domingo, 31 de mayo de 2020

VEINTICUATRO

El primer álbum de David Bowie que compré fue el casete importado del primer disco de Tin Machine. Lo conseguí en alguna de las disquerías que había sobre las calles Lavalle o Florida. Guardo el recuerdo de una peatonal. De un negocio pequeño, a la calle, como un pasillo. La foto de la tapa, aunque en aquel entonces solo la pude apreciar en el diminuto formato de la versión en casete, me sedujo. Era muy sobria, distinta de lo que estaba acostumbrado a ver en las tapas de los discos que solía comprar en esa época. Claro, yo, por lo general, salía vestido con unos jeans extremadamente viejos, desgastados y deshilachados y lo que buscaba habitualmente como influencia estaba lejos de ser un grupo cuyo disco presentara la imagen de cuatro tipos trajeados en la portada.

El tiempo pasó, escuché muchísima música, a veces nueva, otras no tanto, y, finalmente, me reencontré con aquel álbum de tapa blanca. En 2007, viajé a Tokyo. Por si no queda claro, Japón es el paraíso de los coleccionistas de discos. No solo por los famosos “bonus track” exclusivos de las versiones japonesas de los CDs, sino por la infinidad de títulos que están publicados solamente en ese país. Obviamente, visité unas cuantas disquerías y casas de instrumentos musicales, sin embargo, nunca olvidaré Disk Union: ¡tenían un local por cada género musical! Resumiendo, en ese viaje compré unos cuantos CDs y algunos instrumentos de música. Entre los discos, traje la versión “mini LP replica” de los dos álbumes de Tin Machine. ¡Imperdibles! 


sábado, 30 de mayo de 2020

VEINTITRÉS

Cada vez que charlaba un poco más con Christian, alias Fabio, me enteraba de que ya había escuchado alguno de los álbumes que yo tenía en mi colección. Otro amigo con el que habíamos intercambiado información musical, Iván, no solo me había prestado “Llegando los monos” de Sumo sino que, además, me había hecho conocer a los Beastie Boys y, gracias a él, luego compré “Licensed to Ill” cuando estuve de vacaciones en Brasil. Recuerdo que yo, en ese intercambio, le hice escuchar “Another Music in a Different Kitchen”, “A Different Kind of Tension” y “Singles Going Steady” de los Buzzcocks, y más tarde “London Calling” de The Clash. Fabio, ya conocía todos estos álbumes y además era fanático de Sumo y, como era un poco mayor que yo, había tenido la suerte de verlos en vivo. A él también le gustaba mucho el reggae, un género musical que nunca llegó a cautivarme ni a interesarme. Para mi cumpleaños, se juntaron con los otros miembros de MATEN AL DISC-JOCKEY y aprovechando esta información, grabaron un casete recopilatorio de Sumo con todos aquellos temas que se ajustaban mejor a mis intereses musicales, en el que omitieron incluir todos los temas en los que el grupo coqueteaba con el ritmo jamaiquino y me lo ofrecieron como regalo.

Muchísimos años más tarde, cuando vivía en Montréal, conocí a un mexicano llamado Fernando que me pidió que si viajaba a Argentina a visitar a mi familia le comprara los discos de Sumo porque los quería conocer. En uno de mis viajes a Buenos Aires, fui a Yenny y los compré a todos juntos. Sin embargo, a mi regreso a Canadá, no le di los discos. Primero, porque me percaté de que el flaco no tenía ninguna intención de pagármelos y, segundo, porque ya me había encariñado con la idea de que formaran parte de mi colección.


viernes, 29 de mayo de 2020

VEINTIDÓS

Sobre la avenida Rivadavia, casi esquina Gavilán, había un local de Musimundo. Hablo de la época en la que esos locales eran pequeñitos y solo vendían casetes, grabados y vírgenes. Quedaba a la vuelta de la casa de mi amigo Jorge, de manera que cuando iba a su casa, de vez en cuando, me pegaba una vuelta para ver si me dejaba tentar por alguna oferta o para comprar algún TDK para grabarme algo. Ahí compré los tres casetes de Pink Floyd que tuve: “The Piper at the Gates of Dawn”, “A Saucerful of Secrets” y “Ummagumma”. Casi una premonición porque un tiempo más tarde me daría cuenta de que Christian, el que fuera cantante de MATEN AL DISC-JOCKEY y, más tarde, de SU REAL ORDEN, al que traté de Fabio durante muchísimo tiempo porque sus amigos así lo llamaban, era fanático de este grupo inglés. 

