que unos años antes había visto el video de una canción que me había gustado mientras miraba la tele en un hotel de París. Más tarde supe, relacionando las imágenes que había visto en los afiches de promoción que estaban pegados en el “métro” de la capital francesa con las tapas de los discos de este tipo que se trataba de la canción “La nuit je mens” del álbum “Fantaisie militaire”. Muchos años más tarde lo conseguí nuevo, de oferta, en la disquería Archambault, en la esquina de Ste-Catherine est y Berri, en Montréal. Obviamente, estaba muy contento. Sin embargo, antes de ponerlo en el equipo, aunque se trataba de un disco que tenía ganas de comprar, nunca habría adivinado que estaba a punto de escuchar un disco del que no podría desprenderme jamás. 



miércoles, 24 de marzo de 2021

CIEN

Algún sábado por la noche en el que estaba al pedo en mi casa y no tenía nada mejor que hacer que mirar la televisión, me enganché con un programa que presentaba Boy Olmi en ATC que según Wikipedia se llamaba “El otro cine”. En otras épocas, en el canal 7, más o menos en el mismo horario, pasaban “Función Privada”, programa que también veía con frecuencia. No solo por las películas, que solían ser interesantes, sino también porque muchas otras opciones nunca hubo en la televisión por aire. Finalmente, aquel sábado en cuestión pasaron una película de un director griego llamada “Eternity and a Day”, que de alguna manera me movilizó. Trabajaba el actor alemán Bruno Ganz, al que ya conocía por su participación en “Las alas del deseo” de Win Wenders. La propuesta era diferente. El ambiente, el clima, de la película eran marcadamente europeos, aunque con un aire de ensoñación o fantasía que cautivaba. Elementos que me gustan, que me caen bien. Mientras la película avanzaba, la música me hipnotizaba. Ofrecía sonoridades a las que no había sido expuesto hasta ese momento. Aunque se tratara de instrumentos clásicos reconocibles y se percibiera un aire de música contemporánea, esta música poseía la capacidad de avivar emociones en lugar de proponer exploraciones metafísicas de esas que intentan relacionar forzadamente sonidos e intelecto. Era una música exquisita que más tarde supe que había sido escrita por una pianista griega que se llama Eleni Karaindrou. Encontré el disco por casualidad en el Tower de la calle Florida. Lo reconocí por la foto de la tapa porque no se me había ocurrido tomar nota del nombre de la película mientras la miraba. Craso error, aunque subsanado por el azar. ¡Gracias! Lo interesante de esta compra no es solo que este fue el primer CD del sello alemán ECM que incluí en mi colección, sino que entre los diez discos que decidí llevar a Montréal cuando viajé para instalarme allí, estaba esta banda de sonido. En relativamente poco tiempo, esta música se hizo indispensable para mí. Hoy, siento que esta mujer escribe una música exquisita. Además, cuando la interpreta, acaricia el piano como nadie para que ese bellísimo sonido nos deleite acompañando melodías que podrían haber sido escritas ayer, hoy o mañana. Se trata de una música eterna que perdurará, que conservará todo su valor aún cuando con algún antiguo piano oxidado, destartalado y desvencijado se intentara recuperar, reproducir, su cadencia para hacer vibrar sus cuerdas y nuestro espíritu.