martes, 29 de junio de 2021

CIENTO QUINCE

Mi relación con los bateristas siempre ha sido distante. Miento. Con uno de ellos mantuve una relación muy cercana durante una gran cantidad de años. Sin embargo, debo aclarar que durante todo el tiempo en el que hicimos música juntos, Omar, a pesar de ser un eximio baterista y percusionista, rara vez golpeó algún parche. Primero, en el proyecto ASUSTADOS UNIDOS decidió cantar y tocar la guitarra. Más tarde, en el proyecto NO:ID. se vio casi obligado a tocar el bajo porque no queríamos tener que transportar demasiados trastos cada vez que hiciéramos un recital. Una batería es imposible de trasladar en colectivo, en cambio, un bajo abulta menos. Finalmente, para nuestras grabaciones, no pudo evitar dar algunos golpes. Golpes a los botones de la máquina de ritmos, golpes a alguna caja de cartón, golpes a algún pedazo de plástico o golpes a algún objeto de metal. Elementos con los que reemplazamos, sin mucha reflexión previa, a las percusiones afinadas que ofrecen las tiendas de instrumentos musicales. Los resultados han sido diversos, lo admito. Debo confesar que desde mis primeros pasos por la música, preferí las máquinas de ritmos a los bateristas de carne y hueso. No voy a mentir. No tiene que ver con una voluntad de explorar nuevos sonidos, de fusionar nuevas tecnologías con instrumentos tradicionales. La explicación es una sola. Este tipo de instrumentos tienen no solo un botón "start/stop" y otro "on/off", sino que además cuentan con un control de volumen, elementos muy convenientes cuando querés apagarlos o simplemente silenciarlos. Lamentablemente, los bateristas humanos no se consiguen con este tipo de botones o perillas y, por desgracia, generalmente es difícil lograr que hagan silencio cuando la canción lo requiere, que no golpeen demasiado fuerte los platillos, que dejen de golpear lo que tengan a mano en cada momento de su existencia. Pareciera que para ser baterista fuera condición sine qua non ser hiperquinético. Por todas esas razones que acabo de mencionar, uso máquinas de ritmos. He usado dos. Una ROLAND TR-707, con la que grabé todos los discos de MUTANTES MELANCÓLICOS, y una BOSS DR-660, que compré con la indemnización que me dieron en el diario Metro cuando cerró y nos rajaron a todos. Esta maquinita me acompañó a Montréal. La usé para componer algunas canciones que he ido reversionando y grabando durante estos últimos años además de otras que nunca nadie escuchará mientras que me quede vida para impedirlo. La primera máquina, la vendí hace rato. La segunda, está juntando polvo en un estante porque ahora prefiero usar otro tipo de sonidos menos precisos, más primitivos, en mis grabaciones. Des-evolución, le dicen. Evolución degenerativa, le decían. Evolución degenerada, corrijo.

https://mad-ride-records.bandcamp.com/track/reflejo

lunes, 28 de junio de 2021

CIENTO CATORCE

Tantas veces le dije a mi vieja durante mi adolescencia “éste va a ser el último” mientras le pedía unos mangos para comprarme algún disquito que había visto en Abraxas al salir de la escuela secundaria que saber que uno de los últimos CDs que compré en Buenos Aires antes de ir a vivir a Montréal lo hice precisamente en esa disquería me da escalofríos. Recuerdo que mi amigo Cristian me había prestado “Casanova”. Yo había conseguido “A Short Album About Love”. Resultado: había encontrado un grupo que empezaba a movilizarme como para procurarme algunos títulos más. Un día pasé por Abraxas después de una breve ausencia por la zona y distinguí “Liberation”, también de Divine Comedy, en el mismo y preciso sitio en el que recordaba haberlo visto la última vez que había pasado por allí. Haciendo memoria, recordé que conservaba ese lugar desde hacía varios años. En esa misma esquinita. Inmóvil. Esperándome encajado entre las varillitas de aluminio que recorrían desde las paredes del local hasta las vidrieras, seguramente desde que había sido habilitado. ¿Quién sabe? Quizás, ya estaban allí desde antes de que existiera la tienda de discos. Incluso desde antes de que existiera la Galería 5ta Avenida de la avenida Santa Fe. Era como si ese lugar hubiera estado reservado para ese único título. Extravagante o demencial, el tiempo dirá. A pesar de todo, lo compré. No solo porque tenía ganas de hacerlo sino porque siempre me sentí intimidado por la punzante mirada del dueño. A penas pasabas más de cinco segundos con la vista posada sobre un disco, parecía exigirte la compra pues podrías haberlo ojeado. Sin duda, otro de los tantos personajes con los que uno ha debido toparse en la búsqueda de discos en nuestra querida ciudad de Buenos Aires.

Muchos años más tarde, al regresar de Canadá, no tuve mejor idea que tratar de retomar viejos hábitos y pasé a visitar la susodicha disquería. Tené en cuenta que desde la última vez que estuve ahí habían pasado más de cinco años y medio, quizás hasta un poquito más. Lo primero que me impactó fue el déjà-senti de un áspero olor a humedad mezclado con olor a cemento de contacto viejo, reseco, y olor a alfombras roñosas que me transportaron a mi adolescencia, cuando aún buscaba vinilos de algún que otro grupete dark. Quizás hasta alguna pulga vieja que anidaba allí desde los años ´80 me reconoció y volvió a picarme para confirmar nuestra amistad. Una ternurita de alimaña. El segundo impacto fue una sensación de déjà-fait que me invadió mientras recorría con mi miraba las mismas paredes forradas de discos sostenidos por las mismas varillitas de aluminio de las que tenía un recuerdo bien grabado en mi memoria. Aunque quizás, habían perdido un poco de su brillo original. Paredes que había recorrido con mi mirada una y mil veces en tiempos pasados. En tiempos en los que la mirada todavía estaba adquiriendo experiencia, en los que se juzgaban otras cosas. Lo que me impactó en un tercer lugar fue una mezcla de un déjà-vu y un déjà-vécu que, como un cachetazo, me hizo volver al aquí y ahora confirmándome que lo que estaba viendo, efectivamente, ya había estado delante de mis ojos en alguna otra oportunidad, que ese instante se asemejaba peligrosamente a otros que había vivido otrora y que no se trataba de ningún trastorno neuronal que me estuviera afectando. Nada había cambiado en ese sitio y me sentí aterrorizado. Tantas nuevas experiencias había tenido en los últimos años, tantas cosas nuevas había visto y vivido que encontrarme en un punto del universo en el que el tiempo pareciera no haber seguido su curso natural, me dio claustrofobia. Para colmo de males, ese día, el dueño de la disquería estaba atendiendo. Como no le hice ninguna pregunta sobre ningún disco ni me detuve demasiado sobre ninguna tapa en particular, pensé, ilusamente, que saldría airoso de ese lugar. Craso error. El tipo se acordaba de mí y me preguntó si yo había sido cliente suyo. Además, me dijo que hacía mucho que no me veía. Lo cual era totalmente cierto. Le expliqué lo de mi estadía en Canadá, brevemente. Luego, sinteticé mi regreso a la Argentina en un magro “llegué hace una semana”. Mucho que decirle no tenía. Amigos, nunca fuimos. Siempre fue una relación comercial la que mantuve con esa persona. Es más, nunca supe su nombre. Seguramente, él tampoco el mío. Sin embargo, el comerciante, en su soberbia, sintió la necesidad de hacerse el simpático, de esbozar una sonrisa, que yo veía por primera vez en mi vida, y me dijo: “volvés a Buenos Aires y no podés dejar de visitar la mejor disquería de la ciudad”. No ha existido momento más desalentador en mi vida de coleccionista de discos. Fui a visitar una disquería de la que guardaba un buen recuerdo, a la que tenía en alta estima desde mis tiempos mozos, y salí con la cabeza gacha, abatido por la realidad de haber vuelto a ver después de una ponchada de años los mismos discos de los mismos artistas en el mismo lugarcito de la pared. Como pienso que la música es necesariamente movimiento, la inmovilidad que experimenté en ese momento y en ese lugar, la sentí como el peor flagelo para este arte que nos permite que el sonido y el ritmo se expandan por el éter sin restricciones, sin límites. Como te podrás imaginar, nunca más volví a sentir la necesidad de pisar esa tienda de discos. Magister dixit. 

sábado, 29 de mayo de 2021

CIENTO TRECE

Ya te he contado que soy un incondicional seguidor de Lydia Lunch. Gracias a ella, conocí a artistas de la talla de J.G. Thirlwell, alias Foetus (en un sinnúmero de variantes que ni él debe recordar), entre otros. Aunque los discos de este australiano llegaron un poco más tarde a mi colección, la semilla fue plantada con “Stinkfist”, un EP en el que el pelirrojo firma como Clint Ruin, otro de sus tantos seudónimos. Sí, leíste bien, un EP. En algún momento, mi amigo Nacho trató de hacerme entrar en razón para que no continuara acumulando ni singles, ni EPs. Por suerte, no logró convencerme de dejar este hábito. ¡Me encantan estos dos formatos! Permiten plasmar ideas sin necesidad de estirarlas como chicle para completar la duración de un álbum. Son el puñetazo que te descoloca. Son la muestra que te deja con ganas de un poco más. Algunos artistas despliegan algunas de las ideas con que experimentaron en los EPs en álbumes posteriores, otros tiran la piedra y esconden la mano. Si no siguiera comprando discos en estos formatos, me perdería de una enorme cantidad de magníficas producciones de la señora Lunch, por ejemplo. La norteamericana suele lanzarnos un proyecto a la cara y suele sorprendernos. Lamentablemente, como por general convoca distintos músicos para cada sesión de grabación, nos ha dejado en más de una oportunidad rogando que no dejara de explorar el camino que había empezado a recorrer. Rara vez lo ha hecho. No la juzgo. Al final, este formato permite, obliga, a los artistas a conservar la llama creativa, a continuar innovando, a no estancarse. Esta mujer ha hecho eso durante toda su carrera y yo la aplaudo de pie. También aplaudo la existencia de estos dos formatos denostados por su corta duración. Entiendo que la economía de nuestro estimado país nos lleve a contar cada moneda. Entiendo que cuando uno paga por un disco la suma equivalente a lo que gasta para alimentarse durante un par de semanas espere que el disco esté repleto de música. Un CD con al menos 60′. Un vinilo con al menos 45′. Como los EPs rara vez llegan a los 30′, salen perdiendo. Ni te cuento los singles que a duras penas llegan a los 10′. A pesar de eso, yo estoy convencido de que los que más perdemos somos nosotros, los coleccionistas. Cada vez es más difícil ver que los sellos publiquen en estos dos formatos. Cuando son producciones de tres o cuatro temas, nos empoman con una edición digital en todas las plataformas habidas y por haber y, al final, nos quedamos sin nada entre las manos. Con un disco menos para atesorar en nuestros estantes. Imaginate si “Interpretations, Issue 1: ShrunkenMan” de TheThe hubiera aparecido en esta época de descargas digitales, no existiría. A quién se le ocurriría fabricar e imprimir un disco en el que el artista en cuestión solo presenta una canción de su autoría. Aunque el disco contenga cuatro pistas, cuatro versiones, solo en la primera nuestro estimado Matt Johnson interpreta su canción con su banda. Las otras tres versiones son interpretadas libremente, reformuladas, por tres artistas diferentes. Poco y nada de TheThe. Sin embargo, es un disco genial, es una obra genial, y nos la habríamos perdido. Si no hubiera comprado este EP, no habría accedido por primera vez a una grabación de Foetus sin acompañar a nadie más. No habría escuchado a John Parish como solista. Tampoco habría conocido al grupo belga DAAU. Muy triste. Imaginate: si no existieran los EPs, no tendrías la posibilidad de disfrutar de mi obra “Cuenta”, grabada en una semana mientras los muchachos de mi grupo NO:ID. se encontraban de vacaciones. Si no existiera este formato, no me habría abierto a la posibilidad de experimentar con algunas ideas que enriquecieron mi producción musical de ahí en más. Al haberme permitido explorar nuevos caminos, tanto técnicos como compositivos, logré traer aire fresco para mis proyectos. Estoy convencido de que este EP, que contiene solo cuatro canciones, ha provocado un cambio de paradigma en mi forma de escribir, interpretar y grabar música. Me ha permitido animarme a incluir sonidos inesperados. Me ha permitido animarme a usar lo que tenga a la mano para hacer un poco de ruido. Me ha permitido animarme a dejar de incluir instrumentos musicales. Me ha permitido, finalmente, comprender que menos es más.

https://mad-ride-records.bandcamp.com/album/cuenta


viernes, 28 de mayo de 2021

CIENTO DOCE

Ya sabés que soy un seguidor empedernido de Rowland S. Howard. También sabés que Tom Waits es una de mis más grandes debilidades. Imaginate cuando me enteré de que These Immortal Souls, la banda del guitarrista australiano, aparecía haciendo una versión de “You Can’t Unring a Bell” en el compilado “Step Right Up (The Songs of Tom Waits)”. Salí corriendo a buscarlo por todos lados. Recuerdo que lo conseguí en Rock’N Freud, por casualidad. La verdad es que no iba casi nunca a esa disquería. Quedaba muy lejos de mi casa. Muy trasmano. No sé cómo se me ocurrió darme una vuelta por ahí. Quizás era mi última opción. Finalmente, tuve suerte. Hoy, viendo las cosas desde otra perspectiva, a pesar de lo que he disfrutado al escuchar esa y otras canciones reinterpretadas por tipos que me han cautivado, empecé a percibir a estos discos un tanto innecesarios. Me gustan, claro que sí. Sin embargo, siento como si se aprovecharan de nosotros cuando lanzan este tipo de álbumes. Si bien es cierto que yo lo busqué, que yo decidí comprarlo y nadie me obligó formalmente; también es cierto que cuando un artista que te gusta publica material nuevo, inédito, retrabajado o con alguna mejora técnica que te llama la atención, una fuerza inexplicable te tironea y te hace cometer el atropello de comprar algún disquito que de haberte agarrado fresco y con todas las luces, quizás no se te ocurría ni mirarlo. Lo que saben los marketineros de las compañías discográficas son dos cosas bien simples: la carne es débil y es muy difícil que la gente apasionada logre evitar actuar por impulso. No sé qué te pasa a vos, pero cuando encuentro algún álbum que me llama la atención, me ciego y toda la mesura que suelo desplegar en todos los otros ámbitos de mi vida cotidiana, súbitamente desaparece y dejo de tener control sobre mis manos que manotean la billetera, sacan la tarjeta de crédito y sácate. En un acto reflejo irreprimible e irrefrenable, en un santiamén, soy poseedor de un nuevo CD para mi colección. Qué se le va a hacer. Para algunos, será la bebida, la timba, los burros, las minas, los fierros, la joda, el afano, la adrenalina y las experiencias extremas; para otros, las creencias religiosas, las prácticas místicas o los psicofármacos. Para mí, es comprar discos. Eso me da satisfacciones infinitas, inexplicables, muchas veces  incomprensibles. Porque en definitiva, más allá de que la tapa de un disco tenga una terminación impecable, tanto desde su diseño como desde su fabricación, cuando uno compra un disco está comprando algo intangible. El disco lo llevás hasta tu casa, claro que sí. Sin embargo, cuando lo hacés reproducir por el equipo de audio, aunque te pongas a leer los créditos en el librito, los nombres de los temas en la contratapa; aunque te pongas a ver las fotos de la portada o reflexiones sobre el título del álbum, de lo que en realidad estás disfrutando es de la música, de los sonidos, de los ritmos, de las melodías, de las armonías, de todos conceptos abstractos que nunca lograrías poseer entre tus manos si no fuera por la existencia de los distintos medios y soportes que se han ido utilizando desde el siglo XIX: los discos de pasta, los de vinilo, las cintas de magnetofónicas de todo tipo, los 8-Track, los casetes, los VHS, los LaserDiscs los CDs, los MiniDiscs, los DATs, los DVDs, hasta los pendrives y memorias de computadora. Todos inventos que se han diseñado para intentar contener aquello que es más escurridizo que el agua, más esquivo que cualquier gas. Aquello que se escapa, que es incontenible, que rebota aquí y allá sin permanecer en ninguna parte, que logra eludir cualquier intento por atraparlo, por retenerlo. Finalmente, el sonido se desplaza a través del éter en plena libertad, evadiéndose de todos los vanos intentos por poseerlo. Dicha posesión no es más que una ilusión. ¿Será por esta razón que la música despierta tanto interés en mí? ¿Será que con el tiempo me he dado cuenta de que nuestra libertad no es más que un artificio? ¿Será que percibo a la música como la máxima expresión posible de libertad a la que se puede anhelar?

jueves, 27 de mayo de 2021

CIENTO ONCE

La desgracia de escuchar discos de homenaje, o de tributo, o cualquier otro tipo de compilado es que tenés muchísimas posibilidades de descubrir algún artista que despierte cierta atracción en tu alma de melómano y que te haga caer en la tentación de indagar y profundizar un poco en su carrera discográfica. Cuando te pica el bichito es difícil escapar al impulso de comprar algunos discos y, lamentablemente, no hay billetera que aguante. He caído más de una vez en la trampa al comprar este tipo de discos. Recuerdo que en un momento en el que tenía la billetera cargada se me ocurrió encargar en Oíd Mortales “Aux suivant(s) : Hommage à Jacques Brel” y “Les oiseaux de passage” un tributo a Georges Brassens. Dos incunables de la chanson française de los que ya había escuchado varios discos en los que ellos mismos interpretaban sus propias canciones. Ambos interesantes, aunque Brassens, con su cadencia hipnótica, lograba que mis párpados se entregaran sin ofrecer demasiada resistencia y que al ratito de haber puesto el disco me quedara dormidísimo. Si bien es cierto que estos dos discos los compré por mi devoción a los Têtes Raides, de los que intentaba atesorar cada uno de sus discos, me sirvieron para conocer a Bénabar y a Weepers Circus, además de seguir alimentando mi interés por Alain Bashung, Arno, Arthur H y Yann Tiersen, artistas que ya me habían hecho caer en sus redes aunque por aquel entonces no había tenido la posibilidad de explayarme en sus discografías. No reniego de la existencia de este tipo de discos, pero termino sintiéndome un poco abusado porque finalmente nunca encontrás más que un solo tema interpretado por el artista que te invitó a comprar el álbum y siempre te quedás con las ganas de un poquito más. En algún punto, todos los fans hemos caído una y otra vez en la misma trampa y, por desgracia para todos, como a las compañías discográficas no se les ha ocurrido ninguna idea mejor para seguir sosteniendo la industria de la música y expandir sus horizontes, asistimos a la decadencia y el ocaso de un estilo de vida que a muchos nos ha marcado el rumbo desde nuestra adolescencia. Cada vez quedamos menos devotos dispuestos a entregar nuestros billetitos por tales migajas como un par de cancioncitas inéditas o versiones remezcladas de algún clásico olvidado. Cada vez quedamos menos fieles a este estilo de vida en el que la música sostiene nuestro imaginario como un pilar inquebrantable. Cada vez quedamos menos insensatos que no dejamos pasar un día sin mirar discos para comprar, sedientos de nuevos sonidos, hambrientos de completar alguna de las discografías de nuestra colección. Cada vez quedamos menos. Cada día que pasa siento que la llama se extingue, siento que quedan pocas brasitas para mantenerla viva, siento que algunos cerdos ambiciosos han cometido errores irreparables. Veo desaparecer disquería tras disquería y en las que van quedando la falta de interés generalizado del consumidor se refleja en las bateas entre vacías y deslucidas. Se me escapa un lagrimón. Mi universo agoniza.



miércoles, 26 de mayo de 2021

CIENTO DIEZ

Conocí la música de este novelista, dramaturgo, poeta, músico de jazz, ingeniero, periodista y traductor de nacionalidad francesa gracias al programa “Cha Cha Cha” de Alfredo Casero. La usaban de cortina en la presentación, pero no recuerdo que en aquel momento haya leído los créditos como para enterarme de la identidad del autor de la canción. Conocí finalmente el nombre de este tipo cuando mi vieja me trajo de la Alianza Francesa “Boris Vian chante Boris Vian”. Un compilado con muchos de sus clásicos y mientras lo escuchaba, casi llegando al final del disco, apareció “Mozart avec nous” y la reconocí inmediatamente: era la canción del programa del gordo Casero. La verdad es que la obra de este francés no me cautivó de inmediato. Quizás porque mis conocimientos de la lengua francesa en aquella época eran bastante básicos, austeros, y la gracia de la música de Vian está en sus textos, los que comprendía vagamente, a duras penas, casi nada. Quizás porque su música tenía un sonido muy lejano, muy de otra época, que no me movilizaba demasiado y me parecía que sonaba mal. A pesar de todo, escuché el CD de principio a fin, aunque sin pena ni gloria.

Pasaron muchos años, ya vivía en Montréal, mi francés había mejorado a pasos agigantados, cuando encontré en una venta de garage, “L’arrache-cœur”, bastante maltrecho y ajado pero la módica suma de dos dólares canadienses que pedía su dueña original fue lo que me tentó para comprarlo. Así fue como comencé a interesarme por Boris Vian. No tanto por su música, sino por su obra literaria. Luego conseguí la novela “L’écume des jours”, que no leí sino unos cuantos años más tarde porque cada vez que la empezaba algo me impedía continuar, me desconcentraba y tenía que recomenzar desde la primera página. También conseguí una linda versión de “Le loup-garou”, de tapa dura y con una ilustración muy bonita en la sobrecubierta. Sin embargo, las obras que me terminaron de enganchar fueron las que firmó bajo su seudónimo Vernon Sullivan: “J’irai cracher sur vos tombes”, “Les morts ont tous la même peau” y “Et on tuera tous les affreux”. Me encantaron y me hicieron comprender su sarcasmo, sus juegos de palabras, su malabares con los textos y las rimas, su ironía punzante. Solo cuando estuve preparado para seguirle el tren, pude regresar a sus canciones y apreciarlas de la manera en que me imagino que el tipo las concibió: sin prejuicios y mofándose de todo.




sábado, 24 de abril de 2021

CIENTO NUEVE

Cuando uno no tiene mucha guita, apuesta por un disco porque la intuición o el olfato le dicen que se arriesgue y si resulta que el disco está más que bueno, es un evento que vale la pena festejar. Si la jugada sale bien en dos oportunidades seguidas, es mucho más que una carambola. Significa que tenés mucha muñeca o mucho más culo que cabeza. No hay punto medio. A mí me pasó algo así cuando revisando las ofertas de Cesar Po, en la esquina de Varela y Rivadavia, vi el disco “Jesus' Blood Never Failed Me Yet” del compositor inglés Gavin Bryars. Si bien es cierto que lo compré porque decía que el viejo Tom Waits interpretaba una canción, también es cierto que el resto del disco podría haberme resultado infumable. No fue el caso. No solo me fascinó la obra sino que, además, fue el compositor que me abrió las puertas a la música contemporánea. Me picó el bichito y cada vez que veo un disco de este genial músico británico no puedo resistir a la tentación y lo sumo a mi colección. Unos trece discos de su autoría en mis estanterías me respaldan. ¿Si compraría más? ¡Obvio!

Como segundo ejemplo de mi sobredimensionada suerte en la compra de discos voy a citar otro CD que compré en la misma disquería de mi barrio de Flores, la que lamentablemente ha bajado su persiana para dejarla oxidándose y que nunca más podamos ver abiertas sus puertas al paraíso. Se me escapa un lagrimón por cada disquería que he visitado y que hoy descansa en paz. No somos nada. Retomo el hilo de mis memorias. Finalmente en Cesar Po compré unos cuantos discos. Fue mi proveedor habitual durante mi adolescencia, cuando daba mis primeros pasos en el mundo del coleccionismo musical. De más grande, creo que no visité tanto el local porque andaba mucho más por los cien barrios porteños y tenía la posibilidad de encontrar nuevas cuevas donde descubrir discos interesantes. Además, lo cierto es que los muchachos de esta disquería emblemática de Flores habían cambiado el rumbo y ya no ofrecían demasiadas novedades sino que se habían dedicado a satisfacer la creciente demanda del público cumbiero y ellos solitos se cavaron la fosa. Nunca supe de nadie que comprara más de dos discos de cumbia. ¿Para qué? Si son todos iguales. En resumen, en la sección de las ofertas, ponían todo aquello que tuviera poco color y poco brillo en la imagen de la portada. Si la tapa era en blanco y negro, estaba condenada. Por suerte, el disco “Urban Urbane” de David J cumplía la pena máxima y estaba marcado con un valor irrisorio, casi regalado. Entre toda la brillantina, las lentejuelas y el raso flúo, esa tapa tan oscura pasaba desapercibida. Estaba en el fondo de la batea, olvidado, escondido, quizás. Imaginate que el público fiestero se hubiera percatado de su existencia. Esos pobres mortales a los que les gusta mover el esqueleto habrían caído en un pozo depresivo irremontable si sus retinas hubieran sido expuestas a semejante representación de las tinieblas. Al final, fue como en el cuentito del patito feo. El que parecía ser el disco más deslucido, menos agraciado de la pila, resultó ser un discazo que por suerte no dejé pasar. Cuando se es sapo de otro pozo, no hay nada que hacer. No se es valorado como se merece y se depende del azar para salir a flote.



viernes, 23 de abril de 2021

CIENTO OCHO

Orilla del mar. Objetos perdidos, olvidados, abandonados. Bajamar, desaparición irrefrenable. La naturaleza captura y engulle todo lo que encuentra a su paso. Intenta lo imposible. Intenta transformar la esencia de la materia cual alquimista empedernido. Se apropia de cosas útiles para los seres vivos y de cosas inútiles también. Basura, desechos. Objetos descartados, dados por inservibles por el ser humano, gran responsable de la proliferación de residuos contaminantes. Turistas distraídos y descuidados, prestadores de servicios desconsiderados. Gentuza que tira todo lo que no le sirve en cualquier sitio, donde se les ocurre sin prestar atención a lo que los rodea. Pleamar. Después de un tiempo, mucho de aquello que el mar ha devorado resurge de entre las olas para ser sepultado en las arenas de la costa marina pues al medio ambiente le resulta imposible extraer algún beneficio de ciertos materiales sintéticos. La naturaleza escupe y descarta lo que no puede aprovechar. Aquello que finalmente es nocivo. 

Siendo un gran caminante y un gran observador de lo que me rodea, en mis salidas para estirar las patas y renovar el aire de mis pulmones, he encontrado una gran cantidad de objetos útiles y funcionales además de otros que requerían reparación. Una vez, vi una mesita de luz de pino en muy buen estado en la vereda. La llevé a mi casa, la pinté de negro mate y la usé durante bastante tiempo para apoyar el equipo de guitarra. Parecían hechos el uno para el otro. Calzaban tan bien apilados que tenían la pinta de una columna de sonido profesional, aunque se trataba de un engendro fatto in casa.

Mi buen amigo Omar sabía que me daba maña arreglando cosas. Un día, me trajo un sensor de los que usaban en Exhibición Atroz con el trigger de su batería. Lo transformé en un micrófono de contacto y lo usamos para grabar la guitarra rítmica de la canción “Rain”. ¡Qué sonido! Como el pelado recordaba aquella hazaña, en otro momento, se apareció con uno de esos órganos italianos con mueble de madera. Se lo había regalado uno de sus amigotes que lo había encontrado arrumbado en un galpón abandonado. Funcionaba cuando se le antojaba, estaba bastante cascoteado y era imprevisible como instrumento musical. En esa época, necesitábamos amplificar el bajo. Lo desarmé y le saqué el parlante de 15" que parecía menos estropeado que el resto del aparato. Sin mucho preámbulo, calé un círculo en la puerta de mi mesita de luz de pino, le atornillé el parlante y le hice las conexiones necesarias para sacar un cable hasta un amplificador que otro amigo nos había prestado. Anduvo perfecto. Fue el sistema de amplificación que usamos para grabar todos los bajos del disco “Silence” de NO:ID. Le decíamos el “bajo mesada”. Un éxito para el sonido lo-fi y para la filosofía Do It Yourself que defendíamos a ultranza en nuestro grupo. Sobre todo porque no teníamos un mango para comprar otros instrumentos, claro.

En uno de mis paseos por las playas de la ciudad balnearia de Pinamar encontré otro objeto que me ilusionó. Algo que imaginé que contribuiría con mis ansias de experimentación sonora, siempre y cuando funcionara. Era un día horrible, en el mes de marzo, cuando la mayoría de los turistas ya han retomado sus quehaceres cotidianos y uno se siente en un pueblo fantasma cuando deambula por la costa verde. Caminaba cerca del único boliche bailable de la zona y decidí atravesar el lote del estacionamiento, calculo que para encontrar un lugar para mear. Tené en cuenta que el viento en el bajo vientre acelera las necesidades fisiológicas y que el chiflete era intenso. Salí por una zona en la que apilaban los tachos de basura y por el olor nauseabundo se notaba que aún contenían gran cantidad de desperdicios. Cierran y dejan todo como quedó después de la última fiestecita. Una mugre, bah. Al bajar del médano, distinguí una forma inusual, artificial, que surgía de entre la arena y los matorrales. Mi curiosidad me llevó a levantar esa cosa gris topo y, para mi sorpresa, era un micrófono de radio-taxi. Lleno de arena, bastante oxidado y con el cable cortado. Aparentemente arruinado, fuera de servicio. Lo sacudí, lo metí en la mochila y seguí mi camino. Al regresar a mi estimado barrio de Flores en el corazón de mi Buenos Aires querido, lo limpié a conciencia, lijé algunos contactos, soldé algunos cables y, para mi asombro, funcionaba. Debo reconocer que a pesar de que este nuevo artefacto lo usamos para grabar arreglos de varias canciones de “Silence”, resulta imposible usarlo para lograr un sonido pulcro, pulido, de alta definición. Te invito a escuchar el riff de guitarra en la canción “Fire”, el estribillo de “Flower” o los coros de “Palestina” para que te deleites con la participación de este aparatejo. Como ya te habrás dado cuenta, la prolijidad y la pulcritud no me preocupan demasiado y continúo usándolo en las grabaciones de todos mis proyectos. Me siento especialmente orgulloso del sonido que logro al combinar este micrófono maltrecho para grabar guitarras podridas y reventadas cuando uso el Pignose. Sin embargo, también lo uso para grabar trompetas, melódicas, latas, tachos y todo aquello que quiera ensuciar un poco más. No te olvides que lo encontré descansando al lado de un contenedor de basura. Descartado. Dándolo por difunto.




jueves, 22 de abril de 2021

CIENTO SIETE

Mmmmm... Amistad... ¿Cómo definís a un amigo? ¿Un amigo es aquel que busca la forma de moldearte a su antojo o el que te ayuda a desarrollar tu personalidad, a identificar tus preferencias y tus gustos? ¿Es aquel que pretende arrastrarte de las narices hacia sus elecciones o el que te presenta opciones para que elijas la que más te plazca, la que más te represente? ¿Cómo construís una amistad? ¿Mediante obligaciones? ¿Mediante la tortura? Con mucha vergüenza, tengo que admitir que durante largo tiempo dejé que me torturaran. Cedí ante el mandato de ciertos amigos que no dejaban de hacerme escuchar a Yes, Genesis, Jethro Tull y a otros de la misma calaña hasta que, cual autómata retardado, no podía dejar de repetir “don't kill the whales, don't kill the whales, don't kill the whales”. Si bien es cierto que me molesta que se anden matando ballenas por ahí, más me molesta parecer un mamerto loopeado que no puede dejar de repetir una canción que no le gusta ni un poquito. Además, como si no hubiera sido suficiente, me arrastraron para ir a dos recitales. El primero, de unos imitadores argentos del Genesis de la época de Peter Gabriel que se hacían llamar Rael. Una superproducción sin sangre. El otro, de uno de los exponentes porteños del rock sinfónico de la época. Unos tirados que no valían ni dos mangos. Lamentablemente, este tormento dejó cicatrices indelebles y tan profundas en mí que lograron que llegara a pensar que el género musical que se conoce como música progresiva no valía la pena ser explorado. Tristemente, me equivocaba. Estaba confundido. Una pena. Cayeron en la misma bolsa artistas que quizás me habrían interesado y que podría haber disfrutado desde mucho antes. Para el gusto de un adolescente que comenzaba a mostrar una marcada predilección por el caos, estuve mal asesorado, mal influenciado, mal informado. Desde muy joven empecé a interesarme por las anomalías, por la ruptura. Por las gratas expresiones deformantes que no se alinean con lo que el vox populi espera y acepta. Me atraía aquel que trazaba su propio camino, aquel que buscaba su propia voz, aquel que se alejaba de las tendencias, aquel que estaba al margen. No me importaba adular a los músicos por sus habilidades en el despliegue de eternos solos con los que solamente demostraban que artritis no tenían. Lo que me cautivaba en la interpretación musical era lo inusual, lo diferente, lo visceral; aunque a veces no se siguiera del todo lo aprobado por la mayoría. Me gustaban los que trataban de explorar nuevos campos, los que experimentaban. Mis amigos les decían “los raros”. ¿Mis amigos? Tengo que admitir que a esa gente dejé de verla hace más de veinticinco años, tiempo en el que tuve la suerte de conocer muchísima música “rara”, “deforme” y “ruidosa”. Creo que fue a principios de los años '90, cuando comencé a frecuentar el parque Rivadavia, que un flaco que se llama Roberto, que supo entender lo que yo buscaba en la música, me dijo: “la música progresiva no es solo eso que te hicieron escuchar, hay otros artistas que proponen algo más cercano a lo que a vos escuchás y te pueden gustar”. Él me sugirió que fuera a ver a Peter Hammill. Acepté la recomendación y lo hice, cuatro veces. Él me sugirió que escuchara alguno de sus discos. Acepté la recomendación y lo hice, tengo toda su discografía, desde sus discos solistas hasta los que ha grabado con Van der Graaf Generator, pasando por algunas colaboraciones de relevancia. De más está decir que estoy atento para no perderme ningún disco nuevo que publique. También me sugirió que escuchara “Exposure” de Robert Fripp. Acepté la recomendación y hoy tengo dos ediciones diferentes del álbum que incluyen las tres versiones existentes del primer disco solista del guitarrista. A King Crimson, aunque él también me lo recomendó en aquella época, lo escuché por primera vez un poco más tarde en la casa de Omar. No recuerdo si el pelado tenía “THRAK” o “VROOOM”. ¡Me encantó! Luego, me tenté y conseguí la trilogía “Discipline”, “Beat”, “Three of a Perfect Pair” en Musimundo y comprendí que había tenido un mal comienzo con este género musical. Que había estado demasiado mal asesorado. Un traspié tiene cualquiera.

martes, 6 de abril de 2021

CIENTO SEIS

Muchas veces he pensado que a pesar de que me gusta que los discos de mi colección estén en buenas condiciones, sin ningún tipo de mancha ni huella dactilar, ni ajados, ni sobados, ni deteriorados, ni estropeados, ni deslucidos, impolutos, inmaculados, lo que más se acerque a nuevitos, encontrar un disco que me sorprenda en una tienda de usados resulta muy enriquecedor. Finalmente, es un hallazgo inesperado. Encargar cualquier disco nuevo a través de catálogos o de sitios de internet nunca alcanzará el mismo nivel de emoción, el mismo nivel de satisfacción, el mismo nivel de asombro, que provoca el descubrimiento de un disco no buscado. Por suerte, varias veces me tiré a la pileta, compré un álbum, un simple, por algún mandato desconocido y tuve la grata sorpresa de encontrar música más que interesante. Muchos dirán: intuición, percepción, visión, clarividencia, perspicacia, presentimiento, corazonada o pálpito. Yo digo: muchos años comprando discos, algo de olfato y un poco de buena suerte. En la época en la que estuve más seco, económicamente hablando, supe aprovechar mis años de experiencia, mi talento innato de la observación y mi enorme culo para no clavarme con ningún disco de esos de los que uno se arrepiente de haber comprado aunque le hayan costado dos mangos. Además, estas habilidades me sirvieron para hacerme de unos cuantos disquitos de interés que, además, me dejaron la puerta entreabierta y la expectativa al máximo para que cuando tuve cierta holganza económica buscara más álbumes de esos artistas. Tal es el caso de “Spanish Dance Troupe” de los Gorky’s Zygotic Mynci, de la banda de sonido “The End of Violence” de Ry Cooder y de “Rings Around the World” de los Super Furry Animals. El primero, la tentación llegó por la ilustración de la portada y no me defraudó. El segundo, lo compré suponiendo que Tom Waits participaba en alguna canción. No me equivocaba, sin embargo, el que había conseguido era el disco de la música instrumental y, a decir verdad, no estaba nada mal. Más tarde, me desquité y compré el de las canciones de la película en el que, efectivamente, había una canción del viejo Tom además de otras que me gustaron bastante. El tercero, no puedo mentir y decir que lo compré sin idea alguna sobre lo que me esperaba al escuchar a esos muchachitos galeses. Unos cuantos años antes, había visitado España y con las últimas monedas que me quedaban compré dos revistas de música en el aeropuerto de Barajas. Un número de Rock Sound que traía un CD y otro de RockdeLux con un casete con diez temas recientes de diez artistas del sello británico Creation. Entre esas canciones estaba “Chupacabras” del segundo álbum de estos pibes. Tan corta como para que no haga falta más tiempo para darse cuenta de que es genial. Tan divertida como para tomarla absolutamente en serio. Tan ganchera como para cantarla sin necesitar entender ni una palabra de lo que dicen. Tan bailable como para hacerle mover la patita hasta a un rengo. Ta-ta-ta-tan... Ta-ta-ta-tan... Ta-ta. Ta-ta. Ta-ta-ta-tan...