Si bien es cierto que estos álbumes me resultaban interesantes y que gracias a las relaciones que tenía en esas épocas pude escuchar un poco más de la discografía del grupo, nunca los sentí como una influencia determinante pues nunca me decidí a profundizar en el resto de su obra. Para mi sorpresa, a pesar de mi falta de conocimiento de la música de estos británicos, muchos años más tarde, cuando me presenté en vivo en uno de mis últimos recitales, solo con mi guitarra, un par de pedales y mi loop station, un muchacho que creo que se llamaba Renzo me dijo, a modo de piropo: “suena muy Pink Floyd lo tuyo, eh”. En ese entonces, mientras trabajaba en American Eccess, era costumbre hacer una colecta entre los empleados del sector para ofrecer ese dinero al que cumpliera años. Estimulado por el comentario de aquel muchacho adulador, cuando recibí mi regalo, pasé por una disquería y me compré “The Piper at the Gates of Dawn” en CD doble (con mezclas mono y estéreo), el único álbum de Pink Floyd que forma parte de mi colección. Quien desee regalarme algún otro título, será recibido con muchísimo gusto.

 

jueves, 28 de mayo de 2020

VEINTIUNO

Al viaje de egresados de quinto año en Bariloche, había llevado un par de casetes de The Doors. Si mal no recuerdo, no eran bien recibidos por ninguno de mis compañeros de habitación. Ellos se los perdieron. Ahí mismo, una tarde que salí a pasear y comprar los famosos chocolates que ofrecen los comercios de esos pagos, en una galería, encontré un pequeño negocio que tenía a la venta el casete de Divididos “Cuarenta dibujos ahí en el piso”. Ni lo pensé y me lo compré. Ya los conocía y me encantaban. No solo los había visto participar en el programa “2002 Neo Sonido” de Tom Lupo, también los había visto un par de veces en vivo, una en la Rural, donde tocaron para unos treinta o cuarenta locos y otra en los bosques de Palermo, donde el público era más cuantioso. Algunos años más tarde, cuando ya habían publicado su segundo disco y habían perdido a su primer baterista, volví a verlos en vivo, esta vez en Cemento. Recuerdo haber salido de ese recital con una mezcla de dos pasiones: la decepción y la angustia. Decepción, por haber confirmado que ese grupo que solía gustarme se había transformado en un grupo vulgar y falto de ideas nuevas que solamente sabía aprovechar el entusiasmo de un rebaño que no iba a un recital a escuchar música, sino a saltar y gritar desaforadamente, sin sentido. Además, las canciones nuevas no me movían un pelo. Angustia, por no haber podido comer uno de los choripanes que servían en Cemento. 


miércoles, 27 de mayo de 2020

VEINTE

En 1988, mientras cursaba cuarto año de la escuela secundaria, compré el primer vinilo que tuve de Nick Cave and the Bad Seeds, “The Firstborn is Dead”, en Abraxas. Así como los de Birthday Party me zarandearon para todos lados y me reacomodaron las ideas sobre qué se debía esperar de un grupo de rock, este álbum me presentó un mundo nuevo y me proponía alejarme del rock y de la música pop. Es un disco misterioso, creo. Aunque más misterioso fue que caminando por la playa en Pinamar, encontré un casete virgen en el que, para mi sorpresa, estaban grabados no solo este álbum sino también “From Her to Eternity”, el primero de los Bad Seeds. Este hallazgo fue premonitorio y marcaba la dirección que tomaría mi colección de discos en los años venideros. Para confirmar este cachetazo a los pilares del rock que no había llegado a comenzar a construir, mi compañero de banco de la escuela me grabó “Kicking Against the Pricks” y “Your Funeral ... My Trial”, el primero de los Bad Seeds que compré en CD. 

Al año siguiente, cuando estaba por empezar a cursar quinto año, la mamá de un amigo volvió de un viaje por Europa y me trajo dos casetes: “Automatic” de Jesus and Mary Chain y “Disintegration” de The Cure. Sí, el año anterior había comprado el vinilo de “Barbed Wire Kisses” en la disquería de Charly y tenía varios temas que me gustaban mucho, sin embargo, el nuevo de los hermanos Reid, no me movilizó demasiado. Mucho menos el de Robert Smith. En ambos casos, fue el último disco nuevo de cada una de las dos bandas que escuché y desconozco el rumbo que tomaron las carreras de sendos artistas. 

En esa época, una fricción similar, entre pasado, presente y futuro, se me presentaba en el plano de la creación musical. Ya hacía más de un año que experimentaba sin cesar haciendo grabaciones más que caseras con la doble casetera SHARP, la guitarra eléctrica FAIM STRATOCASTER, el distorsionador ARIA y la computadora COMMODORE 128 – con Funky Drummer programaba ritmos y con Kawasaki Synthesizer tocaba teclados; cuando un amigo del instituto de inglés me propuso formar parte de un grupo con algunos de sus amigos. Tuve que tomar la decisión de pausar mis experimentos sonoros para formar parte de MATEN AL DISC-JOCKEY, un grupo de garage-rock, porque ensayábamos en el garaje de la casa de la abuela de mi amigo. Alejado de la experimentación, porque el grupo intentaba hacer música de rock, aunque, siendo novatos, ninguno de nosotros sabía cómo hacerlo. Marginado desde el comienzo, no solo porque entre los otros cinco integrantes ya se conocían desde su tierna infancia, sino también porque a ninguno de ellos le interesaba la música que a mi me apasionaba. No me arrepiento de haber participado de ese proyecto porque fue parte de mi formación musical. Así como los álbumes de The Cure o Jesus and Mary Chain colaboraron a desarrollar mi gusto musical, esta primera experiencia de “banda”, sin que la apreciara demasiado en ese momento, comenzó a definir y delinear el futuro de mis creaciones musicales. 



jueves, 21 de mayo de 2020

DIECINUEVE

Cuando llegué a cursar quinto año de la escuela secundaria, si mis cálculos no me fallan era el año 1989, ya había conseguido los vinilos de “Unknown Pleasures”, “Closer”, “Still” y “Substance” de Joy Division y los había devorado.

Mi apetito musical me había llevado a descubrir The Sisters of Mercy. Un grupo bastante oscuro, dicen. Aunque siempre estaban de negro, nunca los asocié a las “huestes del bajón y la depresión”. A mí, me encantaba escuchar “First and Last and Always” por la tarde, mientras estudiaba matemática. Creo que gasté ese vinilo: lo escuchaba tres o cuatro veces por día. El otro, “Floodland” me gustaba, pero lo percibía un poquito más fiestero y me enganchaba menos. Sin embargo, muchos años más tarde, cuando lo vi en CD, lo compré, lo disfruté y aún lo conservo.

También por aquella época de nuestra adolescencia, mi amigo Jorge había grabado, del cable, “Wake (In Concert at the Royal Albert Hall)” en VHS. ¡Era increíble! Había tanto humo que a duras penas lograbas distinguir la jeta de Andrew Eldritch, el cantante, y cuando el camarógrafo se le acercaba, los anteojos negros, a la Poncherello, y el sombrero, a la Clint Eastwood en “Hombre sin nombre”, le cubrían el resto de sus facciones. En ese concierto, los Sisters of Mercy tocaban un montón de temas que no conocía, que no estaban en ninguno de los dos álbumes que tenía y no fue sino varios años más tarde que conseguí los EPs en 12" de “Alice”, “Temple of Love”, “The Reptile House” y “Body and Soul” y pude al fin disfrutar de las versiones en estudio de esas canciones. 


