martes, 20 de julio de 2021

CIENTO DIECINUEVE

Es cierto que he ido coleccionando discos de Nick Cave. Tanto con los Boys Next Door y Birthday Party como con los Bad Seeds. Admito que me han gustado mucho y que siguen complaciéndome, sobre todo los más corrosivos. La única diferencia entre la primera vez que escuché uno de sus álbumes y hoy es que se ha ido gestando una sensación irreversible en mí. Antes pensaba que el viejo Nicholas era genial. Ahora pienso que es muy bueno, sobre todo, eligiendo compañeros de banda, músicos o musas inspiradoras que al colaborar con él en sus proyectos los enriquecen y los hacen brillar más intensamente. Lamentablemente, el talento de todos estos colaboradores, tarde o temprano, se ve eclipsado por el carisma de Cave, o por alguna otra de sus cualidades. Al final, el cantante se lleva todo el crédito por una obra que no habría alcanzado tales dimensiones de no haber sido por la mano, el consejo, el arreglo o la letra de esos que siempre están allí pero que nunca logran que la cámara haga foco sobre ellos pues el dominio escénico del querido Nick logra que nadie pueda quitarle los ojos de encima. Opacados, invisibilizados, ocultos, velados. Muchos han transitado por su lado, por la derecha o por la izquierda, esperando recibir alguna migaja de popularidad de un supuesto amigote que se traga la hogaza de un solo bocado. Los ejemplos son muchos y el aporte al sonido de la música del australiano poquito a poco se va reconociendo más allá de su propia discografía, lo que nos permite disfrutar de esos grandes artistas a sus anchas y con todas las de la ley. Se lo merecen, el reconocimiento, obvio. Aunque nunca vayan a seducir y conquistar estadios repletos de gente con palmas y movimientos premeditados simulando espontaneidad.

Rowland S. Howard, guitarrista único con un sonido que ha despeinado a más de uno que, además, escribía canciones con mayúsculas. Mick Harvey, el responsable de la composición y de los arreglos de gran cantidad de las canciones del repertorio del estimado Cave, además de multiinstrumentista comodín que se ha sabido adaptar a todas y cada una de las necesidades del grupo ocupándose de las guitarras, los bajos, los pianos, los órganos, las baterías y andá a saber de cuántos instrumentos más con tal de que el grupo no se quedara rengo y permaneciera en la ruta. Blixa Bargeld, cuya sola presencia debe ser tanto intimidante como inspiradora pues pareciera que la creatividad emana de sus poros y que su férrea voluntad es fulminante. Evidentemente, la lista continúa. Barry Adamson, quien ha demostrado ser un grandísimo maestro en la composición de bandas de sonido sin película. Conway Savage, el de la voz angelical y el piano celestial. Hugo Race, un cantautor que parece entender al blues como una expresión cósmica de dimensiones mántricas de anticipación. Thomas Wydler, el que sostiene el ritmo, imperturbable, sin que se le escape un solo pelo de su peinado engominado, digno de un oficinista de los años ’50. Martyn P. Casey, al que a primera vista pareciera que el bajo le queda un par de talles más grande. No obstante, se las ingenia para taparnos la boca con sus bases monumentalmente sólidas y precisas. No sé si Tracy Pew hubiera logrado la misma destreza musical con el correr de los años y la práctica, pero no creo que le hiciera falta. El flaco tenía una estampa que muy pocos han igualado en la ardua tarea de compartir escenario con el histriónico Nick. James Johnston, un guitarrista demoledor al que mandaron a tocar el organito. Kid Congo Powers, con su espantosa voz y su entrañable sonrisa que oculta una boca más que sucia que se anima a vocalizar con más onda que justeza. Un vomitador serial de esos que tan simpáticos nos caen. Jim Sclavunos, con un extenso currículum vitæ que lo avala como percusionista de culto, que ha sabido demostrar que también escribe buenas canciones. Warren Ellis, casi el único que le ha seguido el tren hasta nuestros días. Andá a saber, ¿será porque es tan colgado como sus solos de violín y todavía no se dio cuenta de que el resto de los integrantes del grupo ya se fueron a la mierda? 

Creo que me olvido de mencionar a unos cuantos de los que han acompañado a Nick Cave en sus proyectos y ambiciones. Sin embargo, a la que más me apena haber pasado por alto es a Anita Lane. Queda claro que ella no solo ha asistido al que fuera su pareja con la inspiración, con el estímulo necesario que favoreciera la creatividad del muchacho, con la escritura de sus textos, sino que también ha sabido grabar unos cuantos discos exquisitos que atesoro celosamente en mi repisa. Finalmente, queda claro que nadie puede jactarse de existir solo por mérito propio. Las relaciones, la interacción con el medio, contribuyen enormemente en el flujo de las ideas. No sos una ostra, aunque pretendas vivir en una cueva. Quieras aceptarlo o no. Solo solo, no se hace casi nada. Una paja, quizás.

lunes, 19 de julio de 2021

CIENTO DIECIOCHO

Llegué para instalarme en Montréal por tiempo indeterminado el día lunes 11 de agosto de 2003. Para mi disgusto, hojeando un diario de espectáculos que ofrecían gratuitamente en una mega disquería-librería-casa-de-instrumentos-musicales que se llama Archambault, justito enfrente de la estación Berri-UQAM, en la esquina de Sainte-Catherine est y Berri, me enteré de que Tindersticks, uno de mis grupos favoritos, había dado un recital la semana previa a mi arribo. Generalmente no me muero por ir a conciertos, sin embargo, esta noticia me pareció una gastada. Es cierto que prefiero los discos en estudio a los recitales en vivo pero seguro que lo habría disfrutado. Era mi primera semana en la ciudad y este golpe apuntaba demasiado bajo. Devastado por el sinsabor de semejante noticia, me dediqué a recorrer cada uno de los cuatro pisos de la tienda responsable de mi malestar. Había de todo lo que se te pudiera ocurrir. Resultó ser un ambiente propicio donde ahogar mis penas. En el subsuelo, películas y discos de jazz. En la planta baja, música pop, música en francés, libros e historietas. En el primer piso, música clásica, partituras y libros de música. En el segundo, instrumentos musicales. Creo que debo haber estado más dos horas dando vueltas esa primera vez en la que entré. Total, estaba al repedo. Todavía no tenía laburo. No tenía ninguna obligación, ninguna entrevista, ninguna cita. No tenía que rendirle cuentas a nadie sobre dónde había perdido mi tiempo. Sobre porqué llegaba tarde a cenar. Aprovechando esa completa libertad, me dejé llevar por los pasillos dándome el tiempo de observar cada detalle de ese lugar que, a pesar de haberse presentado con la pata izquierda, empezaba a tornarse en un espacio mágico en el que parecía que las horas pasaban apenas, en el que uno podía perderse sin remordimientos entre tanta cantidad de objetos de deseo. Lo único que te devolvía de un cachetazo a la realidad era la etiquetita con un número expresado en dólares canadienses y la leyenda “plus tax”. Archambault ofrece artículos de primera mano, nuevos, encelofanados para minimizar los efectos de todo manoseo y vírgenes del tan temido toqueteo. Evidentemente, eso tiene un precio. Obnubilado por las cantidades de artistas que comenzaban a despertar mi interés, decidí focalizarme en los viejos conocidos para tener un punto de apoyo, un punto de referencia, dentro de esa tormenta de información. En esa época estaba interesado en la canción. Tanto en francés como en inglés. Había de lo que te imagines. Aunque seguro que te quedás corto. Opté por comenzar desde la letra A de la sección “musique anglophone” para hacer las cosas ordenadamente. Como te imaginarás, pasé por infinidad de nombres de artistas que me hacían subir el ritmo cardíaco. Cuando llegué a la letra T, ya no daba más. Demasiadas emociones para una sola tarde. Casi tiro la toalla porque tanta data comenzaba a alterar mis neuronas. ¡Menos mal que continué! A partir de ese día, empecé a pensar que en la vida todo lo que nos sucede termina siendo “una de cal una de arena”. La mano casi me temblaba mientras la acercaba para agarrar este disco, casualmente con mucho blanco en su portada. Deduje que se me ofrecía como una venganza por el sufrimiento que este mismo local me había hecho padecer un rato antes. No me importó nada. Ni siquiera miré la etiquetita del precio y fui directo a la caja agarrándolo firmemente, quizás temiendo que alguien se me acercara para tratar de arrancármelo de las garras o para decirme que ese artículo debía ser retirado de la venta. Se trataba del álbum “Waiting for the Moon” de los mismísimos Tindersticks que acababa de salir uno o dos meses antes. Nuevito, recién salidito del horno. Como sabrás, la venganza en realidad se come fría. Como no era suficiente felicidad la que sentía, cuando llegué al departamento y abrí el celofán, para mi sorpresa, el disco incluía como regalo por ser la primera edición un segundo CD. El EP “Don’t Even Go There”. Casi un dos por uno. Tomá mate. En ese instante supe que mi vida en Canada iba a ser todo un éxito.

domingo, 18 de julio de 2021

CIENTO DIECISIETE

Cuando llegué a Montréal, rápidamente encontré una tienda que se llama Dollarama. Algo muy similar a las tiendas de “Todo por 2 pesos” que invadieron la ciudad de Buenos Aires en algún momento de los años ’90, aunque con mayor variedad de productos y mercadería de una calidad sutilmente superior. También encontré tiendas de discos que ofrecían precios inmejorables, aunque muchas veces había que revisar durante un largo rato para descubrir la razón del esfuerzo de tanto tiempo dedicado a lo que muchas veces se acercaba peligrosamente a la búsqueda de una aguja en un pajar. Un día, mágicamente, encontré dos títulos que llamaron mi atención. El primero, al verlo, me transportó inmediatamente a mi adolescencia rockera. Si bien es cierto que ya hacía mucho tiempo que había dejado de consumir música de grandes estadios, al ver el disco, recordé haber asistido al concierto que este grupo dio en el estadio de River Plate. Aunque la verdad, no me trajo más que malos recuerdos. Tuve un flashback del momento en el que entré al campo para acercarme al escenario. Se me vino a la cabeza el hedor de las penetrantes emanaciones de césped húmedo cubierto por lonas vinílicas para evitar que los asistentes al concierto pisotearan y dañaran el campo de juego del monumental. Sistema que no hacía más que dejar macerar la hierba y concentrar ciertos gases que instantáneamente comenzaron a revolverme el estómago. Luego, el segundo golpe bajo de la noche tuvo lugar cuando apareció en escena el grupo rockero rompe-tutti al que había ido a ver con grandes ilusiones y expectativas. Empezaron a tocar e inmediatamente quedó claro que como sistema de sonido, los productores del evento habían elegido unos magros parlantitos para walkman que no lograron capturar ni el esplendor de los riffs del violero, ni los mazazos del batero, ni los aullidos del vocalista. Penoso. Bastante desilusionado, volví a mi casa con la cabeza gacha, agotado y demasiado tarde porque volver del barrio de Núñez al barrio de Flores por la noche era prácticamente una odisea. Además, el estómago vacío me pedía a gritos algo para satisfacerlo. Cuando llegué a casa, afortunadamente, sobre la mesa de la cocina había una bolsita con unos exquisitos polvorones que no dudé en deglutir. Quizás, devorar defina mejor la situación, pues en un instante, no quedaba ni una triste miguita. Luego de una duchita vigorizante me fui a la cama. Error. Como no hay dos sin tres, un tercer golpe bajo fue la cereza del postre que me dejó doblado en el living de mi casa. Luego de comer semejante cantidad de masitas con abundante tenor graso, debería haber esperado a comenzar la digestión antes de decidir irme a dormir. Al rato de estar en posición horizontal, el estómago se me sacudía como el Samba del Italpark y la cabeza me giraba como el Kohinoor. Como pude, me levanté, me acerqué al balcón para tomar aire y al abrir la ventana vomité hasta el apellido. Lo sé, este recuerdo no es del todo grato y te preguntás cómo mierda se me cruzó por la cabeza comprar este disco. Con el CD en la mano, recordé que había tenido los vinilos “Dreamtime” y “Love”, primer y segundo álbum de The Cult, claro, y sabiendo que “Electric”, a pesar de poseer un arte de tapa extremadamente kitsch, era un muy buen disco y lo compré. 

Al enfrentarme al segundo título del que hice referencia al comienzo de mi texto, ya estaba casi inmunizado contra las tapas para el espanto y me dejé seducir por un disco del que la gráfica nunca llamaría la atención de nadie en su sano juicio. La fotito, aunque quizás al artista le haya gustado, es para el olvido. Deslucida, poco pregnante, apagada, sin nada que llame la atención más que su fealdad. Nunca habría comprado este CD si no se tratara de un álbum de Adrian Belew en el que participa David Bowie. Finalmente, ese mismo día, regresé a mi departamento también con el quinto álbum solista del que hasta ese momento conocía como el cantante de King Crimson. Se titula “Young Lions” y a pesar de los malos presagios que inspiraba la imagen de la tapa, fue una grata sorpresa que me abrió el apetito para seguir profundizando en la discografía de este exquisito guitarrista.

sábado, 17 de julio de 2021

CIENTO DIECISÉIS

He visitado tantas tiendas de discos usados de mala muerte que he perdido la cuenta. Muchas de ellas no podrían ser consideradas disquerías porque vendían otros artículos de variadas naturalezas. Desde libros hasta electrodomésticos, pasando por amoblamientos, bazar o vestimenta. Generalmente, sin respetar ningún tipo de orden a la hora de exhibir la mercadería. El famoso popurrí. En francés, pot-pourri. Término utilizado corrientemente en el mundo de la decoración que incluye el sema “pourri” que significa ni más ni menos que “podrido”. Así que imaginate con lo que te podés encontrar. Durante mucho tiempo, pensé que en esos lugares llegaría a descubrir algún tesoro escondido, alguna perla olvidada, alguna gema oculta, alguna joya desestimada. Hoy, pienso que con suerte, en la mayoría de esos antros, solamente me toparé con bastante polvo, mucha mugre y abundante humedad – acompañados de sus hedores correspondientes. Además, lo más probable es que haya pulgas, cucarachas o algún que otro bicho adaptado al biosistema de dicho medio putrefacto. Cualquiera sea el bicharraco que encuentres, seguro que nadie se ha animado a desalojarlo por temor a las represalias de las organizaciones de ecologistas defensores del medio ambiente y de la vida de los insectos. Diciendo “una mugre”, me quedo corto. Ya no me dan ganas de entrar a revisar las bateas, las estanterías o los cajones de esos sucuchos. Tocar los discos, sentir el hollín, la grasa, el pegote de cerveza derramada o de alguna otra substancia más desagradable aún al intentar pispear desde cierta distancia para que el olor a humedad y cosa vieja estancada no afecte demasiado mi sistema respiratorio demanda un entrenamiento de gimnasta olímpico. Ya no estoy para esos trotes. Me aburguesé. Ahora quiero los discos limpitos y, de ser posible, con bolsita o celofán. Uno, cuando tiene plata, hace lo que quiere. Es cierto que cuando no tenía un mango frecuentaba esos tugurios sin chistar. Hasta disfrutaba de la experiencia. Admito que buena parte de mi educación musical se la debo agradecer a estos comercios que me ofrecían material “bon marché”, “pas cher”, “d’occasion”, de enésima mano. Allí encontré donde abrevar otros sonidos, diferentes ritmos, diversas músicas, sin demasiados lujos. Hasta no hace mucho tiempo, existían este tipo de locales repletos de discos de dudosa estirpe entre los que era realmente muy difícil encontrar algo que valiera la pena. Era realmente muy difícil volver a encontrar algo una vez que había dejado de estar en contacto con tus manos. Era muy difícil comprender ese quilombo. Entiendo que estos negocios fenecieron, se fueron al tacho, fueron bajando sus persianas sin pena ni gloria y muy poca gente los recuerda. Quién sabe, quizás alguno haya sobrevivido. Por mi parte, no tengo referencias ciertas. Tampoco estoy interesado en conseguirlas. Sin embargo, si son útiles para que alguien tiente a la suerte e intente descubrir algún tesoro escondido, alguna perla olvidada, alguna gema oculta, alguna joya desestimada, bienvenidos sean estos locales de compra-venta de dudosa calaña. Lo cierto es que aún conservo, desde hace muchísimo tiempo, algunos discos por los que no debo haber pagado ni siquiera un par de pesos. Al momento de comprarlos, la seducción operaba siempre de manera diferente, heterogénea. Me viene a la memoria “Solo Boys” de Charlélie Couture. Un cantante francés con cierta gracia del que había escuchado alguno de sus álbumes en la Alianza Francesa. También, “Sacred Cow” de Geggy Tah. Un disco que me conquistó por la foto del perrito de la tapa. Cute. También me arriesgué con la banda de sonido de la película “Sling Blade”, solo porque había sido compuesta e interpretada por el canadiense Daniel Lanois. Debo admitir, ahora que entré en confianza, que no he visto casi ninguna de las películas de las que he comprado las bandas de sonido. Ésta, no es la excepción. 

No pienses que esos comercios se encuentran exclusivamente en nuestra querida Buenos Aires. Incluso en Canada, país del primer mundo, son moneda corriente. Es más, cuando vivía en Montréal, también los frecuentaba con asiduidad. Recuerdo que en un local enorme en el que ofrecían muchísimos libros de descarte y CDs para el olvido, encontré “Lost In Space - Volume One (1993 - 2002)”, el primer álbum de Laika que tuve, a un precio irrisorio. Ahí también conseguí la banda de sonido de la película “Le Cœur Au Poing” en la que participaba Lhasa De Sela. Une découverte. Como no podía traicionar al azar, cuando vi entre las pilas de discos “Into The Oh”, otro título de Geggy Tah, temiendo algún gualicho que me impidiera seguir encontrando discos de mi interés en ese bordel, lo compré. Total, valía dos mangos. Solo una moneda. Lamentablemente, se ha ido perdiendo la sana costumbre de reutilizar los CDs porque, simplemente, ya casi nadie compra discos que puedan aspirar a una nueva vida en las manos de un segundo dueño. Primero, porque la oferta de CDs nuevos está en franca decadencia. Segundo, porque los discos salen tanta guita que cuando te decidís a comprar algún título tratás de elegir a conciencia para que jamás se te cruce por la cabeza desprenderte de ese objeto que roza lo suntuario. Para el que no haya conocido la bonanza de las épocas doradas del CD, cuando los encontrabas hasta en los kioscos, debe saber que hoy, “l’occase” ha quedado relegada a los puestitos, tanto del parque Rivadavia como del parque Centenario. Donde, con suerte, podés encontrar algún que otro disco que no esté decorado por una cagadita de paloma o por un mordisquito de rata.

martes, 29 de junio de 2021

CIENTO QUINCE

Mi relación con los bateristas siempre ha sido distante. Miento. Con uno de ellos mantuve una relación muy cercana durante una gran cantidad de años. Sin embargo, debo aclarar que durante todo el tiempo en el que hicimos música juntos, Omar, a pesar de ser un eximio baterista y percusionista, rara vez golpeó algún parche. Primero, en el proyecto ASUSTADOS UNIDOS decidió cantar y tocar la guitarra. Más tarde, en el proyecto NO:ID. se vio casi obligado a tocar el bajo porque no queríamos tener que transportar demasiados trastos cada vez que hiciéramos un recital. Una batería es imposible de trasladar en colectivo, en cambio, un bajo abulta menos. Finalmente, para nuestras grabaciones, no pudo evitar dar algunos golpes. Golpes a los botones de la máquina de ritmos, golpes a alguna caja de cartón, golpes a algún pedazo de plástico o golpes a algún objeto de metal. Elementos con los que reemplazamos, sin mucha reflexión previa, a las percusiones afinadas que ofrecen las tiendas de instrumentos musicales. Los resultados han sido diversos, lo admito. Debo confesar que desde mis primeros pasos por la música, preferí las máquinas de ritmos a los bateristas de carne y hueso. No voy a mentir. No tiene que ver con una voluntad de explorar nuevos sonidos, de fusionar nuevas tecnologías con instrumentos tradicionales. La explicación es una sola. Este tipo de instrumentos tienen no solo un botón "start/stop" y otro "on/off", sino que además cuentan con un control de volumen, elementos muy convenientes cuando querés apagarlos o simplemente silenciarlos. Lamentablemente, los bateristas humanos no se consiguen con este tipo de botones o perillas y, por desgracia, generalmente es difícil lograr que hagan silencio cuando la canción lo requiere, que no golpeen demasiado fuerte los platillos, que dejen de golpear lo que tengan a mano en cada momento de su existencia. Pareciera que para ser baterista fuera condición sine qua non ser hiperquinético. Por todas esas razones que acabo de mencionar, uso máquinas de ritmos. He usado dos. Una ROLAND TR-707, con la que grabé todos los discos de MUTANTES MELANCÓLICOS, y una BOSS DR-660, que compré con la indemnización que me dieron en el diario Metro cuando cerró y nos rajaron a todos. Esta maquinita me acompañó a Montréal. La usé para componer algunas canciones que he ido reversionando y grabando durante estos últimos años además de otras que nunca nadie escuchará mientras que me quede vida para impedirlo. La primera máquina, la vendí hace rato. La segunda, está juntando polvo en un estante porque ahora prefiero usar otro tipo de sonidos menos precisos, más primitivos, en mis grabaciones. Des-evolución, le dicen. Evolución degenerativa, le decían. Evolución degenerada, corrijo.

https://mad-ride-records.bandcamp.com/track/reflejo

lunes, 28 de junio de 2021

CIENTO CATORCE

Tantas veces le dije a mi vieja durante mi adolescencia “éste va a ser el último” mientras le pedía unos mangos para comprarme algún disquito que había visto en Abraxas al salir de la escuela secundaria que saber que uno de los últimos CDs que compré en Buenos Aires antes de ir a vivir a Montréal lo hice precisamente en esa disquería me da escalofríos. Recuerdo que mi amigo Cristian me había prestado “Casanova”. Yo había conseguido “A Short Album About Love”. Resultado: había encontrado un grupo que empezaba a movilizarme como para procurarme algunos títulos más. Un día pasé por Abraxas después de una breve ausencia por la zona y distinguí “Liberation”, también de Divine Comedy, en el mismo y preciso sitio en el que recordaba haberlo visto la última vez que había pasado por allí. Haciendo memoria, recordé que conservaba ese lugar desde hacía varios años. En esa misma esquinita. Inmóvil. Esperándome encajado entre las varillitas de aluminio que recorrían desde las paredes del local hasta las vidrieras, seguramente desde que había sido habilitado. ¿Quién sabe? Quizás, ya estaban allí desde antes de que existiera la tienda de discos. Incluso desde antes de que existiera la Galería 5ta Avenida de la avenida Santa Fe. Era como si ese lugar hubiera estado reservado para ese único título. Extravagante o demencial, el tiempo dirá. A pesar de todo, lo compré. No solo porque tenía ganas de hacerlo sino porque siempre me sentí intimidado por la punzante mirada del dueño. A penas pasabas más de cinco segundos con la vista posada sobre un disco, parecía exigirte la compra pues podrías haberlo ojeado. Sin duda, otro de los tantos personajes con los que uno ha debido toparse en la búsqueda de discos en nuestra querida ciudad de Buenos Aires.

Muchos años más tarde, al regresar de Canadá, no tuve mejor idea que tratar de retomar viejos hábitos y pasé a visitar la susodicha disquería. Tené en cuenta que desde la última vez que estuve ahí habían pasado más de cinco años y medio, quizás hasta un poquito más. Lo primero que me impactó fue el déjà-senti de un áspero olor a humedad mezclado con olor a cemento de contacto viejo, reseco, y olor a alfombras roñosas que me transportaron a mi adolescencia, cuando aún buscaba vinilos de algún que otro grupete dark. Quizás hasta alguna pulga vieja que anidaba allí desde los años ´80 me reconoció y volvió a picarme para confirmar nuestra amistad. Una ternurita de alimaña. El segundo impacto fue una sensación de déjà-fait que me invadió mientras recorría con mi miraba las mismas paredes forradas de discos sostenidos por las mismas varillitas de aluminio de las que tenía un recuerdo bien grabado en mi memoria. Aunque quizás, habían perdido un poco de su brillo original. Paredes que había recorrido con mi mirada una y mil veces en tiempos pasados. En tiempos en los que la mirada todavía estaba adquiriendo experiencia, en los que se juzgaban otras cosas. Lo que me impactó en un tercer lugar fue una mezcla de un déjà-vu y un déjà-vécu que, como un cachetazo, me hizo volver al aquí y ahora confirmándome que lo que estaba viendo, efectivamente, ya había estado delante de mis ojos en alguna otra oportunidad, que ese instante se asemejaba peligrosamente a otros que había vivido otrora y que no se trataba de ningún trastorno neuronal que me estuviera afectando. Nada había cambiado en ese sitio y me sentí aterrorizado. Tantas nuevas experiencias había tenido en los últimos años, tantas cosas nuevas había visto y vivido que encontrarme en un punto del universo en el que el tiempo pareciera no haber seguido su curso natural, me dio claustrofobia. Para colmo de males, ese día, el dueño de la disquería estaba atendiendo. Como no le hice ninguna pregunta sobre ningún disco ni me detuve demasiado sobre ninguna tapa en particular, pensé, ilusamente, que saldría airoso de ese lugar. Craso error. El tipo se acordaba de mí y me preguntó si yo había sido cliente suyo. Además, me dijo que hacía mucho que no me veía. Lo cual era totalmente cierto. Le expliqué lo de mi estadía en Canadá, brevemente. Luego, sinteticé mi regreso a la Argentina en un magro “llegué hace una semana”. Mucho que decirle no tenía. Amigos, nunca fuimos. Siempre fue una relación comercial la que mantuve con esa persona. Es más, nunca supe su nombre. Seguramente, él tampoco el mío. Sin embargo, el comerciante, en su soberbia, sintió la necesidad de hacerse el simpático, de esbozar una sonrisa, que yo veía por primera vez en mi vida, y me dijo: “volvés a Buenos Aires y no podés dejar de visitar la mejor disquería de la ciudad”. No ha existido momento más desalentador en mi vida de coleccionista de discos. Fui a visitar una disquería de la que guardaba un buen recuerdo, a la que tenía en alta estima desde mis tiempos mozos, y salí con la cabeza gacha, abatido por la realidad de haber vuelto a ver después de una ponchada de años los mismos discos de los mismos artistas en el mismo lugarcito de la pared. Como pienso que la música es necesariamente movimiento, la inmovilidad que experimenté en ese momento y en ese lugar, la sentí como el peor flagelo para este arte que nos permite que el sonido y el ritmo se expandan por el éter sin restricciones, sin límites. Como te podrás imaginar, nunca más volví a sentir la necesidad de pisar esa tienda de discos. Magister dixit. 

sábado, 29 de mayo de 2021

CIENTO TRECE

Ya te he contado que soy un incondicional seguidor de Lydia Lunch. Gracias a ella, conocí a artistas de la talla de J.G. Thirlwell, alias Foetus (en un sinnúmero de variantes que ni él debe recordar), entre otros. Aunque los discos de este australiano llegaron un poco más tarde a mi colección, la semilla fue plantada con “Stinkfist”, un EP en el que el pelirrojo firma como Clint Ruin, otro de sus tantos seudónimos. Sí, leíste bien, un EP. En algún momento, mi amigo Nacho trató de hacerme entrar en razón para que no continuara acumulando ni singles, ni EPs. Por suerte, no logró convencerme de dejar este hábito. ¡Me encantan estos dos formatos! Permiten plasmar ideas sin necesidad de estirarlas como chicle para completar la duración de un álbum. Son el puñetazo que te descoloca. Son la muestra que te deja con ganas de un poco más. Algunos artistas despliegan algunas de las ideas con que experimentaron en los EPs en álbumes posteriores, otros tiran la piedra y esconden la mano. Si no siguiera comprando discos en estos formatos, me perdería de una enorme cantidad de magníficas producciones de la señora Lunch, por ejemplo. La norteamericana suele lanzarnos un proyecto a la cara y suele sorprendernos. Lamentablemente, como por general convoca distintos músicos para cada sesión de grabación, nos ha dejado en más de una oportunidad rogando que no dejara de explorar el camino que había empezado a recorrer. Rara vez lo ha hecho. No la juzgo. Al final, este formato permite, obliga, a los artistas a conservar la llama creativa, a continuar innovando, a no estancarse. Esta mujer ha hecho eso durante toda su carrera y yo la aplaudo de pie. También aplaudo la existencia de estos dos formatos denostados por su corta duración. Entiendo que la economía de nuestro estimado país nos lleve a contar cada moneda. Entiendo que cuando uno paga por un disco la suma equivalente a lo que gasta para alimentarse durante un par de semanas espere que el disco esté repleto de música. Un CD con al menos 60′. Un vinilo con al menos 45′. Como los EPs rara vez llegan a los 30′, salen perdiendo. Ni te cuento los singles que a duras penas llegan a los 10′. A pesar de eso, yo estoy convencido de que los que más perdemos somos nosotros, los coleccionistas. Cada vez es más difícil ver que los sellos publiquen en estos dos formatos. Cuando son producciones de tres o cuatro temas, nos empoman con una edición digital en todas las plataformas habidas y por haber y, al final, nos quedamos sin nada entre las manos. Con un disco menos para atesorar en nuestros estantes. Imaginate si “Interpretations, Issue 1: ShrunkenMan” de TheThe hubiera aparecido en esta época de descargas digitales, no existiría. A quién se le ocurriría fabricar e imprimir un disco en el que el artista en cuestión solo presenta una canción de su autoría. Aunque el disco contenga cuatro pistas, cuatro versiones, solo en la primera nuestro estimado Matt Johnson interpreta su canción con su banda. Las otras tres versiones son interpretadas libremente, reformuladas, por tres artistas diferentes. Poco y nada de TheThe. Sin embargo, es un disco genial, es una obra genial, y nos la habríamos perdido. Si no hubiera comprado este EP, no habría accedido por primera vez a una grabación de Foetus sin acompañar a nadie más. No habría escuchado a John Parish como solista. Tampoco habría conocido al grupo belga DAAU. Muy triste. Imaginate: si no existieran los EPs, no tendrías la posibilidad de disfrutar de mi obra “Cuenta”, grabada en una semana mientras los muchachos de mi grupo NO:ID. se encontraban de vacaciones. Si no existiera este formato, no me habría abierto a la posibilidad de experimentar con algunas ideas que enriquecieron mi producción musical de ahí en más. Al haberme permitido explorar nuevos caminos, tanto técnicos como compositivos, logré traer aire fresco para mis proyectos. Estoy convencido de que este EP, que contiene solo cuatro canciones, ha provocado un cambio de paradigma en mi forma de escribir, interpretar y grabar música. Me ha permitido animarme a incluir sonidos inesperados. Me ha permitido animarme a usar lo que tenga a la mano para hacer un poco de ruido. Me ha permitido animarme a dejar de incluir instrumentos musicales. Me ha permitido, finalmente, comprender que menos es más.

https://mad-ride-records.bandcamp.com/album/cuenta


viernes, 28 de mayo de 2021

CIENTO DOCE

Ya sabés que soy un seguidor empedernido de Rowland S. Howard. También sabés que Tom Waits es una de mis más grandes debilidades. Imaginate cuando me enteré de que These Immortal Souls, la banda del guitarrista australiano, aparecía haciendo una versión de “You Can’t Unring a Bell” en el compilado “Step Right Up (The Songs of Tom Waits)”. Salí corriendo a buscarlo por todos lados. Recuerdo que lo conseguí en Rock’N Freud, por casualidad. La verdad es que no iba casi nunca a esa disquería. Quedaba muy lejos de mi casa. Muy trasmano. No sé cómo se me ocurrió darme una vuelta por ahí. