jueves, 30 de diciembre de 2021

CIENTO TREINTA Y SIETE

Todo lo que no sé de música; todo lo que nunca quise ni saber, ni aprender, de la música; todo lo que me alejé de la música “culta”; toda mi aversión a la educación musical; todo, se lo debo a la excelsa profesora de Música de la escuela secundaria Nora Anahí López Forte. Admirable pedagoga que me zampó un 0 (cero) en un examen y me hizo padecer esa pesada mochila todo el puto año. Mea culpa: cuando uno es joven e idealista comete algunos errores irreparables. Hasta ese momento, mi vida académica no había tenido demasiados sobresaltos. Materias aprobadas con dedicación aunque sin demasiado esfuerzo. Primer bochazo de mi carrera. No tuve mejor idea que reclamar sobre mis derechos de estudiante, argumentando que mi sola presencia al momento de rendir dicha evaluación escrita, por más que mis conocimientos sobre los contenidos a evaluar hubieran sido nulos, acreditaba, según el reglamento escolar de la institución, que la nota mínima debía ser 1 (uno). ¡Cómo se puso! Loca, desquiciada. Una enferma. Para que logres comprender con qué bueyes arábamos, te cuento que a esta profesora, a la escuela, la acompañaba su mamá. La vieja la esperaba, todos los días, sentadita en el hall de entrada. Vergonzoso que un establecimiento de renombre como la Escuela Superior de Comercio Carlos Pellegrini haya admitido que en su nómina de docentes de altísimo nivel académico se sumara semejante cachivache. En resumen, casi me llevo a diciembre la asignatura Música de segundo año. Al final, me debe haber aprobado para no tener que asistir a la mesa de examen, para no tener que clavarse. Seguro que se lo debo a su madre que querría comenzar los preparativos para las fiestas con suficiente antelación. Creo que este evento despreciable – todo lo que esta guacha me hizo sufrir en sus clases – puede explicar el desinterés que tuve durante muchos años por las músicas de conservatorio, por las músicas eruditas. Creo que esto puede explicar mi interés por destripar la música, por verla agonizar y desangrarse, por torturarla, por destrozarla. Hasta el día de hoy, sigo prefiriendo las anomalías en la música, lo que resulta difícil de reproducir con precisión, lo que no aparece en los libros. Una fobia o una vendetta, decidí vos. 

En mi búsqueda laboral en Montréal, tenía la fantasía de poder dedicarme a diseñar tapas de discos. Es verdad que durante todo el tiempo que residí en Canadá, viví de mis ingresos como Diseñador Gráfico. Sin embargo, tuve la posibilidad de diseñar la tapa de un solo disco, “Canevas «+»” del Ensemble SuperMusique, un combo local de música improvisada liderado por Joane Hétu, a quien conocí un día en el que toqué a la puerta de la oficina de su sello Ambiances Magnétiques. Creo que a esta mujer tan asentada en la escena de la “Musique actuelle” québécoise, mi “naïveté” con respecto al mundo de la música, le cayó en simpatía. Me invitó a unos cuantos recitales, de ella, de su marido, de algunos grupos del sello, y luego me pidió que le hiciera una propuesta para la tapa de este disco que estaba por publicar. Fue mi primer contacto con este género musical y me gustó. Sobre todo los shows, que eran muy entretenidos, coloridos y, a veces, disparatados, desacartonados, inesperados. ¿Qué cara habría puesto mi profe de Música si los hubiera escuchado? ¿Qué les habría dicho? Seguro que los bochaba a ellos también.

¿Música escrita, arreglada, armonizada? ¿Música improvisada? ¿Cuál de las dos grandes vertientes de la música ofrece un mayor valor? Una es pulcra, coherente, reflexionada. La otra puede ser desprolija, espontánea, imprevista, intuitiva, quizás brutal. Tironeos y argumentos que aparecen en la lucha eterna en la que los sonívoros tratamos de estimar las bondades de cada una de ellas. Algunos valoran la destreza de los intérpretes. Otros, las armonías logradas, estudiadas. Otros, la calidad de los arreglos. Otros, la cantidad de arreglos por compás. Otros, el sentimiento que expresan los artistas. Otros, lo inusual, lo creativo de la creación musical. Otros, el carisma de los músicos, devenidos showmen. Otros, el mensaje que supuestamente transmiten al ofrecernos una secuencia de sonoridades. Otros, la labor del productor que aparentemente logra rescatar a tal o cual artista del karma del anonimato gracias a haber sabido pulir su sonido y despojarlo de todo brote innecesario. Otros, se maravillan de las cualidades técnicas de las últimas grabaciones y anhelan que las más antiguas pudieran retransformarse aprovechando las tecnologías de punta. Otros, escuchamos, solo escuchamos. Con voracidad. Quizás para entender algo que en realidad hay que simplemente disfrutar. A mí, me gusta tanto una como la otra, depende del momento del día, del estado de ánimo, de lo que esté haciendo mientras escucho música. Considero que ambas vertientes tienen su valor. Sin embargo, a veces me pregunto: ¿serán capaces los que hacen música improvisada de escribir una canción – su melodía, sus arreglos, sus armonías – o se dedican a hacer este tipo de música porque no lograrían movilizar ni un pelo de la audiencia si se dedicaran a crear su música con lo que se consideran ideas "convencionales", "tradicionales", "de la vieja escuela"? A veces los melómanos, audiófilos, sonívoros, pecamos de excéntricos, lo sé.

Una vez más, recurro a la literatura para profundizar en el sentido que me proponen mis ideas. Una vez más, te dejo un extracto de la novela “Mont-Oriol”, del escritor y poeta naturalista francés Guy de Maupassant, que cae como anillo al dedo. Enjoy! 

En apercevant Paul et Gontran, Saint-Landri s’élança vers eux. Il avait eu, pendant l’hiver, un tout petit acte en musique joué dans un tout petit théâtre excentrique ; mais les journaux avaient parlé de lui avec une certaine faveur et il traitait de haut, maintenant, MM. Massenet, Reyer et Gounod.

Il tendit ses deux mains avec un élan bienveillant et raconta aussitôt sa discussion avec ces messieurs de l’orchestre qu’il dirigeait.

« – Oui, mon cher, c’est fini, fini, fini, des rengainards de la vieille école. Les mélodistes ont fait leur temps. Voilà ce qu’on ne veut pas comprendre.

» La musique est un art neuf. La mélodie en est le bégaiement. L’oreille ignorante a aimé les ritournelles. Elle y prenait un plaisir d’enfant, un plaisir de sauvage. J’ajoute que les oreilles du peuple ou du public naïf, les oreilles simples aimeront toujours les petites chansons, les airs enfin. C’est un amusement assimilable à celui que prennent les habitués des cafés-concerts.

» Je vais me servir d’une comparaison pour me faire bien comprendre. L’œil du rustre aime les couleurs brutales et les tableaux éclatants, l’œil du bourgeois lettré mais non artiste aime les nuances aimablement prétentieuses et les sujets attendrissants ; mais l’œil artiste, l’œil raffiné, aime, comprend, distingue les insaisissables modulations d’un même ton, les accords mystérieux des nuances, invisibles pour tout le monde.

» De même en littérature : les concierges aiment les romans d’aventures, les bourgeois aiment les romans qui les émeuvent, et les vrais lettrés n’aiment que les livres artistes incompréhensibles pour les autres.

» Quand un bourgeois me parle musique, j’ai envie de le tuer. Et quand c’est à l’Opéra, je lui demande : “Êtes-vous capable de me dire si le troisième violon a fait une fausse note à l’ouverture du troisième acte ? – Non. – Alors taisez-vous. Vous n’avez pas d’oreille.” L’homme qui, dans un orchestre, n’entend pas en même temps l’ensemble, et séparément tous les instruments, n’a pas d’oreille et n’est pas musicien. Voilà ! Bonsoir ! Il pivota sur un talon, et reprit : « Pour un artiste toute la musique est dans un accord. Ah ! mon cher, certains accords m’affolent, me font entrer dans toute la chair un flot de bonheur inexprimable. J’ai aujourd’hui l’oreille tellement exercée, tellement faite, tellement mûre, que je finis par aimer même certains accords faux, comme un amateur dont la maturité de goût arrive à la dépravation. Je commence à être un corrompu qui cherche les extrêmes sensations d’ouïe. Oui, mes amis, certaines fausses notes ! Quelles délices ! Quelles délices perverses et profondes ! Comme ça remue, comme ça ébranle les nerfs, comme ça gratte l’oreille, comme ça gratte... ! comme ça gratte... ! »

Il se frottait les mains avec ravissement, et il chantonna : « Vous entendrez mon opéra, – mon opéra, – mon opéra. – Vous entendrez mon opéra. » 

Gontran dit :

« – Vous faites un opéra ? » 

« – Oui, je l’achève. » 

Para lograr deleitarse plenamente con el texto de este grande de la literatura universal, sería bueno organizar una sesión espiritista para poder preguntarle al autor en persona sobre la última réplica de mi cita. ¿Usa el verbo “achever” en su acepción de “completar” o “terminar”? ¿Recurrió al uso coloquial de dicho verbo para que este personaje, enojado y a disgusto con la vieja escuela de música, con los creadores de simples melodías, manifieste que quiere darle un golpe de gracia a la ópera, a la música “culta”, que quiere matarla, exterminarla? 

Finalmente, este va y viene entre la música escrita y la música improvisada se justifica en una dialéctica, en una complementariedad entre ambas expresiones musicales – que terminan siendo una sola – ya que se interrelacionan, se nutren entre ellas, se enriquecen; ya que se necesitan la una a la otra para existir, conformando una dualidad, el yin y el yang, del arte sonoro. 

miércoles, 29 de diciembre de 2021

CIENTO TREINTA Y SEIS

Algunos han creado teorías extravagantes con las que aseguran que todas las personas se van cruzando por el mundo en distintas situaciones y que, tarde o temprano, llegan a relacionarse. Recordá la serie televisiva “Lost”... 

Podrán crearse teorías cuasi científicas de lo más sofisticadas, sin embargo, una vez más, la sabiduría popular – con precisión, estilo y tradición – nos brinda su máxima “el mundo es un pañuelo”. Con la que supera toda teoría propuesta por pensadores altaneros. Pensadores que suponen que abstrayéndose del mundo que los rodea, de la realidad que los aprisiona, lograrán superar a aquella sabiduría milenaria. Lástima que estos estudiosos no hayan sabido aprovechar esta máxima, que evidentemente ya existía cuando ellos se pusieron a discutir boludeces y que, además, ofrecía una propuesta mucho más clara, directa y simpática para definir su hipótesis. De haberlo hecho, quizás habrían sido capaces de ofrecernos alguna teoría original en lugar de un refrito insulso sin valor agregado.

En Montréal conocí muchas cosas nuevas, conocí mucha música nueva, conocí mucha gente nueva. Sin embargo, con el tiempo me fui dando cuenta de que conceptos como “novedoso” o “desconocido” son completamente relativos. Recordá... No nos olvidemos de que “el mundo es un pañuelo”. 

En Associés Libres Design conseguí mi primer trabajo en la ciudad. Una agencia pequeña, familiar. Cuando la esposa del propietario de la empresa supo que yo estaba solo, al aproximarse el Thanksgiving Day, me invitó a festejarlo en su casa junto a su familia. Conocí a sus padres y hermanas que venían desde Halifax, en Nova Scotia, y a sus tíos que habían viajado especialmente desde Barbados. Toda una cena en familia.

Durante las semanas siguientes, Jennifer y su marido entraron en confianza conmigo y me dieron un poco más de charla mientras trabajábamos en la oficina. En seguida supieron que mi mayor interés era la música. Charlamos sobre los recitales a los que había ido, sobre los recitales a los que me interesaba ir. Ella me contó que uno de los pocos conciertos de los que habían participado había sido en los años ’80, cuando habían viajado especialmente a New York para ver el show de su primo Pete que tocaba la batería en un grupo británico. Al recordar a su primo, me contó cómo disfrutaba cuando iba de vacaciones a la casa de su parentela en Barbados, cómo le gustaba navegar en el bote de su tío, cómo le gustaba pasear en la moto junto a su primo. En algún momento de nuestras charlas, surgió mi interés por coleccionar discos. Seguramente, cité algunos de los títulos buscaba para engrosar mi colección. Mientras hablaba, adivinaba que este tema resultaba ininteligible, incomprensible, para un par de personas alejadas de la pasión por la música, alejadas del coleccionismo de discos al que dedicamos nuestra vida los sonívoros. 

Luego de cobrar mi primer chequecito, en mi primera visita al HMV de la rue Sainte-Catherine ouest, conseguí tres discos que mencioné inmediatamente el lunes, al regresar al trabajo. Mencioné “National Express” de Divine Comedy, no lo conocían; mencioné “Berlin Babylon” de Einstürzende Neubauten, no lo conocían. Cuando mencioné “It’s Alright” de Echo & the Bunnymen, al escuchar el nombre de este último grupo, Jennifer de Freitas se puso pálida y seria. Solo pudo balbucear, casi sin aliento: “¿Co... conocés a Echo & the Bunnymen?” ¡Claro que lo conozco! Además... ¡Me gusta, me encanta! Le he seguido la carrera desde que cursaba la escuela secundaria. Ha sido uno de mis grupos favoritos desde mi adolescencia y he acumulado pilas y pilas de sus discos, entre álbumes y singles, primero en vinilo, luego en CD. Finalmente, se trataba del grupo de su primo Pete de Freitas, gran baterista que perdió la vida en un estúpido accidente de motocicleta. Todas las piezas calzaban a la perfección. Mismo bote... Misma moto... Mismo apellido... Mismo perfil... Observando mejor el rostro de Jennifer, pude adivinar las facciones de Pete. Él estaba allí. Todas las piezas calzaban a la perfección para que sigamos sosteniendo que “el mundo es un pañuelo”.



jueves, 9 de diciembre de 2021

CIENTO TREINTA Y CINCO

Un antiguo jefe de mi vieja, que había sido marino y había viajado durante largo tiempo de acá para allá recorriendo el mundo y viviendo lejos de su hogar en la vasta provincia de Buenos Aires, cuando se enteró de que había decidido mudarme a Montréal, me dio un consejo que aún hoy, casi veinte años más tarde, resuena en mi cabeza y lo considero uno de los mejores que recibí al tomar esa decisión. Evidentemente, sabiendo de lo que hablaba luego de muchos años de reflexión, me dijo: “Gustavo, cuando estés en el extranjero, evitá las reuniones de mate y dulce de leche”. Creo haber comprendido hacia dónde iban sus palabras y, en Montréal, cuna de uno de los grupos más emblemáticos del post-rock, no pude hacer otra cosa que dedicarme a explorar un género que había empezado a degustar tímidamente unos cuantos años antes de mi viaje cuando compré de un plumazo todos los discos de Tortoise que encontré en uno de los Tower Records de la ciudad de Buenos Aires. Ya sabrás que me refiero a los muchachos de Godspeed You Black Emperor!, con cada una de las variantes con las que suelen denominar a su grupo. Con el tiempo, fui comprando muchos de sus CDs. Sin embargo, no fue gracias a esta banda que comencé a engrosar mi colección con álbumes del sello Constellation.

Creo que ya te había contado que Francis y Raymond, los muchachos de la disquería Atom Heart, ofrecen un sistema de puntos. Cuando comprás, el 10% del monto de tu factura se transforma en un cupón. Cuando acumulás suficientes cupones con suficientes puntos que sumen el precio sin impuestos de un disco de tu agrado, te lo llevás sin más trámite que entregarles los cuponcitos. De esta manera obtuve el primer CD del sello montréalais que ingresó en mi colección. Al tenerlo en mis manos, no pude sentir más que admiración. El empaque era impecable. Era impecable desde la bolsita que es reutilizable. Pasando por la etiquetita que anuncia tanto el nombre del grupo como el título del álbum. Hasta que al abrirlo, te das cuenta de que la elección de los materiales está perfectamente cuidada. La impresión, las tintas, el sobrecito interno que contiene al disco. Todo. ¡Así da gusto comprar un disco! Como si no fuera suficiente, supe de buena fuente que todos los CDs y vinilos de este sello están empacados a mano. No tengo más que agradecer a estos dos amigos a pesar de las distancias, también melómanos y de exquisito gusto, por haberme recomendado comenzar mi colección de post-rock con “Winter Hymn Country Hymn Secret Hymn”, el que era en ese entonces el último álbum de unos pibes de Toronto que se hacen llamar Do Make Say Think. Es cierto, no eran vecinos del barrio en el que hacía poco tiempo me había instalado. Sin embargo, al momento de elegir un álbum de un grupo canadiense, publicado por un sello canadiense, vendido por una tienda de discos canadiense, comprendí que no había vuelta atrás y que sin prisa y sin pausa había comenzado a insertarme en la sociedad del país que me había recibido. Lo único que me faltaba era visitar una “Cabane à sucre”, degustar una “Poutine” y “Aller aux pommes” pues “Jésus de Montréal” ya la había visto.

miércoles, 8 de diciembre de 2021

CIENTO TREINTA Y CUATRO

Pocos artistas nacen con todas las herramientas necesarias para producir un lenguaje musical rico, distintivo y cautivante. Habitualmente, todo lenguaje se nutre con el paso del tiempo, se construye gracias a la experiencia, a los aprendizajes, a los errores; se pule gracias a las vivencias, a las interrelaciones con el medio que nos rodea, a la observación. 

La primera vez que compré un disco de este muchacho, oriundo de Brest, Francia, no lo hice por su propio mérito. Honestamente, no tenía ni puta idea de quién era. Me enteré de que los Têtes Raides habían colaborado con él en su más reciente álbum de aquella época – “L’absente” – y se lo encargué inmediatamente a Damián de Oíd Mortales. Me llegó casi recién salidito del horno. Unos meses más tarde, fui al cine en las salas del Village Recoleta y, mientras miraba la película, reconocí el estilo, la impronta, de la música de este pibe en la banda de sonido. Al salir, leí los créditos en el póster para confirmar que mi oreja no me había fallado. Allí estaba su nombre: Yann Tiersen. Un par de años más tarde cuando me fui a vivir a Montréal, rastreé sus álbumes y los fui consiguiendo uno a uno. Linda música componía este tipo, de esas que te movilizan alguna fibra íntima. Algo que muy pocos compositores logran. Debo admitir que casi que se me escapa un lagrimón cada vez que vuelvo a escuchar sus discos. Mientras vivía en Canadá, conseguí todos sus álbumes, hasta la banda de sonido de la película “Tabarly”, que la tuve que encargar por correo porque solamente fue publicada en su país natal. Un par de años más tarde, cambió de compañía discográfica y algo se alteró. Ninguno de los álbumes publicados a través de su nuevo sello británico logró sorprenderme ni renovar mi interés. Sigo comprando sus discos por inercia, por devoción o por estupidez.

Quizás, para este flaco, lo mismo que lo catapultó a la fama fue lo que lo sepultó de por vida. Participar en la banda de sonido de la película “Le fabuleux destin d’Amélie Poulain” del director francés Jean-Pierre Jeunet fue tanto una bendición como una maldición. La película fue un éxito, la música no podía pasar desapercibida. Sin embargo, una música tan íntima, casi artesanal, creada a partir del lamento melancólico del fuelle del acordeón, del filoso aullido de las cuerdas del violín – acariciadas para oírlas sufrir, de los penetrantes tintineos de las teclitas de un piano de juguete en los que se perciben reverberancias de plástico barato, metal oxidado, madera sintética y cola vinílica; una música que desgarra desde las vísceras hasta el alma – perteneciente al mundo de lo interno, de lo profundo, de lo personal. Al exhibirla de una manera tan exuberante en el mundo de la alfombra roja – relacionado con lo externo, con lo superficial, con lo aparente – han obligado a este compositor a cargar con un pesado lastre del que veinte años más tarde debe continuar lamentándose cuando llega el momento de los bises en sus conciertos y el público enajenado le exige a coro “La valse d’Amélie.” Contrariamente a lo que el vulgo se imagina, muchas expresiones artísticas pierden paulatinamente el encanto para sus creadores conforme la popularidad de la obra se acrecienta. Lo que quizás justifique que este tipo haya salido corriendo para buscar otra forma de hacer música. Lamentablemente, en el proceso creativo ha perdido esa voz que lo hacía tan particular, tratando de encontrar una nueva piel, una cáscara con la que cubrirse y ocultarse, para reencontrarse consigo mismo.

A veces me pregunto si pretender que un artista que te gusta te sorprenda con cada nuevo álbum que publica no es una pelotudez. Pero rápidamente recuerdo la guita que invierto en la compra de discos y me siento con absoluto derecho a pedir, a exigir, que el material valga la pena; a reclamar, a patalear, cuando uno se siente defraudado, engañado en su confianza, estafado por la industria de la música.

martes, 7 de diciembre de 2021

CIENTO TREINTA Y TRES

En épocas de vacas flacas, conocí muchos nombres de artistas que me llamaban la atención, otros que me recomendaban, unos cuantos con los que me cruzaba por ahí cuando visitaba las tiendas de discos. En suma, eran muchísimos más los artistas de los que tenía que privarme la compra de discos que aquellos a los que accedía a escuchar e incluir en mi colección. Acumulaba largas listas con nombres de álbumes o canciones, nombres de grupos o solistas, nombres de sellos o compañías discográficas, nombres de estilos o géneros musicales, con la esperanza, con la ilusión, de que algún día pudiera encontrar, conseguir, alguno de esos álbumes a un precio que me permitiera confirmar que la espera había valido realmente la pena. Debo admitir que el final no siempre fue feliz, que muchos de esos artistas se quedaron en la promesa, que la música que ofrecían no había resistido al paso de los años y que habría sido mejor quedarse con la ilusión. Afortunadamente, con otros el deleite fue tan inmenso que me atrevo a decir que sirvió para compensar las desilusiones, el trago amargo al reconocer las expectativas como vanas e inútiles. No todo lo que brilla es oro. No todos los discos, no todos los artistas, que te recomiendan valen la pena ser escuchados. No todos los discos que ofrecen las tiendas valen la pena ser comprados para hacerles un lugarcito en nuestra colección, para atesorarlos. No toda la música que ha sido grabada vale la pena. Mucha de esa música solo sirve para ilustrar cómo se puede perder el tiempo en un estudio de grabación al registrar sonidos reiterados, imitados, hasta el hartazgo. Sonidos que no proponen nuevas ideas, nuevas sensaciones, nuevas combinaciones, nuevos rumbos. Sonidos a los que les digo basta, les digo que es suficiente, que me cansaron, que me resultan aburridos, sin vida. Hace muchos años, el cantante de un grupo con el que solíamos hacer recitales me preguntó a qué artista imitaba para concebir mi música. Me descolocó. No podía creer su pensamiento. Me parece inútil andar ofreciendo música afanada sin un toque personal. Si bien es cierto que las influencias son necesarias, imprescindibles, para definir el rumbo que se comenzará a transitar, también es cierto que cuando se escucha mucha música las referencias se vuelven difusas, se entrelazan, se entremezclan, se enriquecen. Por otro lado se espera que los distintos grupos que ofrecen músicas que encasillamos en el mismo género, en el mismo estilo, tengan algo diferente, algo singular, para ofrecer que justifique su existencia. 

Conocí al trip-hop gracias a Portishead. Grupo que me impactó por su profunda melancolía y su cadencia eterna. Luego, conseguí algo de Massive Attack, cuya condescendencia a la hora de producir hits tan memorables como cuestionables al navegar por aguas un tanto turbias me pareció digna de admiración. Más tarde, pude escuchar a Tricky, el chico malo. Feo, feísimo, mezcla de asesino serial, violador, pedófilo, proxeneta, dealer, mafioso, o simplemente sociópata. Tan pero tan feo que un día en el que lo vi tomando un café, por la tarde, en una terraza en las calles de París, a plena luz del día, salí corriendo cuando me devolvió la mirada. Una mirada penetrante, de esas que meten miedo, que te dice: me reconociste, pero no te atrevas ni a acercarte ni a dirigirme la palabra o sos boleta. Su música me había causado un efecto similar, casi salgo corriendo, espantado. Entre esquiva y desagradable, con cierto gustito amargo, autodestructivo, que llamaba la atención, a pesar de todo, como para intentar dedicarle un tiempito y enriquecer mis oídos con sus ritmos fracturados, sus voces quebradas, roncas, de noctámbulo crónico que parece no dormir desde que nació. Desafortunadamente, muy a pesar de las recomendaciones de mi amigo Cristian no logré escuchar ni a Laika ni a Moonshake sino hasta varios más tarde. En Montréal, en menos de una semana de hurgar en varias de las disquerías que frecuentaba, en la de Sainte-Catherine est que conocí el día que llegué a la ciudad, en La Subalterne que quedaba a pocas cuadras del departamento donde vivía, en L’échange que me sorprendía cada vez que la visitaba, en la de la esquina de Mont-Royal Est y Saint-Hubert que desapareció sin dejar rastros, en L’oblique que me dio tantas alegrías, en Cheap Thrills en la que a medida que subía las escaleras, el machimbre vencido por la humedad, los años o las polillas, exhalaba el hedor de la decadencia. Cada vez que visitaba esta tienda pensaba que podría ser la última. No me habría extrañado que un día esa casa vieja se derrumbara o que sus cimientos terminaran por hundirse definitivamente. En todas ellas conseguí algún disco sea de Laika, sea de Moonshake, que como sabrás tienen un pasado común, una historia que los emparienta. Sin embargo, el abordaje estético de cada uno de ellos ofrece tintes que los alejan al punto de parecer aguas turbulentas y aceite en ebullición. Ninguno de los dos grupos detenta una basta discografía. Algunos LPs, algunos EPs, algunos singles. Me impactaron, me sorprendieron tanto que no pude resistirme a rastrear todos y cada uno de los CDs que me faltaban por internet. En poco tiempo, había conseguido todos los discos disponibles de estas dos bandas que supieron abusar del sampler y de los loops para crear una música basada en el plagio creativo, en el afano honesto, en la toma de referencias para la deformación, en la influencia sin recurrir a la imitación, al calco. En síntesis, dos bandas que supieron como ninguna crear, cada una de ellas a su manera, su sonido, totalmente nuevo y reconocible – uno femenino y sensual, el otro masculino y desbocado – tomando prestados elementos sonoros de las más diversas fuentes para manipularlos y apropiárselos logrando reinventar un género para el que se suponía que otros pesos pesados ya habían sentado las bases, ya habían creado la receta. Un chispazo, un fogonazo. Sangre nueva que enriquece a este género musical con el que lamentablemente cada uno de sus exponente más interesantes sólo han sabido deleitarnos publicando un puñado de LPs, algunos EPs y unos cuantos singles. Lo bueno, si breve, dos veces bueno, decía una profesora de historia de mi escuela secundaria a la que seguramente le molestaba leer las interminables tareas mal escritas de sus estudiantes. Lo transpolo al mundo de la música en el que algunos artistas no hacen más que acrecentar, abultar – innecesariamente – su carrera discográfica sumando grabaciones en las que no dejan de repetir, de imitar a otros músicos. No dejan de repetirse ofreciendo una y otra vez la misma canción con distinto título. Valoro la honestidad de grupos como Laika, Moonshake o Portishead que quizás sintieron que no tenían nada nuevo para ofrecer y prefirieron guardarse antes que continuar refritando ideas de antaño hasta el infinito. 

lunes, 6 de diciembre de 2021

CIENTO TREINTA Y DOS

Trío. ¿Power? No. ¿Enigmático? Parece. Mares del sur. Australianos. Again. Algunos. British. Otro. Expatriados. Continente viejo. Berlin. Alemania. Encore. Europa del este. República Checa. Cambio de rumbo. Apertura. Libertad. Mundo. Relacionados. Genealogía. Emparentados. Familiar. Pariente cercano. Hermano. Entramado. Ramificaciones. Lazos. Sangre. Entrelazados. Camaradería. Amistad. Espíritu de verdad. Semilla de maldad. Crimen en la ciudad. Solución o fatalidad. 

Caída libre. Sonido clásico. Sonido inesperado. Atractivo. Sombrío. Fatídico. Sanguíneo. Con pulso. Latido. Difuso. Anonimato. Desinformación. Conocer. Desconocido. Difícil de rastrear. Sin huellas. Sin pistas. Descubrimiento. Casualidad. Océano reseco. Evaporado. Viento en popa. A buen puerto. Playa. Grietas. Arena en bloques. Fotografía. Encallado. Cautivo. Cautivante. Cautivador. Imagen. Ilustración. Hiperrealismo. Persuasión. Compra. Sello. Internet. Correo. Espera. Paquete. Montréal. Sorpresa. Júbilo. Difícil. Único. Real. ¡Momento! Paren las rotativas. Érase una vez. Ojo. No pestañees. No mires. ¿Atrás? Tiempo al tiempo.

domingo, 5 de diciembre de 2021

CIENTO TREINTA Y UNO

¿Qué tienen en común los siguientes álbumes y artistas: “Danger in the Past” de Robert Forster, “Second Revelator” de Hugo Race / The True Spirit, “The Blink of an Eye” de Once Upon a Time, “The Honeymoon is Over” de The Cruel Sea, “Honeymoon in Red” de Lydia Lunch, “The World’s a Girl”, “Dirty Pearl”, “The Next Man That I See”, “Do That Thing” y “Sex O’Clock” de Anita Lane, “Music to Remember Him by” de Congo Norvell, “The Thing About Women” y “Trouble” de Brian Henry Hooper, “Stories From the City, Stories From the Sea”, “Is This Desire?” y “Let England Shake” de PJ Harvey, “Headless Body in Topless Bar” de Die Haut, “Nothing Broken” Conway Savage, “Far Be It From Me” de Tex Perkins, “Teenage Snuff Film” y “Pop Crimes” de Rowland S. Howard, “You Can’t Hide From Your Yesterdays” de The Nearly Brothers, “Invisible You” de J.P. Shilo, “Kick the Drugs” de The Wallbangers, “We Are Only Riders”, “The Journey is Long” y “Axels & Sockets” de The Jeffrey Lee Pierce Sessions Project, y tantos otros que aún no he incluido en mi colección? ¿Qué tienen en común los siguientes proyectos musicales: Crime & the City Solution, Nick Cave & the Bad Seeds, The Birthday Party, The Boys Next Door, The Ministry of Wolves? Que de alguna forma, sea como instrumentista o cantante, sea como arreglador o compositor, sea como productor, sea por su mera presencia, Mick Harvey metió mano y colaboró con estos músicos y artistas, grupos o solistas, para enaltecer el espíritu de sus canciones a la hora de grabarlas y plasmar su obra en una producción discográfica.

¿Qué diferencias hay entre un compositor y un arreglador? Mejor preguntale a Mr. Harvey, el responsable de la composición y de los arreglos de gran cantidad de las canciones del repertorio de los estimados Nick Cave o Simon Bonney, además de multiinstrumentista comodín que se ha sabido adaptar a todas y cada una de las necesidades de los Bad Seeds, de Crime & the City Solution y mismo los Birthday Party, ocupándose de las guitarras, los bajos, los pianos, los órganos, las baterías y andá a saber de cuántos instrumentos más con tal de que los grupos no se quedaran rengos y permanecieran en la ruta. Un capo. De esos de los que hay pocos ejemplares.

¿Cuál es realmente la ardua tarea de un productor de discos de rock? Me imagino que debe haber unas cuántas respuestas posibles. Para empezar, yo diría que elige desde el estudio donde se va a grabar un álbum hasta los instrumentos que se van a usar, las cuerdas, los amplificadores, los efectos. Elige desde los temas que se van a grabar hasta los arreglos que le hacen más justicia a una linda canción para transformarla en una canción memorable. Trata de hacer que todo suene menos caótico que en la sala de ensayo, aunque sin perder cierta frescura. Para la oreja para afinar los instrumentos. Lima asperezas. Está en los detalles en los que los músicos no logran concentrarse porque la resaca de la borrachera o de las substancias no los deja comprender que no deben basar su carrera solo en su carisma. Seguramente, muchas otras veces debe esconder las botellas de las bebidas alcohólicas para mantener a los miembros de la banda lo suficientemente sobrios para que lleguen a terminar la sesión de grabación. Al final, parece que es un tipo al que le interesa más la música que la fama, que la joda que generalmente se asocia al mundo de la música. En síntesis, todo lo que delinea y justifica a la perfección el perfil del señor Mick Harvey. Un laburante del ocio ajeno. 

Como si fuera poco, este talentoso músico encontró tiempo para componer una gran cantidad de bandas de sonido altamente disfrutables y recomendables, a veces solo, otras en coautoría con algunos de sus usuales colegas: “Ghosts ...of the Civil Dead”, “Alta Marea & Vaterland”, “To Have and to Hold”, “And the Ass Saw the Angel”, “Australian Rules”, “Motion Picture Music ’94-’05”, “Waves Of Anzac / The Journey” y seguramente otras de las que no he conseguido todavía el disco compacto.

Evidentemente no le gusta desperdiciar su tiempo y nos ha ofrecido a lo largo de los años unos cuántos álbumes solistas de canciones interpretadas por él mismo. Algunas de su autoría, otras de gente con la que ha laburado en sus diferentes proyectos, otras que debe haber elegido de entre sus influencias. “One Man’s Treasure”, “Two Of Diamonds”, “Four (Acts Of Love)”, los cuatro volúmenes de versiones en inglés de las canciones de Serge Gainsbourg y el imperdible “Sketches From The Book of the Dead”. Un laburante que ha recorrido un largo camino, que ha servido de apoyo a más de uno que de no haber sido por Mick, no podría sostener una carrera tan sólida.

Entre nos, compro discos en los que participa Mick Harvey desde mis quince años, desde el año 1987, desde hace rato. Los he comprado por todos lados y de las más diversas maneras. La única constante es mi satisfacción al escucharlos. Conseguite alguno, disfrutalo y salí a buscar otro... 

miércoles, 27 de octubre de 2021

CIENTO TREINTA

Estéticamente, nada tienen que ver estos dos autores que me vinieron a la memoria al tratar de reconstruir mis pasos en el descubrimiento de melodías, sonidos o, simplemente, ruidos grabados y comercializados en algún formato, sea disco compacto, sea vinilo, sea casete. Uno pareciera ser condescendiente, presto a ofrecerte una caricia. El otro, descortés, presto a sacudirte de una bofetada. Tampoco los une su lugar de origen. Uno es australiano. El otro, francés. Uno publicó unos pocos discos solistas y se dedicó a acompañar con su voz angelical y su piano celestial a otro cantautor australiano que ya he mencionado hasta el hartazgo. El otro publicó gran cantidad de discos solistas pero también hizo carrera logrando que las más bellas mujeres de su época tomaran el micrófono para interpretar canciones de su autoría, las que ensayaban en la intimidad de su lecho, seguramente a media luz, ligeras de ropa, trasnochando. Uno ofrece canciones simples, directas, sin meandros. El otro, juega con el lenguaje, la fonética, la semántica; se anima a combinar palabras, términos, en diferentes idiomas, en diferentes lenguas, onomatopeyas, simples sílabas, a veces sonidos producidos por el aparato fonatorio que no necesariamente entran en ninguna de estas categorías gramaticales, todo para crear su propio universo de sentido. Formalmente, nada tienen que ver estos dos objetos que me vinieron a la memoria. Uno es un CD. El otro, un libro. Lo único que tienen en común es que los compré en la misma tienda. Mi queridísima Librairie L´Échange, sobre la rue Mont-Royal Est, donde conseguí una enorme cantidad de discos que aún hoy sigo disfrutando. Siempre me quedaba de paso. Cuando laburaba en Associés libres Design o en Agence code, cuando iba al supermercado L´inter marché, cuando iba a la panadería La première moisson, cuando salía a pasear en bicicleta o a pie. Los empleados ya me conocían de memoria. Si no era por todos los discos que les pedía escuchar antes de pelar la billetera, era porque me veían a cualquier hora del día. Además, tenían un horario amplio y sept-jours-sur-sept. Siempre que pasaba por la puerta, estaba abierta y me invitaba a pasar. No estoy seguro de que supieran con certeza qué material ofrecían. Creo que cuando compré el disco de Conway Savage, la chica de la caja debe haber pensado: “al fin nos sacamos esto de encima, tenía que estar casi regalado para que alguien se interesara en llevarlo.” Sí, es cierto, lo pagué muy barato: “$ 8.00 CAD”, dice la etiquetita del precio que está pegada en la cajita del disco. Una verdadera ganga. Sin embargo, si hubiera estado marcado doce ó catorce, como la mayoría de los álbumes, también lo habría comprado. Hoy, este mismo disco cotiza entre veinticinco y cincuenta dólares en Discogs. ¡Toda una inversión! Al fin puedo asegurar que la música me ha dado un poco de dinero. Con el libro de Gainsbourg, fue un poco diferente. La misma cajera, que habitualmente me sonreía, frunció el ceño y masculló un “tabarnak” que mi fino oído delicado, entrenado, no pudo dejar pasar. Resulta que la piba hacía rato que estaba esperando que apareciera en la tienda un ejemplar de la única novela que escribió el estimadísimo Serge. Sin preverlo, yo le había ganado de mano al manotear de la estantería la única copia de “Evguénie Sokolov” que tenían en stock. Tant pis, à la prochaine !


martes, 26 de octubre de 2021

CIENTO VEINTINUEVE

Australia... el mar que rodea a esa inmensa isla, las grandes olas, el surf. Australia... una fauna salvaje más que extraña: el koala, el canguro, el ualabí, el dingo, el ornitorrinco. Australia... Cocodrilo Dundee, Steve el cazador de cocodrilos – que en paz descanse. Australia... Nick Cave, cantautor de culto adorado hasta el hartazgo. Australia... cuna de algunos otros artistas de la música pop tan geniales como desconocidos para el vulgo. 

En la escuela secundaria, leí para la clase de inglés la novela post-apocalíptica “The Day of the Triffids”, del escritor británico de ciencia ficción John Wyndham. Casi una premonición. Años más tarde, no solo continué interesándome por este género literario sino que, además, comprendí que el título de esta obra había servido de inspiración para que los muchachos de una bandita originaria de la ciudad australiana de Perth dieran nombre a su proyecto musical. Para mi sorpresa, se dice que otra bandita australiana, esta vez oriunda de la ciudad de Brisbane también tomó su nombre de una obra literaria, aunque de otro novelista británico, claro. No he leído “The Go-Between”, no he leído ninguna obra de L. P. Hartley. Sin embargo, la perspicacia que adivino en ambos cantautores del grupo en cuestión me lleva a confiar en que se trata de una lectura pendiente para mi cultura general. Resulta muy interesante descubrir que unos pibes que comenzaron su carrera artística estimulados por los coletazos del movimiento punk de la época, movimiento habitualmente estereotipado como contracultural, movimiento que busca demoler los pilares de la cultura establecida, recurrieran desde un principio a la literatura, a los libros, como base en la construcción de su obra, medio tradicional e históricamente utilizado para la conservación y la transmisión de la cultura.

Ambos grupos poseen una calidad inestimable para la música pop. Su carrera ha sido incuestionable e intachable. No han grabado ni un solo álbum flojo. Algo que no se pude asegurar de otros que detentan público a rabiar. Dado que estos dos grupos sostienen su valor gracias a diferentes elementos, me resulta imposible establecer una preferencia. El primero, con un cantautor carismático y metódico. Con un bajista al que a primera vista pareciera que el instrumento le queda un par de talles más grande y, no obstante, se las ingenia para taparnos la boca con sus bases monumentalmente sólidas y precisas. Con otros cuatro miembros que completan a la perfección un combo inigualable. El segundo, más sintético aunque no por eso menos contundente, con dos cantautores ingeniosos y personales. Con una serie de acompañantes inestables que supieron ser reemplazados sin remordimientos. Con esos dos líderes que eran el corazón del proyecto. Ellos dos eran los que estaban en el centro de la atención, los que llevaban y traían las bellas canciones, los intermediarios entre la razón y las pasiones.

A pesar de que conocía sobre su existencia desde mi adolescencia, recién pude empezar a comprar discos de estos grupos mientras vivía en Montréal. Recuerdo que el primero que conseguí fue “Liberty Belle and the Black Diamond Express” de los Go-Betweens. Lo compré en la disquería Cheap Thrills, sobre la rue Metcalfe, a media cuadra de la rue Sherbrooke ouest, cerquita de la Université McGill, en un primer piso por escalera. Iba en bicicleta o a pata, según el clima o la época del año. Me quedaba a unas quince cuadras. Ese día había salido a pasear con la bici. De pasada, subí a pispear las bateas y, como de costumbre, encontré algo de mi interés. Lo que me sorprendió ese día, no fue mi proceder, no fue esa disquería que llegué a conocer casi de memoria. Sino que, al regresar al edificio donde vivía, me encontré en el hall de entrada con un vecino con el que solía conversar. Seguramente, yo estaba muy contento por haber finalmente conseguido un disco de este grupo australiano y quise compartirlo con el primero que se me cruzó. Luego de mostrarle el disco, la jeta del tipo combinada con un comentario desvalorizante sobre el gasto de dinero en este tipo de objetos, que para él eran innecesarios, superfluos e inútiles, me invitaron a reflexionar sobre lo aburrida que debía ser la vida de ese pobre mortal. No solo no escuchaba música de ningún tipo, sino que parecía no tener ninguna pasión. ¿Para qué carajo amarrocar los pocos morlacos que un laburante llega a acumular si no es para darse un gustito con pequeños placeres cotidianos? ¡Vaya vida de mierda llevaba ese flaco! Aunque, pensándolo bien, quizás me equivoque. Andá a saber si no se patinaba toda la guita en escorts. Mmmmm... Ahora que recuerdo, siempre me presentaba un primo diferente. Seguro que se la patinaba toda en taxi-boys. No queda otra. 

lunes, 25 de octubre de 2021

CIENTO VEINTIOCHO

Un órgano burdo, desvencijado, destartalado, avejentado, aletargado, que se arrastra, que suena desfalleciente, debilucho, enfermo. Si me dicen que los muchachos del grupo británico ...Bender leyeron en algún momento de sus vidas la novela “Mont-Oriol”, del escritor y poeta naturalista francés Guy de Maupassant, no me atrevería a ponerlo en duda. Aunque el cuento más conocido de este autor, “Le Horla”, es genial, tenés que profundizar. No te quedes solo con la lectura de su obra más famosa. Hacé como estos pibes que le prestaron especial atención a las preciosas descripciones con las que el autor nos presenta a la banda que tocaba en el casino, y le sacaron provecho. Cuando el francés definía el sonido de aquella orquesta que se percibía a la distancia como “un orgue de Barbarie aux sons fluets, un orgue de Barbarie usé, poussif, malade,” seguramente les vino como anillo al dedo, les sirvió como inspiración para precisar los sonidos que buscaban para decidirse a grabar su primer álbum. Este grupito suena a roto pero sin estridencias. Ofrece una música que da la sensación de no avanzar, de necesitar un empujoncito, de estar agonizando por falta de vitaminas. ¡Tiene su encanto! Pareciera que a James Johnston – otrora guitarrista furibundo – cuando lo condenaron a tocar el organito en los Bad Seeds, le hicieron un favor. Le abrieron la puerta para que desempolvara sus viejos y gastados teclados para sacarles el jugo en este proyecto que conocí casi por casualidad. Cuando descubrí E-Bay, hacía rato que coleccionaba sus discos con Gallon Drunk. Gracias a este sitio de internet por fin conseguí los que me faltaban. En una de tantas transacciones, un tipo que vendía un par de EPs que me interesaban, ofrecía incluir en el paquete el mini-álbum “Run Aground” y el álbum homónimo “...Bender”. Anunciaba al grupo como un proyecto paralelo de Johnston. Hasta ese momento, desconocía su existencia. Me picó el bichito. Le compré todo. Finalmente, un hallazgo. 

Con cuatro, es suficiente. No se necesitan muchos más para que el barullo sea considerable. Años más tarde, cuando me enteré de una colaboración entre Lydia Lunch y las tres cuartas partes de Gallon Drunk que llevaba el nombre de Big Sexy Noise, no pude resistirme y encargué el álbum sin preámbulos, creo que en la difunta disquería Parklife del barrio porteño de Belgrano. Se trata de artistas que valoro y de los que colecciono discos, no necesitaba ningún otro estímulo para pelar la billetera. Si me dicen que los muchachos de Big Sexy Noise se han inspirado en la obra de Guy de Maupassant para concebir su proyecto musical, no me atrevería a ponerlo en duda. Si bien es cierto que Gallon Drunk siempre desplegó un fastuoso batifondo a altos decibeles, este nuevo grupo anunciaba desde su nombre que el ruido sería enorme. Por ende, “ils sont quatre à faire ce bruit-là,” podría haber sido el comentario del álbum en la edición original de Les Inrockuptibles en francés. Lástima, Maupassant les ganó de mano. Este enunciado proviene directamente de su pluma. Interesante, sincera, divertida, perspicaz; calificativos que a la revistita quizás le queden un poco grandes. Una vez más, una cita de la novela “Mont-Oriol”, en la que el autor continúa con la descripción de la banda que toca en el casino, parece servir de puntapié inicial para dar vida a un proyecto del guitarrista devenido tecladista devenido guitarrista, para dar vida a un nuevo cuarteto rompe tutti, aunque esta vez, menos tradicional: voz, guitarra, saxo, batería. Sí, leíste bien, sin bajo. Es cierto que el grupo al que hace mención Guy de Maupassant en su novela ejecuta, tortura, masacra, otros instrumentos. Es cierto que nunca podría haber descripto grupos similares a los que nos propone el líder de Gallon Drunk, simplemente por haber vivido en una época diferente. Además, lo habrían tildado de anacrónico, contrario al Naturalismo, movimiento literario que buscaba reproducir en sus obras la realidad con objetividad documental. Sin embargo, debemos darle crédito al francés por haberse animado a la anticipación, a la concepción teórica de sonidos, de músicas, que vieron la luz más de cien años después de su muerte. Para mí, Maupassant era un melómano empedernido. Quizás, hasta un sonívoro. Como prueba, te ofrezco otro pasaje de la novela que ya he citado en dos oportunidades. Estoy seguro de que para lograr expresar de esta manera lo que la música, el sonido de los instrumentos, provocan a su personaje, él debe haber experimentado lo mismo en carne propia. Enjoy! 

« – Aimez-vous la musique, Madame ?

– Beaucoup.

– Moi, elle me ravage. Quand j’écoute une œuvre que j’aime, il me semble d’abord que les premiers sons détachent ma peau de ma chair, la fondent, la dissolvent, la font disparaître et me laissent, comme un écorché vif, sous toutes les attaques des instruments. Et c’est en effet sur mes nerfs que joue l’orchestre, sur mes nerfs à nu, frémissants, qui tressaillent à chaque note. Je l’entends, la musique, non pas seulement avec mes oreilles, mais avec toute la sensibilité de mon corps, vibrant des pieds à la tête. Rien ne me procure un pareil plaisir, ou plutôt un pareil bonheur. »