miércoles, 20 de mayo de 2020

DIECIOCHO

Cuando compré el primer álbum de Modern English, “Mesh & Lace”, lo hice por dos razones: lo había publicado el sello 4AD y me encantó la foto de la portada. Nunca había escuchado a ese grupo antes. Más tarde, leyendo los créditos de “It’ll End in Tears” de This Mortal Coil, me di cuenta de que el cantante participaba en uno de los temas. 

En algún momento, mientras vivía en Montréal, como conseguía CDs a un precio bastante razonable, me dio ganas de volver a comprar algunos discos que había tenido en vinilo y nunca había podido volver a escuchar desde que se me rompió la bandeja. Cerca del departamento donde vivía había una disquería de música alternativa: Atom Heart. Con frecuencia iba a charlar un rato sea con Raymond, sea con Francis. Hablábamos de música, obvio, y de muchas otras cosas. La pasaba muy bien. Un día le comenté a Francis que tenía ganas de volver a tener algún disco de los que escuchaba en mi adolescencia, sobre todo algunos de 4AD, a los que les había perdido el rastro hacía mucho tiempo. Con su usual sonrisa, él me anunció que los discos de ese sello se conseguían, nuevos, a un precio asombrosamente económico: acostumbrado a que en Buenos Aires, por un disco “Made in UK” me fajaran treinta dólares, cuando me dijo que cada uno salía 12,99 dólares canadienses (cerca de un 20% más barato que el yanqui), inmediatamente le encargué los tres de Modern English. Cuando los fui a retirar, como sabía que él estudiaba español de vez en cuando le enseñaba alguna expresión porteña. Ese día le dije: Francis, me agarró el viejazo, ahora encargame todos los de Joy Division (que también se conseguían a ese irrisorio precio). Cuando comprendió lo que quería decirle, aunque no paraba de reír, me hizo entender que si se trataba de buena música y que además me gustaba, no tenía por qué sentirme viejo al volver a escucharla. Lo cierto es que con el tiempo me he dado cuenta que la mayoría de la música que más me gusta, la que decido que forme parte de mi colección, tiene como factor común la atemporalidad o simplemente que no envejece patéticamente.

  


martes, 19 de mayo de 2020

DIECISIETE

Uno de los primeros álbumes que colaboró a que mi percepción y valoración de la música evolucionara fue “Lonely is an Eyesore”, el compilado de 4AD que había publicado DG Discos en 1987 y que yo había conseguido en casete en la avenida Corrientes. Todos los temas del disco me gustaban pero había dos que mostraron y me abrieron nuevos caminos. 

El primero, el de Wolfgang Press, “Cut the Tree”, que me hizo conocer uno de los grupos que aún hoy considero como uno de mis favoritos. Por suerte, ese mismo sello nacional también había publicado “Standing up Straight” que tuve en casete y hoy tengo y escucho en CD.

El otro era el de Dif Juz, “No Motion”. Si no recuerdo mal, fue el primer tema de rock instrumental al que me exponía. ¡Me encantaba! Además, fue premonitorio. Muchos años después, cuando escuché por primera vez el álbum “Die Hard” de Die Haut entendí que la música instrumental me proponía algo diferente y que en algún punto empezaba a interesarme más que la canción. Luego, cuando conocí a Tortoise, quedé inmediatamente fascinado. Es cierto que para ese entonces ya había empezado a escuchar cada vez más discos de jazz y me había expuesto a varios tipos de música experimental, sin embargo, llegué a pensar que si el post-rock – género que exploré muchísimo durante los más de cinco años que viví en Montréal – había logrado engancharme tanto y lo sentía como una evolución natural de la música en los años 2000 era gracias a aquel temita de Dif Juz que había conocido quince años antes. A mi humilde entender, ellos crearon este famoso género al menos diez años antes de que se inventara y se popularizara. 


lunes, 18 de mayo de 2020

DIECISÉIS

Cuando conocí los primeros álbumes del sello 4AD, me contagié de la fascinación que sentía Juan Carlos y otros amigos de la disquería. Primero, era imposible ser indiferente a un arte de tapa que invitaba a soñar desde que se comenzaba a contemplar la portada se pasaba por el sobre interno hasta que se llegaba al centro ilustrado del disco, donde la mayoría de los sellos solo proponían una fría lista de temas. La mística continuaba al confirmar que rara vez los grupos de 4AD aparecían retratados como el resto de los artistas de la música pop: cada nueva capa de maquillaje servía para desacreditar el valor artístico de su obra. Finalmente, el sonido embriagador de cada uno de los discos que escuchaba de este sello me confirmaba que estaba presenciando algo único. Evidentemente, en esa época de mi adolescencia, en los comienzos de mi coqueteo con la composición musical, cuando aún no había logrado tener a mano tantos pedales de efectos, racks u otros módulos para procesar el sonido de mi guitarra, la novedad yacía en tratar de comprender cómo esos tipos hacían para crear semejantes bolas de sonido ininteligible. Hoy, después de haber usado una amplia paleta de efectos de modulación – desde chorus, flanger o phaser hasta vibrato, symphonic, leslie y wah-wah – para procesar los instrumentos que he incluido en mi propia producción musical, comprendo que estos artistas no solo tenían a su disposición unos cuantos pedales y procesadores, sino que además ponían todas sus perillas al máximo. Esto no los desmerece ni los desacredita: pienso que crearon un sonido “4AD” que iba más allá del sonido de cada banda que luego aprovecharon en los discos de This Mortal Coil. 

No recuerdo cuál vinilo compré primero, si fue “Treasure” de Cocteau Twins o “It’ll End in Tears” de This Mortal Coil. Sí puedo asegurar que el segundo me rompía la cabeza, no sé si será por sus cambios de climas, cambios de formación en cada tema, cambio de punto de vista de lo que la música pop tenía que ofrecer. “Filigree & Shadow”, también de This Mortal Coil, me lo había grabado del vinilo inglés de Juan Carlos. Al menos así lo pude disfrutar durante bastante tiempo... aunque algo me faltaba... ¡Qué linda tapa tenía ese álbum doble! ¡Qué temazo “Tarantula”!  


domingo, 17 de mayo de 2020

QUINCE

No recuerdo qué fue lo que me motivó para que comprara un disco de Hendrix. En vinilo tuve dos, “Smash Hits” y “Crash Landing”. Los compré en alguna de las tiendas de usados de la avenida Corrientes. Había empezado a valorar otros sonidos y a abordar otros estilos musicales: mis proveedores de discos habían dejado de ser con exclusividad Tabú de la Bond Street o Abraxas. 

Recuerdo que para comprarlos tuve que pedirle plata a mi viejo, pues aún era un adolescente. Como siempre, en lugar de recibir una palabra de aliento o un consejo sabio, él me dijo: “Para qué querés otro disco si son todos iguales, son todos redondos y negros”. Su respuesta, en lugar de desmoralizarme, me motivó y en ese momento decidí que para comprar más discos tenía que rebuscármela y conseguir el dinero de alguna otra manera: empecé a colarme en el colectivo cada vez que podía; lo que me aseguraba un vinilo al mes si lograba hacerlo todos los días. Claro, alguna vez me agarraron. Creo que fue así que perdí la vergüenza.

Muchísimos años más tarde, en la época en la que vivía en Montréal, en uno de mis cumpleaños, mi vieja me llamó para saludarme y me dijo: “Comprate un par de discos, yo te doy la plata cuando nos veamos”. Me fui al HMV de la calle Sainte-Catherine Ouest y compré los tres primeros de The Jimi Hendrix Experience. Aunque no recuerdo si finalmente me dio el dinero o no, conservo esos tres CDs como un gran regalo de cumpleaños.