sábado, 8 de julio de 2023

CIENTO SESENTA Y SIETE

Hombre mayor, palabras mayores. A este flaco le sobran las palabras para dejarte sin palabras. Primera pista: a ningún artista vi tantas veces tocar en vivo. Segunda pista: es uno de los pocos artistas de los que tengo todos sus discos solistas, de su banda y de sus proyectos paralelos. Tercera pista: es el ruido de la tormenta, es la calma de la desolación. Cuarta pista: no existe otro igual.

Cuando vivía en Montréal, cada semana me dedicaba a tratar de conseguir los discos de un artista diferente. A veces, me dedicaba a descubrir nuevos valores; otras, a buscar la forma de completar la discografía de algún artista que me gustara, del que se me había hecho difícil seguir la carrera discográfica en Buenos Aires. Compraba CDs por todos lados: en cada una de las disquerías de la ciudad, en Gemm, en Discogs, en Amazon, en los sitios de internet de los sellos discográficos o de los mismos artistas y, obviamente, en E-bay. Lo interesante de este último sitio era la posibilidad de participar en una especie de subasta en la que podías llegar a salir favorecido tanto por la rareza del material que consiguieras como por el módico precio de cierre de muchas de las apuestas; además lo hacía atractivo la popularidad que cobró en aquella época la venta en “lote”. Conseguir un “lote” implicaba la posibilidad de alzarse con una gran cantidad de discos de un mismo artista, de un mismo sello, de un mismo estilo o, simplemente, con todos los discos de la colección de algún fulano que nunca conocerías en tu puta vida porque estaba del otro lado del planeta, que había decido desprenderse de su historia o de algo que lo incriminaba.

A pesar de la pasión y de los gustos, uno tiene un límite: la billetera. Ya te conté que durante mi vida de porteño sufrido no tenía un mango, que lo poco que tenía prefería gastarlo en la compra de algún instrumento musical. Si algo me sobraba, compraba algún que otro disquito. En Montréal, fue bastante diferente. A pasar de no cobrar fortunas, como todo era más barato, podía acceder más fácilmente a los instrumentos, podía acceder a muchos más discos, muchos más. Debés estar cansado de escuchar que compré de todo. Quizás pienses que exagero. Quizás pienses que miento. No es grave. Leé y disfrutá. Divertite. No importa lo verdadero. Solo importa lo verosímil, aunque esté sazonado de verso. 

Creer o reventar, en una de mis tantas compras a través de E-bay pude conseguir cerca de veinte CDs de uno de mis artistas favoritos de un plumazo, a un precio irrisorio. Creo que no debo haber gastado ni cien dólares y en un santiamén pude hacerme de una buena parte de la discografía de este británico que ha grabado la mayoría de sus álbumes con la filosofía “do it yourself” mucho antes de que el concepto se inventara, se acuñara. Ha sido más marginal que los punks. Desborda de rebeldía constructiva. Me encanta. Lo considero una influencia mayor para mi música aunque jamás he intentado imitar su estilo musical. Nos emparienta la forma de grabar música, el entorno en el que trabajamos. Él produjo muchos de sus álbumes en el living de su casa, en su propio estudio llamado Sofa Sound, donde aparentemente tenía todos sus instrumentos instalados alrededor de un sofá. Yo grabé todos los álbumes de mis proyectos musicales en mi casa. No exactamente sentado en el sofá, pero la situación siempre ha sido semejante. Lo que me gusta de este tipo es que descubrí que se trata de un visionario más que de un canta-autor de música popular. Muchas de sus propuestas musicales se han anticipado a las modas. Sin embargo, este gigante no parece agrandarse ni vanagloriarse de sus logros. Además, como si fuera poco, es un gentleman.

El respeto incondicional que siento por este artista hace que no me importe que haya publicado algún que otro álbum flojito. Sé que a pesar de que a veces no logre superarse, le pone toda la garra para experimentar entregándose al máximo. Le perdono todo. Mucha gente lo conoce por su paso por la escena del rock progresivo durante los años ’70. Otros, aunque no los suficientes, lo conocen por su carrera solista, por su voz demoledora, por su pasión. Ha firmado sus álbumes como Rikki Nadir. Ha firmado como Rodney Sofa. Ha firmado como Ego. Ha firmado simplemente como K. También ha firmado con su verdadero nombre, claro. Sin embargo, la marca la deja sin tinta ni trazos. La deja cuando su oyente se percata de que el momento que acaba de presenciar fue único e irrepetible. No importa la cantidad de veces que el señor Peter Hammill interprete alguna de sus canciones. Seguramente nos exponga a una gran cantidad de emociones que difícilmente sean las mismas en cada reinterpretación de una misma canción. Lo efímero, en ese momento único, presenta esa sensación especial que acompaña al descubrimiento de algo nuevo, diferente, distinto, atípico, inigualable. No muchos pueden jactarse de esto.

“The aspects of vision are many, and in addition there are reflections, illusions and hallucinations. If some can be shared that makes us less alone. If the dark can be faced, that makes us less afraid. If we accept sight, that makes us more visible. I feel the city caging me like an animal; I am crushed by the weight of the system, but I can still raise a – human – shout against it. I feel the tension of doubt surge in me, the release of eye-on-eye love, the loss of childhood idols and aspirations; I clutch the transitory prizes of knowledge and unspoken faith. I feel the torch in my hand, the spark in my heart, and I must carry both as long as I can. We all have our torches; but lone flame-bearers do not make a procession of humanity. It has been, and remains, my hope that through songs vision can be shared and enhanced. As for me, disappearing like the Cheshire Cat with hardly even my smile intact, I can still look at you only through the camera. There is more urgent vision than that. Listen to yourself.” (PETER HAMMILL, 1978, Vision, Londres, Charisma Label.)

lunes, 19 de junio de 2023

CIENTO SESENTA Y SEIS

Puras referencias. Alguna que otra tapa de disco, en una u otra vidriera. Fotos de portadas, en alguna revista, en algún diario. Comentarios, en publicaciones especializadas. Consejos, recomendaciones, de sonívoros con mayor experiencia en el asunto, con más años de búsqueda, de pesquisa, de coleccionismo. Todo era bienvenido en una época oscura en la que la información escaseaba y era difícil de conseguir. Andábamos con las orejas bien paradas, atentos a cualquier referencia, dato, nombre de artista o título de disco que anduviera circulando por ahí. El que había conseguido algún catálogo de algún sello con los títulos de los álbumes de las discografías de los grupos que publicaban, pasaba a ser una especie de gurú al que había que seguir, interrogar, escuchar y exprimir: tenía la posta. El que había viajado y había traído revistas de música importadas, era un erudito en la materia. Todas esas referencias valían oro. La información lo era todo. No como ahora que toda la información está al alcance de tu mano y lo que tiene valor es saber desglosarla, clasificarla y descartar lo que resulta inútil e inservible. En aquellos años de rebusque casi todo lo que llegaba a nuestras manos era útil, aunque también había espacio para la fábula, la mística y la exageración. Nos alimentábamos de los mitos de los disqueros que nos hipnotizaban con cuentos de lo más inusuales para encajarnos algún que otro disco sin demasiado valor.

Mucha gente más grande que yo de la que recibía consejos y comentarios en mis primeras épocas de búsqueda musical, hablaba de ciertos músicos que si no escuchabas al menos una vez en tu vida, no podías considerarte miembro de la casta de los melómanos, menos de la de los sonívoros. Existía un problema: en la década de los ‘80 se me hacía difícil conseguir ese material, esos discos. No solo porque había pocas ediciones locales, sino también porque no contaba con el dinero suficiente como para diversificar tanto mis gustos. Conclusión, pude acceder a escuchar a muchos de estos músicos e intérpretes un poco tarde en mi vida, mientras vivía en Montréal, único momento en el que tuve cierta holgura económica.

Era viernes. Como todos los viernes, después del laburo, tenía que hacer la recorrida de rutina por las disquerías: seguramente pasé por dos ó tres tiendas antes de acercarme a Atom Heart, donde ya sabía que tenía algo para retirar. Como de costumbre, volví lo más rápido posible al departamento para ponerme a escuchar mi nueva adquisición. No me sorprendió que fuera buena la música que salía de los parlantes. Lo que me sorprendió fue la genialidad con la que habían trabajado semejante quilombo. Una avalancha de sonido. Una avalancha de sentidos. Debo haber escuchado ese disco cinco ó seis veces seguidas. Fue una noche endemoniada. Esa voz, esas guitarras, ese ritmo hipnótico, tribal, del que no se puede escapar, con el que uno termina poseído. Todo pertenecía a otro mundo. Un mundo mágico, inexplicable, surrealista. Desafortunadamente, el sábado tenía que madrugar: el dueño de la agencia de publicidad para la que trabajaba había invitado a todo el personal a pasar el día en una cabaña de su propiedad en las montañas. No solo había trasnochado, además estaba sobreestimulado, sobreexcitado, sobreexaltado, por haber podido finalmente escuchar semejante discazo, por haber finalmente accedido al Olimpo prometido a todos los sonívoros, por haber escuchado uno de los álbumes de música popular más importantes de la historia. 

Como auto no tenía, para ir a las famosas montañas, me colé en el de la novia de Michel – uno de mis compañeros de trabajo. Como él registro no tenía, la había convencido para que nos llevara. También se coló Vincent – otro fanático de Peter Hammill. Entre los tres, no hacíamos uno. Parecíamos tres adolescentes que van a una fiestita de cumpleaños en el auto de la mamá de uno de ellos. Yo viajaba atrás con Vincent. Estaba tan exaltado por haberme pasado toda la noche escuchando ese disco incomparable que no paraba de hablar. Trataba de poner en palabras todas las sensaciones que esa música tan visceral como primitiva había provocado en mi psique. Hablaba hasta por los codos, en francés, obvio. Quizás, también en inglés, aunque no puedo asegurarlo. Mis compañeros de laburo no entendían nada. Era gente correcta, medida – quizás en exceso. Semejante nivel de exitación parecía perturbar levemente su herencia anglosajona. Yo, ya no era el mismo. Seguía siendo un sudamericano viviendo en América del Norte pero había comprendido que el salvajismo no era exclusivo de nuestros pagos, que el salvajismo muchas veces era bienvenido, que en las artes puede provocar a la creatividad, que puede ser terapéutico. El salvajismo puede convencerte de que estás vivito y coleando. Desde la imagen de la portada hasta el último acorde de la última canción, “Trout Mask Replica” de Captain Beefheart & His Magic Band fue un shock. Me hizo reconciliarme con la decadencia, con los sonidos ásperos, con el deterioro que forma parte de la vida y la revitaliza, con la belleza de todo aquello que parece estar a punto de desmoronarse. Me hizo comprender el valor de la desprolijidad en el arte como herramienta expresiva. Me hizo recuperar definitivamente el pulso sanguíneo que había intentado remplazar por el pulso electrónico, por el pulso artificialmente perfecto con el que el ser humano intenta alejarse de sus instintos, de su naturaleza animal, de su biología imprecisa. 

viernes, 7 de abril de 2023

CIENTO SESENTA Y CINCO

Debo admitir que bajo alguna excusa sin sentido, durante largos años, censuré la posibilidad de deleitarme con una música sin tiempo. Una de esas músicas que no se desgastan, que perduran intachables, incuestionables. Una música de barrio, de sótano o de alcantarilla. Desfachatada, irreverente. ¿Oculta o culta? Sobre todo oculta, solapada. Un secreto muy bien guardado. Una música con tan poca repercusión masiva que lo primero que me pregunto es cómo mierda llegué a conocerla en una época tan primitiva que no teníamos las herramientas necesarias ni siquiera para sospechar que en algún momento iba existir algo que se llamaría World Wide Web que pondría toneladas de información al alcance de nuestra imaginación. Seguramente, mi primer contacto fue de rebote, de pedo. Gracias a alguna nota que habré leído en la Rock de Lux, en El Musiquero o en la Cerdos & Peces. Quizás en el suplemento Sí, en el No o en el Sur; los que caían en mis manos siempre por casualidad. Mucho más que esas fuentes no tenía a mi alcance. 

En algún momento de mi adolescencia, conocí un par de las canciones de este grupo yanki gracias a las reinterpretaciones propuestas por otros artistas. Recuerdo la de Siouxsie & the Banshees y la Echo & the Bunnymen; menos la de The Church. Poder escuchar las versiones originales, me llevó más tiempo. Mucho más tiempo. Antes de decidirme a comprar los escasísimos discos de este grupo neoyorquino en sus versiones remasterizadas que incluyen bonus tracks, recuerdo haber asegurado con firmeza a Francis de Atom Heart que no disfrutaba demasiado de la voz del flaco que cantaba. Lo cual tiene algo de verdad. Honestamente, su voz no es el punto álgido de la música de esta banda. Interpretan canciones, sí. Muy buenas, obvio. Con letras trabajadas, con intención, claro. Pero podrían haber decidido ofrecernos un rock instrumental que habríamos disfrutado sin chistar. De la misma manera que nos regocijamos con los álbumes de música instrumental que ha publicado el vocalista principal del cuarteto, cuando decidió cortarse solito.

Abro paréntesis. A pesar de que aprecio a una buena cantidad de cantautores, de cantantes, de canciones, hace rato que me deleito mucho más escuchando música instrumental que tratando de descubrir el sentido de las palabras que conforman la letra de una canción. Disfruto de alguna que otra frase, cuando sacude. Disfruto del sonido de determinadas palabras, cuando desestabilizan. Aunque, finalmente, me cago en la semántica. Me cago en el sentido – literal o encubierto – que se le da a las palabras cuando están relacionadas con la música. Mientras la combinación, la fusión, entre los sonidos de los instrumentos y los sonidos de las voces humanas suene interesante, me conformo. Solo eso es lo que valoro de la intervención literaria en la música. Creo que para la música, la poesía es simplemente un instrumento más dentro del abanico de timbres, dentro de la paleta de sonidos disponibles para la composición. Un aporte, una colaboración. No un requisito para que la música tenga su razón de ser. Cierro paréntesis. 

Sin embargo, a pesar de mi opinión, seguramente este muchacho debe haber estado más que interesado en la poesía, en el sentido que ha decidido encontrar en las palabras que ha elegido para sus textos. No en vano tomó prestado el apellido de un poeta simbolista francés que ha ofrecido a través de su obra un mundo lleno de misterios por descifrar, repleto de recursos literarios por interpretar; poeta que, además, se esforzó por dar a conocer la obra literaria de otros pesos pesados del género, también franceses, conocidos en el ambiente como los “poetas malditos”. No hay más que aceptar que la poesía de Paul Verlaine y, seguramente, la de sus protegidos han sido una influencia decisiva para que el joven Thomas Joseph Miller comenzara a delinear el rumbo que tomarían las canciones que escribiría tanto para sus proyectos solistas como para su grupo Television. ¿Para qué me enrosco? ¿Para qué buscarle el pelo al huevo?, si el resultado es impecable.  

Nota bene: ¡Atención! Lamentablemente, las imágenes de las portadas de los álbumes de estos tipos dejan bastante que desear. Las gráficas parecen poco estudiadas, para salir del paso. Si sos uno de esos coleccionistas a los que además de la música, le interesa el aspecto decorativo de los discos, de sus tapas, es el único punto negativo que le podés reprochar a la discografía de estos muchachos. Aunque va a depender un poco del gusto y de la exigencia de cada uno, claro. 


domingo, 12 de febrero de 2023

CIENTO SESENTA Y CUATRO

Todas las las grandes historias tienen algo de verdad y algo de mentira. Algo inventado, si preferís. Esas mentiritas piadosas, las que no le hacen mal a nadie, muchas veces alimentan mitos, crean nuevos universos, hacen la vida más interesante, más entretenida. 

Lamentablemente, no conocía la mística que rodeaba al disco que te voy a presentar, a este artista, antes de encontrar el CD en La Bouquinerie du Plateau, sobre la avenue Mont-Royal est. Nunca sabré si haber sido expuesto a comentarios previos sobre los méritos de este álbum habría dirigido mis decisiones de una manera diferente. Lo único que puedo asegurar es que cuando vi el disco en la batea, inmediatamente me cautivó. Aunque no reconocía el nombre impreso sobre la portada, me aferré a él para que nadie osara sacármelo de las manos. El aura que emanaban las fotografías monocromáticas y fuera de foco del arte de tapa me incitaban a no dejar pasar a este disco. Invitaban a comprarlo sin cuestionárselo. Estaba claro que no era uno más del montón. Sin embargo, el acto reflejo de leer los créditos es inevitable. Es lo que sirve para confirmar la corazonada, el impulso. Entre los nombres citados, reconocí a John Medeski y a Billy Martin, del genial trío Medeski Martin & Wood; a Evan Lurie, a Steven Bernstein y a Erik Sanko, de mis adorados Lounge Lizards; a Marc Ribot, el camaleónico guitarrista, también asociado en algún que otro proyecto con los anteriormente mencionados. Suficiente como para asegurar la tentación. Pling, caja. 

Como el efecto sorpresa muchas veces se queda corto, la vida te reserva un shock de asombro complementario para que todo siga teniendo sentido. Al insertar el CD en mi equipo, cuando empezaron a sonar los primeros acordes de la música, quedé pegado al parlante hasta que terminó la última canción. Aunque hubiera querido hacer otra cosa, no habría podido. Cautivado, hechizado, embelesado, fascinado, hipnotizado… Podría seguir con la lista de adjetivos para describirme en ese momento, pero estimo que quedó claro. Canciones de puta madre interpretadas por músicos de la san puta que se amoldan a la perfección al espíritu de una música entre tribal, primitiva, salvaje y sensual que no les exige virtuosismo alguno. Solo les pide el climax sónico grupal. No hace falta ser negro para tener soul. No hace falta que los músicos sean descendientes de alguna tribu perdida en medio de la nada para hacerte mover la patita. No hace falta firmar ningún contrato con el diablo ni ofrecerle el alma para que a cambio le otorgue a los músicos un fuego interior que los habilite para hacer una música endiablada. No hace falta organizar ningún rito satánico. No hacen falta ni mantras, ni sectas, ni médicos brujos, ni gurúes. No hace falta un chamán para engualicharlos a todos, hacerlos bailar alrededor de una fogata en la que sacrifican a una joven virgen mientras entran en trance y nos ofrecen una música endemoniada. Me fui al carajo. Vuelvo. Mientras escuchaba el disco presentía algo familiar. El timbre de la voz de este ignoto aunque ya legendario cantante me remitía a algo reconocible. Lo tenía en la punta de la lengua pero no lograba dejarlo salir. Como en el departamento no tenía internet, tuve que esperar al día siguiente para buscar más información desde la computadora del trabajo para intentar completar mi laguna – si esa máquina hubiera hablado… 

La oreja no me fallaba. Mi intuición no era equivocada, en ningún sentido. Primero, cuando vi el disco por primera vez en la tienda, supe que me iba a gustar. Segundo, cuando lo escuché por primera vez reconocí a un artista que, mágicamente, me interesaba escuchar desde antes de enterarme de su extravagante nombre, de su marginal existencia. Mi búsqueda por internet me confirmó que The Legendary Marvin Pontiac no era otro que el mismísimo John Lurie, alma mater de mis adorados Lounge Lizards, ocultando su identidad bajo un seudónimo que le permitiera expresarse libremente dándole rienda suelta a su creatividad, que le permitiera dedicarse a componer canciones que no habrían cuadrado en ninguno de sus otros proyectos musicales. Se había decidido a dejar sus saxos por un rato para agarrar el micrófono y ponerse a cantar. Desde la primera referencia que encontré en internet adiviné el humor de este grande que solía decir que el estilo de música que tocaba con los Lounge Lizards era “fake-jazz”. ¿A quién se le puede ocurrir decir que de su propia música que es falsa? ¿A quién se le puede ocurrir que Leonard Cohen dijera que Marvin Pontiac era “Una Revelación, con mayúscula”? ¿Revelación? ¿A quién se le puede ocurrir que David Bowie dijera que Marvin Pontiac “es tan inconteniblemente adelantado a su época que sus canciones parecen compuestas ayer nomás”? ¿Inconteniblemente adelantado a su época? ¿A quién se le puede ocurrir que Beck dijera que “todas las innovaciones posibles en la música está ahí”? ¿Todas las innovaciones posibles en la música? ¿A quién se le puede ocurrir que Michael Stipe de R.E.M. dijera que su “guardaespaldas no escucha otra cosa”? ¿A quién? ¡A este zarpado!

En resumen, tuve más culo que cabeza al encontrar un disco de uno de los artistas que más aprecio del que, además, desconocía la existencia. Creo que de tanto comprar discos, de tanto observarlos, de tanto apreciarlos, de tanto tocarlos, de tanto escucharlos, uno va desarrollando una especie de sexto sentido que colabora inmensamente a la hora de la elección. No hace falta recordar cada uno de los nombres de los músicos que nos gustan, ni encontrarlos escritos en los créditos de un álbum. Solo hace falta estar entrenado para captar, para percibir, extra sensorialmente su presencia en los discos que desfilan ante nosotros cada vez que visitamos una tienda. 

sábado, 11 de febrero de 2023

CIENTO SESENTA Y TRES

Lo prometido, siempre es deuda. De lo contrario, la venganza será terrible, obvio. Debo admitir que no me lo esperaba. Que había perdido la confianza. Que lo sentía blandengue y falto de combustión. Lo percibía muy alejado de sus antiguas proezas, muy alejado de la voluntad de demoler los pilares de los estereotipos contaminados del rock. Claramente, devenido condescendiente y previsible. Un tipo que tan solo exagerando su pose de músico marginal había creado algo personal e irrepetible, digno de adoración. No en vano, hacía rato que había empezado a buscar nutrirme de otros sonidos, a interesarme por otras músicas. Sentía que muchos de los grupos que venía siguiendo desde mi adolescencia ya no tenían más nada para ofrecer, que habían agotado su fuente de inspiración, que su llama estaba definitivamente extinta, que se repetían hasta el hartazgo, que habían dejado de producir sonidos memorables. 

Voy al grano. Después del espantoso “Nocturama” – todavía hoy me sigo preguntando qué es lo peor de aquel álbum: ¿la música?, ¿la portada?, ¿el título? – no quise saber más nada con el viejo y querido Nick. Sentí que había sido demasiado mal gusto todo junto. ¿Existirá el término anaestético para definir que este trabajo va en contra de todo lo estéticamente valorable? Caer tan bajo es penoso. ¡Qué disco de mierda! Derrapó mal, pensé la primera vez que lo escuché. ¿Qué le habrá picado? El flaco se olvidó de defender su dignidad, su historia, su legado. Después de escuchar aquella música lavada e insulsa, muy a mi pesar, decidí que debía dejar de considerarlo un cantautor de interés con el que podría continuar enriqueciendo mis oídos. Me dio muchísima pena comprender que tenía que dar vuelta la página, que no me quedaba otra que conservar su música como un muy buen recuerdo de mi adolescencia y seguir mi camino sin mirar atrás. Atención con la nostalgia, te puede llevar a cometer estupideces. Ojo, tené cuidado con la sobrevaloración de los recuerdos de las experiencias pasadas.  

Habían pasado un par de años desde que me había instalado en Montréal. Como de costumbre, estaba a la pesca de discos para sumar a mi colección. Me enteré por casualidad que estaba por salir a la venta un box-set triple, convenientemente titulado “B-Sides & Rarities”, con infinidad de temas de los albores de la carrera de los Bad Seeds que estarían disponibles en CD por primera vez. En mis épocas de acérrimo fan, había soñado más de mil veces con conseguir cada uno de esos simples, cada una de esas rarezas. No había dudas. Los quería escuchar. Quería tener esa cajita, por aquellos buenos viejos tiempos, para preservar y nutrir aquellos buenos recuerdos. No sé si fue un error, pero… 

Cuando pasé por Atom Heart para encargarlo, Francis me advirtió que también estaba por salir un nuevo album doble del grupo que se llamaría “Abattoir Blues / The Lyre Of Orpheus”. Me mostró la imagen de la portada en su computadora. Sudé frío. Me dio mucho miedo. Una vez más, la imagen era un espanto. Rara, rarísima. Flores rosaditas, fondo beige. Demasiado cercano a un empapelado que tenía mi abuela en el living de su casa. ¡Un horror! Acto seguido, tuve un flashback y se me clavó sin anestesia en el cerebro la horrible foto de la tapa de “Nocturama”. Me hizo mal, muy mal. Tuve un momentáneo ataque de pánico. Como pude, respiré profundamente. Seguramente estaba pálido como la imagen de esa maldita portada. Una dosis tan elevada de mal gusto desestabiliza los sentidos de cualquiera. Recuperé levemente el aliento. Enfilé hacia la puerta de salida para tomar una bocanada de aire fresco. En ese momento, no le pude responder a Francis. Solo logré balbucear que necesitaba pensar bien antes de encargarlo porque los Bad Seeds habían dejado de interesarme. Aclaré que había decidido no seguir comprando sus discos después de la profunda decepción que me había provocado su disco anterior. A buen entendedor, pocas palabras. Con su sonrisa cómplice me dejó comprender que habíamos sido varios los desilusionados por aquel terrible fiasco. Un abuso de confianza, quizás. ¿Acaso piensan que el fan es capaz de resistir a todo, a cualquier cosa? 

Inexplicablemente, a pesar de haberme prometido no caer nuevamente en la tentación, un par de días más tarde, decidí encargar también el flamante nuevo álbum. Quizás, como un voto de confianza para un artista que me había acompañado durante tantos años, casi desde que empecé a elegir la música que escucho. Un tropezón no es caída, pensé. Veamos qué nos ofrece ahora, a lo mejor ya se le pasó el delirio místico, las ínfulas de predicador. El excesivo amor propio, la elevada autoestima. La lacerante egolatría que no le permite ver que ha provocado el menosprecio de sus colaboradores más preciados. De aquellos que también son responsables de la creación de esa criatura, de ese “yo mismo” del que él tanto se vanagloria, del que él continúa a sacar provecho. Craso error. Prefiere ir quedando solo como perro malo y continuar su peregrinación sin rumbo.

Algo de razón sigo sintiendo que tenía. Los años me han enseñado que cuando dudo demasiado sobre algo, seguro que no vale tanto la pena hacerlo. La carrera del australiano había comenzado a mostrar la hilacha hacía rato – incluso mucho antes del olvidable “Nocturama” – y cada nuevo álbum que publicaba perdía en consistencia. Sin embargo, este nuevo disco doble que me animé a comprar a pesar de que la voz de mi conciencia insistía para que no lo hiciera – con esa tapa tan penosa – me gustó. Sobre todo el más rockero de los dos, claro. No puedo asegurar que me haya reconquistado, pero al menos, me dio ganas de seguir escuchándolo. Sin embargo, aún hoy, sigo haciendo la vista gorda con la tapa. My God!

Pasaron otro par de añitos. La misma historia. Esta vez con “Grinderman”. Este Cave es un “enfant terrible” que no podría haber actuado de otra manera: tratando de molernos a palos, de cagarnos a trompadas. Pasemos a lo concreto. Otra tapa para el olvido, falta de creatividad, horrenda. Música, decente, aunque cada vez más lejos de la sorpresa, de la propuesta única e irrepetible con la que solían sorprendernos, deleitarnos, Cave y sus colaboradores. Cada vez más lejos de lograr confirmar que se lo puede seguir considerando como un artista de alta gama dotado de una creatividad inagotable. Sorry Nick, me encantaba tu música. Tiempo pasado. Hoy, solo pasa sin pena ni gloria. ¿Te habrá pegado el viejazo?  Quizás deberías darte cuenta de que cada vez te queda menos gente lúcida a tu alrededor, que te vas encerrando en vos mismo, que esta realidad opera en detrimento de tu propuesta musical. Se me cayó un ídolo. R.I.P.

miércoles, 21 de diciembre de 2022

CIENTO SESENTA Y DOS

Para un pobre sudamericano pobre como yo, vivir en el primer mundo tuvo sus beneficios. Vivir en el primer mundo otorga el privilegio de estar cerca de todo, cerca de la pomada. Además, al estar un poquito más holgado con el dinero me dio algo de soga y pude dedicarme a ponerme al día con la carrera de una buena cantidad de artistas a los que me interesaba escuchar desde hacía rato pero que tenía relegados por no disponer de los recursos económicos necesarios para despuntar el vicio. Completé discografías de artistas que sabía que apreciaba enormemente, aunque los hubiera relegado para poder acceder a otros que llamaban mi atención momentáneamente. Completé discografías de artistas que quería tener en mi colección, aunque no coincidieran plenamente con el resto de mis gustos. Completé discografías de ciertos artistas que habían llamado mi atención en algún momento de mi sonívora vida, aunque hubiera sido tímida o fugazmente. Completé discografías de artistas que ni siquiera sabía que existían hasta que no empecé a frecuentar las disquerías de Montréal. Allí, accedí a material de artistas que nunca hubiera imaginado que llegaría a estar entre mis manos. Accedí a material raro, rarísimo, casi inconseguible. Un mundo aún más extenso se me abrió cuando empecé a comprar discos on-line a través de Gemm, Musicstack, Ebay o Discogs. Compré de todo. Discos impensables, discos increíbles, discos impactantes, discos intensos, discos interesantes, discos inescuchables, discos impresentables, discos inexcusables, discos que me hicieron sentir como un imbécil.

No recuerdo con precisión cuál fue el criterio que adopté para ir completando, acrecentando, mi colección. Creo que cuando algo despertaba mi interés, profundizaba. Quizás para no perder el hilo, para fortalecer el vínculo con el artista, para tratar de no tener discos huérfanos, difíciles de rastrear en los estantes. Lo único cierto es que el crecimiento fue exponencial. De un grupo que a uno le gusta, se puede seguir la carrera de cada uno de sus miembros. De cada uno de los integrantes de esos grupos, se puede seguir la discografía de cada uno de sus proyectos paralelos, de sus proyectos solistas. Esos proyectos paralelos, proponen nuevos músicos a los cuales uno puede seguir escuchando para incluirlos en la colección. Es un círculo vicioso interminable, eterno. Ejemplos, sobran. 

Siempre leo los créditos de los discos que escucho. Ese ritual, esa manía, los respeto desde el primer día en el que compré un casete. Continuó con los vinilos. Con los CDs no hubo excepción. A pesar de que en Discogs se encuentra toda la información necesaria de cada disco, sigo leyendo – ayudándome con una lupa, tanto los títulos de las canciones como los créditos de los álbumes de la cubierta del disco, mientras lo escucho. Lo que más extraño de los vinilos es la abundancia de imagen, de color, de información, que permite el tamaño de sus embalajes. Tamaño que se puede duplicar o triplicar si te ofrecen un diseño que se despliegue, ese que en la jerga llaman gatefold. Codiciado. Cotizado. Impactante cuando lo tenés delante de los ojos. Además, no te olvides que también te pueden ofrecer un sobre interno impreso o decorado – en coherencia con el arte de tapa – en lugar del clásico sobre protector blanco neutro con el agujero central para poder leer la información disponible sobre la etiqueta del disco. 

Durante mi adolescencia tuve tres vinilos de un mismo grupo que disfruté intensamente: “Another Music in a Different Kitchen”, “A Different Kind of Tension” y “Singles Going Steady”. Con estos tres álbumes me di cuenta de algo raro. Al leer los créditos, vi que los integrantes del grupo, en algunas canciones, diferían de los autores; algo poco usual cuando no se trata de una banda de covers, de homenaje; algo que me desconcertaba. Parecía que todo había quedado ahí, que se trataba de un nombre más. De un nombre sin rostro, sin historia. Craso error. Atando cabos descubrí que el nombre de ese tipo aparecía también en otros álbumes a los que había tenido acceso, en algunos casos sin haberlo sabido en su debido momento. Escuché un disco llamado “The Correct Use of Soap”, en la casa del gordo Gonza, compañero de banco de la escuela secundaria canuto como nadie, que se negó a prestármelo para que me lo llevara a mi casa para degustarlo como corresponde y leer los créditos para enterarme de los pormenores del álbum. Algunos añitos más tarde supe que el de los créditos de aquellos tres vinilos también cantaba ahí, además de ser el artífice de las letras de las canciones. Más o menos en esa misma época, cuando todavía me cautivaba la mística del sello 4AD, pude comprar “It’ll End in Tears”. Cada vez que lo escuchábamos con mi amigo Juan Carlos, cuando llegaba “Holocaust”, el tercer tema del lado A, él me decía emocionado: Howard Devoto, Howard Devoto, Howard Devoto; suspiraba y se mordía levemente el labio inferior, mientras le brillaban los ojos por el deleite que le provocaba disfrutar de esa canción. Tenía toda la razón al emocionarse.

Por si no lo conocías, Howard Devoto, fue el cantante de la primera formación de un grupo punk británico originario de Manchester conocido simplemente como Buzzcocks. El talento vocal de este muchacho solo puede apreciarse en “Spiral Scratch”, primer 7" del grupo, disco al que pude acceder recién cuando el sello Mute Records lo publicó por primera vez en CD, disco al que pude acceder durante mi adolescencia tardía, cuando ya me acercaba peligrosamente a ser un viejo choto. Honestidad brutal, ante todo. Era un pibe, pero del ayer. Los años pasan, che. Sin embargo, a pesar de que esta música tiene un alto contenido de rebeldía adolescente, envejeció bien y cualquier adulto que aprecie el rock fresco, espontáneo, puede disfrutarla sin ruborizarse, sin avergonzarse, por tratar de ocultar alguna que otra canita bajo la transpiración del pogo improvisado en el living de su casa. Quizás sea el aporte del letrista y cantante, nuestro adorado Devoto, que ofrece una pluma mordaz, punzante, incisiva, crítica, creativa. Para algunos, ambiciosa, por proponer temáticas inusuales para el género. Para otros, peligrosa, por incentivar a las neuronas del oyente a despertarse del agónico letargo propuesto por la sociedad de consumo. Para los menos, soberbia, por dedicarse al buen escribir cuando la inmensa mayoría prefiere el mero entretenimiento al aporte intelectual duradero que trascienda fronteras espaciales, temporales o culturales. Luego, este muchacho formó la descomunal banda Magazine, única en su género, imposible de encasillar, imposible no caer rendido ante sus encantos. De esta segunda banda de Devoto, me quedé con las ganas durante unos cuantos años por la mezquindad del flaco de la escuela secundaria del que te hablé antes. Al final, me desquité con creces. Tuve la suerte de conseguir en el Parque Rivadavia los CDs de “Play” y “Magic, Murder and the Weather”, a buen precio. Me cautivaron. Pero más me cautivó la posibilidad de conseguir todos y cada uno de los álbumes del grupo en su versión japonesa, réplica del vinilo original en miniatura, en el Tower Records de Tokyo, cuando visité el país del sol naciente. Un lujo. 

El llamado del coleccionista completista que llevo adentro me llevó a descubrir la existencia de varios proyectos del venerado Howard Devoto de los que nunca había escuchado nada, de los que nunca antes me había enterado. Primero, conseguí “Jerky Versions of the Dream”, su único álbum solista, publicado al siguiente año de la disolución de Magazine, con el que me brindó lo que esperaba de él. Ni más, ni menos. 

Luego, supe de la existencia Luxuria, su dúo de finales de la década de los ’90, que continuaba con las obsesiones a las que nos ha acostumbrado desde el comienzo de su carrera y lo posicionaba – para bien y para mal – al margen de las propuestas de sus contemporáneos, con elementos que lo han hecho inventarse un tiempo paralelo que le permite moverse a sus anchas sin caer en la tentación de la imitación como medio para tratar de obtener un lugarcito en el Olimpo de la música pop. Sus logros, le pertenecen. Sus logros, son su propio mérito. Lamentablemente, los discos de Luxuria son tan buenos como son esquivos. Me costó conseguir este material. Me costó, porque no fue fácil. Me costó, porque lo pagué bastante saladito en Ebay, gracias a una amiga que no paraba de apostar y mientras el valor subía decía: “si Dios quiere, lo vas a tener”. Ganó la apuesta por obstinada y porque ella no pagaría la cuenta. Dios quiso que el que pusiera la tarjeta de crédito fuera yo. De todas maneras, no puedo quejarme demasiado. Conseguí una edición japonesa increíble. Un box-set naranja flúor – apropiadamente llamado “Beast Box” – que contiene los dos álbumes del grupo con bonus tracks, un VHS con videos de cada una de las trece canciones del segundo disco de la banda y un libro con cada una de las letras de Howard Devoto desde el comienzo de su carrera, a finales de los años ’70, hasta las de estos dos álbumes, de finales de los ’90. Otro lujo.

Aparentemente, el flaco se pudrió del show business y decidió retirarse del mundillo de la música para dedicarse al archivado fotográfico. Acto seguido, silencio de más de diez años. Merecido descanso para la billetera del coleccionista. Vos tranquilo, Howard. 

Nuestra crisis del corralito del 2001 me hizo pasar por alto su proyecto del nuevo milenio. Como no tenía ni un triste peso para gastar en nada, no me informaba sobre los discos que se publicaban. Me mantenía totalmente al margen para no desesperarme por no poder comprar ni un disco usado rayado. Otra compra relegada, pateada para adelante. Y fueron… Afortunadamente, no pasó tanto tiempo entre el momento de la publicación del disco y el momento en el que tuve acceso a este material. Como te decía, vivir en el primer mundo, tiene sus ventajitas. De su proyecto ShelleyDevoto no solo pude conseguir sin ninguna dificultad un ejemplar nuevo y sellado del álbum “Buzzkunst”, sino que además conseguí el simple promocional de la canción “’Til the Stars in His Eyes Are Dead” que incluye dos temas inéditos. Lujazo. Con este dúo, Devoto nos termina de confirmar algo que ya se sabe: el flaco ha sido un genio comprendido a medias, esquivo, fuera de tiempo y lugar. Como me gustan a mí.

Quizás porque el silencio también es parte de la música, una vez más, silencio. Por suerte, Howard Devoto no se hizo desear por otros diez añitos. Reunió a Magazine, incluyendo a la otra mitad Luxuria, para dar unos shows y ofrecer un DVD de los conciertos, además de un disquito en vivo de las viejas épocas de la banda y otro recopilando temas de la carrera del grupo. El fan, aquietado. Pero la máxima sorpresa estaba por venir. El último aliento de este veterano que permanece en la memoria colectiva de los amantes de la música, de la contracultura, no se hizo esperar demasiado. Me chantó en la cara, sin pompa ni platillos, un “No Thyself” que me dio la impresión de se un adiós, no el hasta luego al que me había acostumbrado. Cuando comprendí esto, casi se me escapa una lágrima.

Finalmente, compré todos los discos que tuvieran escrito en la tapa Magazine, Luxuria o Howard Devoto. Si se cruzaron por mi camino, están en mis estantes. Por las dudas. Para que nada se me pasara por alto. Para disfrutar de la música de este capo sin ningún tipo de límite.

lunes, 5 de diciembre de 2022

CIENTO SESENTA Y UNO

Cupones vienen, cupones van, nuevos discos sonarán… Gracias a esta iniciativa de los muchachos de Atom Heart fui enriqueciendo mi colección. Ya te había contado que esta disquería de música alternativa situada sobre la rue Sherbrooke est, a metros de la rue Saint-Denis, en el Quartier Latin de la ciudad de Montréal, con cada compra te reconoce el 10% del importe de la factura transformándolo en cupones con puntos. Una vez que juntás suficientes cupones, si al sumar sus puntos te acercás al precio de un disco que te interesa, te lo llevás sin más trámite que darle los papelitos que fuiste guardando celosamente en tu billetera tanto a Francis, a Raymond, como al empleado de turno. ¡Un éxito! De esta manera, multipliqué la cantidad de los discos de mi colección sin prisa, pero sin pausa. Cada tanto me hacía de algún título nuevo que no conocía más que de vista. Con los cupones siempre elegía algo que me llamaba la atención pero que no habría comprado naturalmente, que de otra manera no habría llegado a mis manos. Así fue que empecé a conocer nuevas propuestas musicales a las que el saldo de mi cuenta de banco no me habría permitido acceder. Finalmente, gracias a Atom Heart, logré expandir mis gustos. Pensá que en una época, cuando sacaba un billete, como el dinero siempre ha sido un bien medianamente escaso en mi realidad, iba a lo seguro. Con el tiempo me volví un poco más osado, más impulsivo. Lamentablemente, terminé comprando muchos discos a los que hoy no les encuentro el sentido en mi colección. Ocupan lugar, juntan mugre y polvo. Algún día los venderé, no te preocupes. 

Todos los sonívoros – algunos más, otros menos – nos obsesionamos con los árboles genealógicos de los grupos y de los artistas que nos apasionan. Seguimos sus ramificaciones considerando proyectos paralelos, colaboraciones y apariciones varias para degustar las trayectorias de esos músicos que muchas veces se convierten en una insignificante agujita en el pajar cuando barajamos los nombres de aquellos que han hecho su aporte a nuestra cultura musical. Nos preguntamos qué le hace una manchita más al tigre y compramos otro disco, y otro, y otro más… Aunque el tipo solo haya estado respirando en el estudio mientras se grababa una canción, lo consideramos un aporte inestimable e imprescindible para su discografía. Somos bastante pelotudos. Nadie lo puede negar.

El rock nunca ha sido mi fuerte. El rock de garage, menos. Sin embargo, unos cuantos exponentes del género me han permitido descubrir algo digno de apreciar en esta música tan primitiva como visceral. Creo que lo que más me atrae es el componente tribal, hipnótico, que obliga al oyente a entrar en un trance brutal que lo abstrae de su realidad cotidiana, que lo hace moverse y saltar impulsivamente como una bestia irracional con ánimos de romper todo lo que se cruce por su camino. Además, el cántico simple y directo de estas canciones suele ser altamente recordable. No se puede decir que las melodías o las armonías que se escuchan en los discos de este género sean de una gran sofisticación, pero cumplen con su cometido: instalarse en la memoria colectiva del rebaño que las usará como himno hasta el hartazgo y les extirpará de raíz el sentido – siempre y cuando hubiera existido alguno, que las tarareará desvergonzadamente, que agitará tanto la cabeza como los pies al recordarlas, que se verá obligado a mover gran parte de su esqueleto sin lograr contener los impulsos espasmódicos provocados en su cuerpo al confrontarse con el incesante pulso del ritmo de esta música. Creo que los que me iniciaron en el género fueron The Birthday Party y, más tarde, The Stooges. Para muchos sería más que suficiente conformarse con esos dos pesos pesados. No para mí. Seguí indagando. 

Gracias a una remera amarilla con la ilustración de un zombi medio punk que parecía salir de una película de terror de clase B con la leyenda “Bad Music for Bad People” que llevaba un compañero de la escuela secundaria, conocí el nombre de los Cramps. Ni él, ni yo los escuchábamos por aquel entonces. Pero, al menos, el nombre me quedó picando. Cuando pude, compré algunos de sus álbumes. La intriga había quedado intacta a pesar de todo el tiempo que había pasado. Finalmente, al escuchar la música de estos exacerbados yanquis, la promesa de aquella imagen con mirada torcida que parecía exigirte sin derecho a réplica que prestaras atención a este grupo de deformes fue cumplida con creces, lo que me hizo sentir que la larga espera había valido la pena. 

Muchos años más tarde, en la casa de mi amigo Cristian, pude escuchar por primera vez “The Modern Dance” de Pere Ubu. Grupo raro, cautivante. Todavía hoy sigo buscando sus discos para completar mi colección. Tranquillement, pas vite.

Creo que también gracias a Cristian me introduje en el extraño mundo de Captain Beefheart & His Magic Band. Todos sus discos me han dejado sin palabras y me han hecho mover la patita sin parar. ¿Ocultismo, hechicería, encantamiento o brujería? Simplemente magia, pura magia.  

La revista Esculpiendo Milagros, allá por 1992 ó 1993, me llevó a descubrir a Gallon Drunk, de los que pude conseguir los dos primeros álbumes casi de inmediato gracias a mi amigo Leo que por aquel entonces importaba discos para vender en el Parque Rivadavia. Quedé pegado a la primera escucha. Desprolijos, rotosos, gritones. Con la mejor de las ondas. Encima, las tapas eran geniales. Me hice fan instantáneamente y fui consiguiendo cada uno de sus álbumes, simples y todo disco que incluyera alguna de sus canciones que no estuviera disponible en otro lado. Como dicen, me hice completista. Tal fue mi interés que seguí la trayectoria de sus integrantes. Por suerte mis magra economía, era breve y sin demasiados meandros. Algún que otro disco solista del cantante. Alguna colaboración con otros grupos. Efímeros proyectos. Efímeras participaciones. El único que montó un verdadero proyecto paralelo, fue Max Décharné, el primer baterista de este combo londinense. Desarmó los tachos, se las tomó y agarró el micrófono. Se hizo cantante, che. Lamentablemente, demoré en percatarme de sus talentos vocales. Pasaron muchísimos años hasta que gracias a los famosos cuponcitos de la disquería Atom Heart, me decidí a llevarme de las bateas “A Walk on the Wired Side”, cuarto álbum de su banda The Flaming Stars. Había logrado sobrevivir sin esa música durante largos lustros y no me parecía reveladora. Sin embargo, tenían algo que me enganchó y me hizo seguirles la carrera hasta el último de sus alientos, en 2006. Si no los ubicás, fijate en el arte de las tapas de sus discos, seguro que te terminás tentando con alguno.

viernes, 25 de noviembre de 2022

CIENTO SESENTA

Es muy difícil encontrar las palabras adecuadas, las palabras justas, las palabras precisas, para describir la emoción que sentí al enterarme de que el cantante de uno de mis grupos preferidos de todos los tiempos se había embarcado en un nuevo proyecto y que, después de más de diez años de silencio, estaba por publicar un nuevo álbum. Todo era prometedor. Desde el título del álbum, pasando por la misteriosa imagen de la portada, por el curriculum del músico electrónico que lo acompañaba, hasta la ansiedad del fan que quería volver a escuchar aquella voz grave interpretar nuevas melodías y hacer vibrar los parlantes. En lo único en lo que le pifiaron – y bastante fulero – fue en el nombre del grupo. Quisieron hacerse los geniecillos, los lingüistas avezados, e inventaron una palabra sin ninguna gracia ni sentido, quizás hasta infantil, poco pregnante y para el olvido. Errare humanum est.

Intenté comprarlo en las habituales tiendas de discos nuevos que frecuentaba en Montréal y me desayuné con que no estaba disponible en ninguno de los catálogos de las distribuidoras. Inhabitual para un país en el que logré conseguir de todo. Sin hacerme demasiado drama, encargué el disco por correo, directamente al ignoto y minúsculo sello europeo. El vocalista británico acababa de publicar su primer álbum en muchísimos años, con un colega italiano del que nunca había escuchado hablar, a través de un sello discográfico sueco desconocido hasta para la madre de su propio dueño. Una decisión un tanto excéntrica, creo. ¿Habrá querido asegurarse de que nadie lo reconociera para no quedar pegado con su propia historia, para poder despojarse de su personaje? ¿De artista de culto a artista oculto? Me da la impresión de que un tipo fácil nunca debe haber sido. Nunca lo sabremos con certeza, no hay suficiente información circulando por internet sobre este tipo.

Una vez más, había que armarse de paciencia y esperar. Afortunadamente, la espera fue breve y me fue preparando para el momento en el que inserté el disco en el equipo. Con ganas pero sin desesperación, pude disfrutar de la nueva propuesta musical de este artista al que empecé a escuchar a los quince años de edad gracias a un par de casetes del enigmático sello británico 4AD que habría publicado el empresario argentino Daniel Grimbank a través de su sello DG discos, allá por la mitad de los años ’80. ¡Qué lo parió! Habían pasado una ponchada de años y había podido deleitarme gracias a unas cuantas experiencias enriquecedoras para mi vida musical non-stop. Sin embargo, estaba atento a la sorpresa y tan contento como perro con dos colas al poder disfrutar nuevamente de la voz grave de este cantante que tanto me había cautivado. Desde los primeros sonidos, la música me dejó sin palabras, casi perplejo, y me llenó de emociones. El título de la obra se amoldaba a la perfección a la propuesta sonora y rítmica. Mejor, imposible. La cadencia de la música, entre gomosa y oscura, donde los pulsos electrónicos avanzaban con dificultad, daba ganas de sumergirse en un sofá esponjoso y dejarse engullir por sus almohadones. Un placer. “Mud Black” era, sin duda alguna, el título ideal para un álbum con tales características. Michael Allen, el vocalista en cuestión, no se conformaba con haberme seducido, con haberme hipnotizado con su magnífico grupo The Wolfgang Press en mi tierna adolescencia sino que apostaba aún más fuerte, me dejaba boquiabierto y a la espera de una nueva entrega de su maduro y casi incuestionable Geniuser. – Como te imaginarás, el muy turro no tuvo mejor idea que dejar macerar su proyecto y hacer desear a todos sus fans hasta el hartazgo, como se le había hecho costumbre. – Se trataba claramente palabras mayores entre las propuestas existentes, entre las producciones de un género que suele repetirse, que suele apostar a hipnotizar al oyente con su monotonía. Que suele estar loopeado y ofrecer mínimas variaciones. Se trataba de un paso más allá para la música electrónica. Una música creada gracias a las nuevas tecnologías en expansión, a los bits y a los beats. Una paradoja… Este grupo creó una música sin tiempo preciso, atemporal, que logra alinearse con un género musical que requiere y exige una precisión rítmica milimétrica no negociable. Se trata de un grupo que se atreve a quebrantar al género del que se alimenta para ofrecernos una música personal y sublime, única e impagable.

Es cierto que los nombres que los artistas eligen para sus proyectos nos hacen soñar, nos hace volar. Algunos más, otros menos, otros casi nada. También es cierto que esos nombres pueden llegar a desmerecer la calidad de un proyecto, de su música. Una mala elección puede llegar a condenar al proyecto de un artista reconocido a que pase desapercibido, a que su público lo pase por alto al no provocarle ninguna sensación que lo invite a descubrirlo, además, a que no despierte el interés en ningún potencial nuevo oyente. No nos olvidemos que el nombre marca, que el nombre define. Sin embargo, aunque el nombre del proyecto no sea prueba fehaciente de ninguna genialidad, lo que finalmente debe importarle a un melómano, a un sonívoro, es el genio musical, la impronta sonora, las sensaciones auditivas que provoca el ruido armónico, el ruido elegante. ¿No?

martes, 25 de octubre de 2022

CIENTO CINCUENTA Y NUEVE

Como todo sonívoro que se precie, he comprado discos por correo en todo el mundo, provenientes desde los cuatro puntos cardinales. Desde Alemania, Argentina, Australia, Bélgica, Brasil, Canadá, China, Dinamarca, Escocia, España, Estados Unidos, Francia, Gales, Grecia, Holanda, Inglaterra, Irlanda, Israel, Italia, Japón, México, Noruega, Polonia, Portugal, Rusia, Suecia, Suiza, Venezuela; y andá a saber si no me olvidé de alguno… 

Tuve la suerte de no tener demasiados disgustos con esas compras a distancia, aunque si algo tenía que salir mal, salió mal. Mi nombre mal escrito. Mi dirección con errores. Algún disco partido, algún otro rayadito. Tapas deterioradas, ajadas, perforadas, plagadas de huellas digitales, con etiquetas de precios, con el nombre de su antiguo propietario, con incisiones profundas provocadas por algún elemento cortante o punzante, pegadas con cinta de embalaje. Paquetes rotos o desarmados de los que podría haberse escapado el contenido. Recuerdo uno, todo mojado, que conservaba algunas gotitas de agua dentro de la cajita del CD, además del librito húmedo y totalmente dañado. Algún título equivocado – que afortunadamente resultó contener una música genial obligándome a conseguir más material del grupo en cuestión. Algún otro, decepcionante – una de cal, una de arena. A veces, algún disco de menos, otras, alguno de más. Paquetes por duplicado. Incluso, diferentes formatos del disco pedido en cada paquete. Pero el más llamativo de todos fue uno que estaba impecablemente embalado, con todos los cuidados, para que el digipack no se estropeara, pero, al abrirlo, sorpresa: el disquito plateado no estaba… brillaba por su ausencia.

Como siempre, cuando me obsesiono con algún artista, muevo cielo y tierra para conseguir todos o, por lo menos, la mayoría de sus discos. Algunos se autodefinen como completistas. Yo me defino como insistente y obstinado. No puedo parar hasta encontrar el material que quiero escuchar y coleccionar. Aclaro, si no lo voy a escuchar, no lo colecciono. Por esa razón, solo compro CDs, porque como no tengo bandeja para escuchar vinilos, no tiene ningún sentido para mí acumularlos para no poder disfrutar de los sonidos que contienen. Tampoco soy tan obsesivo, che. Me los pierdo, mala leche.

Una tarde de sábado en la que había salido a dar una vuelta en bicicleta, iba paseando por la rue Saint-Hubert a una altura a la que nunca había llegado antes. De repente, dejó de ser una calle residencial y coqueta para transformarse en una especie de galería a cielo abierto, con un negocio al lado de otro durante unas cuatro ó cinco cuadras hasta llegar a la rue Jean-Talon est. Entre tanta tienda de pilchas o de otras boludeces, no podía faltar una disquería. ¡Menos mal! Como no la conocía, clavé los frenos, encadené mi vehículo de dos ruedas al poste más cercano y me precipité a revolver las bateas. Tengo que admitir que al empezar a revisar los discos, sentí un leve disgusto. Estaba todo desordenado, mal catalogado. Como si estuvieran los Parchís en el mismo estante que Metallica. Vergonzoso. No encontraba nada que me gustara y seguía pasando los discos por inercia, casi sin mirarlos, sin prestarles demasiada atención, cuando una foto sepia de una escena cuasi teatral se destacó entre la mediocridad reinante. Para leer el título tuve que hacer un esfuerzo importante porque nunca salgo a pasear con mis anteojos y la letra era demasiado pequeñita. Finalmente, pude descifrar “Each Man Kills the Thing He Loves”, un título quizás no tan estimulante pero, al menos, movilizante. Un poquito más abajo, escondido en el ángulo inferior derecho de la portada, estaba escrito el nombre del artista, también casi ilegible. Sin embargo, lo reconocí de inmediato. Era uno de los tres vocalistas de los salvajes irlandeses Virgin Prunes. Subversivo y escandaloso grupo que había conocido gracias a Juan Carlos en algún momento de los años ‘80. Interesante hallazgo. Inmediatamente, saqué el librito del CD y traté de leer los nombres de los músicos que participaban. Reconocí, además, a Fernando Saunders – en bajo, a Bill Frisell y a Marc Ribot – en guitarras. Hasta ese momento nunca había encontrado la excusa para seguir la carrera de este explosivo cantante. Aunque había disfrutado intensamente del álbum “The Moon Looked Down and Laughed” y del video “Sons Find Devils” – ambas producciones de su primera banda, estimo que la dificultad para conseguir este tipo de material en Buenos Aires y la falta de dinero para comprarlo me llevaron a desistir de su búsqueda. Ésta fue la primera ocasión en la que me topé con uno de sus discos en una tienda, a un precio accesible y razonable. Por suerte, no lo dejé pasar. A pesar de la alegría que me dio, a esta disquería no volví a visitarla nunca más. No cubrió mis expectativas, era un bordel, una pena.

Este disco, como tantos otros, fue la punta del ovillo gracias a la que tuve acceso a la discografía de un artista genial. Buscando y buscando, en otras de las tiendas de la avenue Mont-Royal est, encontré “Shag Tobacco”, casi regalado, en un cajón de ofertas. Un golazo. Como no conseguía ninguno más en Montréal, empecé a rastrearlos por Ebay y luego por Discogs. Encargué “Adam ´n´ Eve” – el álbum que me faltaba, alguna de las bandas de sonido en las que el cantante había trabajado con Maurice Seezer – compositor y arreglador con el que grabó su primer álbum donde firmaba The Man Seezer – y algunos de sus simples. Uno de ellos, “You Me and World War Three”, recuerdo haberlo encargado a un flaco de Irlanda, tierra natal de mi objetivo de turno: Gavin Friday. Estaba barato, el paquete llegó rapidísimo y súper bien embalado. El digipack estaba impecable a pesar de ser usado. Había resistido estoicamente a la travesía transatlántica, al arduo clima canadiense y a la brutalidad de los agentes aduaneros. Me puse contento. Aunque la alegría me duró bastante poco. Dispuesto a escuchar nueva música, al abrir la portada para sacar el CD e insertarlo en el equipo, me desayuné con la peor noticia: el disquito plateado no estaba en la bandeja. Una patada en las bolas. Inmediatamente, reflexioné sobre los pasos a seguir. El importe que había pagado por el envío por correo era mayor que el precio de venta que había pagado por el disco. Devolverlo al remitente, también me costaría más que ese valor. Conclusión, luego de explicar lo sucedido al vendedor, le propuse que en lugar de reenviarle el digipack vacío y que él reembolsara mi pago – considerando que en ese caso el único que seguiría ganando dinero sería el servicio de correos, que solo me devolviera el valor del disco sin sumarle el costo del envío. De esa manera, yo me quedaría con el envase sin el contenido y él no habría gastado dinero sin sentido al enviarlo. Aceptó. Nunca sabré si era verdad que el tipo no se había dado cuenta de que el disco no estaba en su lugar o si lo sabía muy bien, se hizo el boludo, y me quiso cagar. Who knows? Como te imaginarás, no podía quedarme con los brazos cruzados, ni dejar de buscar esa pieza para mi colección. Inconcebible dejarla chueca. Al tiempo lo conseguí nuevamente, esta vez completito. Sin embargo, nunca pude deshacerme del digipack vacío. Lo conservo como un trofeo más de la lucha contra un sistema que tiende a usar y defraudar al coleccionista. Un sistema para el que muchos de nosotros solemos ser el hazmerreír de los traficantes de discos. Un sistema que en algún momento nos perderá y se extinguirá sin derecho a réplica. No les queda mucho tiempo de vida, lo saben. Su ambición desmedida los ha perdido muchachos y su fracaso es irreversible. Chau, chau, adiós. 


sábado, 1 de octubre de 2022

CIENTO CINCUENTA Y OCHO

La tentación se presenta en varias formas para un comprador de discos. Podemos decidir fanatizarnos por un grupo, por sus integrantes. Podemos obsesionarnos por seguir la carrera de algún cantante, de algún músico, de algún compositor, de algún intérprete, de algún arreglador, de algún productor. Podemos apasionarnos por tal o cual instrumento; sea por los de cuerdas, sea por los de viento, sea por los de percusión, sea por los acústicos, sea por los eléctricos, sea por los electrónicos. Podemos enfermarnos por un género, por un estilo, por un tipo de música. Podemos embobarnos por algún sello discográfico. El problema se presenta cuando nos enganchamos con cada una de las formas con las que se nos presenta la tentación. Jodido para el cerebro pero fundamentalmente para el bolsillo. Cuando el gusto es amplio, no hay billetera que aguante. Por esa razón, uno se ve obligado a convertirse en un experto especulador, conocedor de los mejores reductos donde estirar al máximo los billetes, las tarjetas de crédito o de débito, para no quemar el presupuesto diario estipulado para la compra de discos y quedar en rojo desde la primera semana del mes. Tanto en Buenos Aires como en Montréal me especialicé en encontrar las disquerías que ofrecieran los mejores precios sin necesidad de recurrir al desagradable, al infame regateo; sin prescindir ni de la calidad de la música que consumo ni del buen estado de los discos que compro, obvio. 

Recuerdo que un día, cuando trabajaba en la agencia Soleil Communications de marque, rompieron el chanchito y me inscribieron en un curso para que aprendiera los rudimentos básicos del lenguaje HTML para poder enchufarme algunos sitios de internet para que los laburara – responsabilidad que hasta ese momento había eludido con extremada destreza diciendo que no conocía ese lenguaje de programación. ¡Mentira! No solo sabía perfectamente cómo manejar ese lenguaje, sino que además lo detestaba desde lo más profundo de mi ser. Razón por la cual, me hice debidamente el boludo para evitar tener que lidiar con el infame y desagradable Diseño Web. Resumiendo, durante una semana tuve que fumarme un curso en el que me explicaron todos y cada uno de los conceptos que ya conocía. A pesar de que fue un plomazo, tuve buena suerte porque además de pagarme para no ir al trabajo, el cursito terminaba a las tres de la tarde. ¡Un golazo! Lo mejor: quedaba a dos pasitos de Cheap Thrills una de las tantas disquerías que me permitieron acceder a material de segundamano que contribuyó con mi educación musical. Durante esa semana, creo que fui a ver discos todos los días. Te preguntarás si compré alguna cosita. ¡Claro que sí! 

Creo que cada uno de los discos que fui comprando durante mi vida llegó en el momento justo, acompañando algún interés que se había despertado para llamar mi atención. Durante esta semana de vagancia, caí sobre un grupo del sello Thrill Jockey. Sello que había conocido gracias a Tortoise y a algunos otros exponentes de la música norteamericana que optaban por mantenerse apartados de los clichés típicos de la música yanqui. En una entrevista al grupo en cuestión, los muchachos citaban como gran influencia a Gavin Bryars – un compositor y contrabajista inglés, reconocido por sus aportes al minimalismo, a la música experimental, al neoclasicismo y al ambient; que escuché por primera vez gracias a Tom Waits. Como después de tanto tachín-tachín, de tanto sonido al palo, se hace necesario un período de introspección, calculo que previamente había estado enganchado con algo de música electrónica. Me fui para el otro lado. Este grupo usaba todos instrumentos acústicos. Tentador. En alguna de esas tardes en la disquería de la rue Metcalfe, recorriendo las bateas, vi uno tras otro todos y cada uno de los álbumes de Town and Country. Cuando sumé los precios de los seis discos, me percaté de que el monto se elevaba a chirolas si lo prorrateaba con la cantidad de material nuevo que tenía entre mis manos. Sin dudarlo, sin haberlos escuchado antes, me los llevé, sin titubear. Esta compra fue el puntapié inicial para comenzar a profundizar en la obra del contrabajista Joshua Abrams. Un tipo que años más tarde me mostraría nuevas formas de pensar y ejecutar el jazz. Un tipo en tensión entre la tradición y la experimentación. El agua y el aceite. Aunque te parezca mentira, todo tiene que ver con todo.