lunes, 19 de junio de 2023

CIENTO SESENTA Y SEIS

Puras referencias. Alguna que otra tapa de disco, en una u otra vidriera. Fotos de portadas, en alguna revista, en algún diario. Comentarios, en publicaciones especializadas. Consejos, recomendaciones, de sonívoros con mayor experiencia en el asunto, con más años de búsqueda, de pesquisa, de coleccionismo. Todo era bienvenido en una época oscura en la que la información escaseaba y era difícil de conseguir. Andábamos con las orejas bien paradas, atentos a cualquier referencia, dato, nombre de artista o título de disco que anduviera circulando por ahí. El que había conseguido algún catálogo de algún sello con los títulos de los álbumes de las discografías de los grupos que publicaban, pasaba a ser una especie de gurú al que había que seguir, interrogar, escuchar y exprimir: tenía la posta. El que había viajado y había traído revistas de música importadas, era un erudito en la materia. Todas esas referencias valían oro. La información lo era todo. No como ahora que toda la información está al alcance de tu mano y lo que tiene valor es saber desglosarla, clasificarla y descartar lo que resulta inútil e inservible. En aquellos años de rebusque casi todo lo que llegaba a nuestras manos era útil, aunque también había espacio para la fábula, la mística y la exageración. Nos alimentábamos de los mitos de los disqueros que nos hipnotizaban con cuentos de lo más inusuales para encajarnos algún que otro disco sin demasiado valor.

Mucha gente más grande que yo de la que recibía consejos y comentarios en mis primeras épocas de búsqueda musical, hablaba de ciertos músicos que si no escuchabas al menos una vez en tu vida, no podías considerarte miembro de la casta de los melómanos, menos de la de los sonívoros. Existía un problema: en la década de los ‘80 se me hacía difícil conseguir ese material, esos discos. No solo porque había pocas ediciones locales, sino también porque no contaba con el dinero suficiente como para diversificar tanto mis gustos. Conclusión, pude acceder a escuchar a muchos de estos músicos e intérpretes un poco tarde en mi vida, mientras vivía en Montréal, único momento en el que tuve cierta holgura económica.

Era viernes. Como todos los viernes, después del laburo, tenía que hacer la recorrida de rutina por las disquerías: seguramente pasé por dos ó tres tiendas antes de acercarme a Atom Heart, donde ya sabía que tenía algo para retirar. Como de costumbre, volví lo más rápido posible al departamento para ponerme a escuchar mi nueva adquisición. No me sorprendió que fuera buena la música que salía de los parlantes. Lo que me sorprendió fue la genialidad con la que habían trabajado semejante quilombo. Una avalancha de sonido. Una avalancha de sentidos. Debo haber escuchado ese disco cinco ó seis veces seguidas. Fue una noche endemoniada. Esa voz, esas guitarras, ese ritmo hipnótico, tribal, del que no se puede escapar, con el que uno termina poseído. Todo pertenecía a otro mundo. Un mundo mágico, inexplicable, surrealista. Desafortunadamente, el sábado tenía que madrugar: el dueño de la agencia de publicidad para la que trabajaba había invitado a todo el personal a pasar el día en una cabaña de su propiedad en las montañas. No solo había trasnochado, además estaba sobreestimulado, sobreexcitado, sobreexaltado, por haber podido finalmente escuchar semejante discazo, por haber finalmente accedido al Olimpo prometido a todos los sonívoros, por haber escuchado uno de los álbumes de música popular más importantes de la historia. 

Como auto no tenía, para ir a las famosas montañas, me colé en el de la novia de Michel – uno de mis compañeros de trabajo. Como él registro no tenía, la había convencido para que nos llevara. También se coló Vincent – otro fanático de Peter Hammill. Entre los tres, no hacíamos uno. Parecíamos tres adolescentes que van a una fiestita de cumpleaños en el auto de la mamá de uno de ellos. Yo viajaba atrás con Vincent. Estaba tan exaltado por haberme pasado toda la noche escuchando ese disco incomparable que no paraba de hablar. Trataba de poner en palabras todas las sensaciones que esa música tan visceral como primitiva había provocado en mi psique. Hablaba hasta por los codos, en francés, obvio. Quizás, también en inglés, aunque no puedo asegurarlo. Mis compañeros de laburo no entendían nada. Era gente correcta, medida – quizás en exceso. Semejante nivel de exitación parecía perturbar levemente su herencia anglosajona. Yo, ya no era el mismo. Seguía siendo un sudamericano viviendo en América del Norte pero había comprendido que el salvajismo no era exclusivo de nuestros pagos, que el salvajismo muchas veces era bienvenido, que en las artes puede provocar a la creatividad, que puede ser terapéutico. El salvajismo puede convencerte de que estás vivito y coleando. Desde la imagen de la portada hasta el último acorde de la última canción, “Trout Mask Replica” de Captain Beefheart & His Magic Band fue un shock. Me hizo reconciliarme con la decadencia, con los sonidos ásperos, con el deterioro que forma parte de la vida y la revitaliza, con la belleza de todo aquello que parece estar a punto de desmoronarse. Me hizo comprender el valor de la desprolijidad en el arte como herramienta expresiva. Me hizo recuperar definitivamente el pulso sanguíneo que había intentado remplazar por el pulso electrónico, por el pulso artificialmente perfecto con el que el ser humano intenta alejarse de sus instintos, de su naturaleza animal, de su biología imprecisa. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario