miércoles, 24 de febrero de 2021

NOVENTA Y CINCO

Gracias a todos los quilombos que aquejan a nuestro país desde hace décadas, se han perdido demasiadas cosas. Muchos han perdido valores. Otros, intereses. Otros, el norte. La mayoría, unas cuantas cuestiones tan importantes para vivir sanamente como el agua potable y el aire que respiramos. Cuando las necesidades básicas no están garantizadas, ¿de dónde se sacan las fuerzas para evolucionar?

Durante muchos años fui a practicar natación a la pileta de la YMCA que queda en el microcentro porteño, más precisamente en Reconquista y la avenida Corrientes. Iba dos o tres veces por semana, por la noche. Era el mejor horario porque había muy poca gente. Terminaba después de las 22:00 horas. A veces, antes de ir a nadar pasaba por alguna disquería y, ocasionalmente, conseguía algo a buen precio que fuera de mi interés. Cuando terminaba de nadar y salía a la calle, tenía que caminar más de cinco cuadras para llegar hasta la parada de un colectivo que me alcanzara hasta mi casa, en el barrio de Flores. A esa hora, las calles del centro eran una boca de lobo, no había nadie y a duras penas había algún farol encendido. La parada del colectivo no era un lugar mucho más acogedor. 

La perversa sociedad de consumo masivo del mundo globalizado del que todos se jactaban durante la década de los años noventa terminó obligando a nuestro país en decadencia a crear agentes para eliminar sus excesos para así permitirse potenciar la distribución de más objetos inútiles, inservibles, adecuados, necesarios y, a veces, imprescindibles. Por ese entonces, habían empezado a proliferar los cartoneros, a los que mucha gente llamaba recicladores o recuperadores urbanos. Recolectaban cartones y papeles en carritos improvisados. Evidentemente, para ellos, el centro era un lugar ideal en el que conseguían su codiciada pasta de celulosa en forma de envases, embalajes, cajas de cartón, diarios, revistas, catálogos o en las formas menos esperadas. Me impresionaba la manera en que muchos de ellos tenían para procesar su materia prima. A veces, ignorando el valor que pudiera haber tenido el objeto original más allá del mero papel que lo componía. Recuerdo que en varias ocasiones los vi manipular y destrozar publicaciones, libros o revistas, que seguramente hubieran sido apreciados y bien pagados en alguno de los puestos de libros usados del parque Centenario, del parque Rivadavia o de alguna de esas ferias en las que ese tipo de material puede recuperar su vida intelectual, cultural o artística, que de otra manera se desdibuja y se esfuma cuando el valor de un libro se estima tomando en cuenta su peso en lugar de evaluar su contenido, su texto, su imaginario, su poesía. Recuerdo que una noche que había ido a nadar y en mi excursión previa por las disquerías de usados de la calle Lavalle había encontrado un ejemplar de “Hanky Panky” de The The, mientras esperaba el colectivo, miraba a unos muchachos hurgar entre los papeles, las cajas y los cartones que habían encontrado en un contenedor. No podía dejar de pensar que, lamentablemente, si esa gente hubiera encontrado algún disco como el que yo llevaba en mi bolsillo, lo habría desarmado y solamente habría conservado el librito y la lámina posterior, pues para ellos, el resto carecería de valor. Ese pensamiento me entristeció muchísimo porque me hizo comprender que una gran cantidad de los objetos culturales y artísticos que nos rodean, ya sea libros, discos, revistas u otros, han ido perdiendo su valor agregado para ser considerados exclusivamente por el valor de su materia prima. Por las dudas, en ese momento, me aseguré de cerrar el bolsillo de mi campera para no perder ese CD. Tenía que evitar que cayera en desgracia y ofrecerle la vida para la que había sido concebido.

Aunque sea doloroso, todo termina por deteriorarse, por degradarse. Todo cae en desgracia. Los materiales, los objetos, los organismos, los seres, los conceptos, las ideas, las sensaciones. Lo único que perdura y gana cada vez más adeptos es el desinterés.

Nota bene: Aunque me era familiar y tenía grabado un concierto en VHS, el primer CD que tuve de Matt Johnson fue “Burning Blue Soul”. Un fin de semana, hace muchísimos años, acompañé a mi viejo a hacer las compras al Jumbo de avenida Cruz y Escalada. En una góndola, entre un montón de otros discos que no me interesaban ni un poquito, lo vi con una etiqueta que decía “5$”. A ese precio, imposible dejarlo escapar. Por si hubiera sido poco, apenas lo escuché, me encantó. Lamentablemente, con el tiempo, me empezó a parecer que la edición nacional de DG discos no sonaba del todo bien. Muchos años más tarde, en Montréal, en otra pila de ofertas, encontré un ejemplar de la edición norteamericana, baratito, y lo compré. Al final, creo que no había tanta diferencia entre el sonido de ambas versiones. Sin embargo, hice diferencia cuando vendí por correo la versión “industria argentina” a un israelita por la suma de cuarenta dólares estadounidenses.


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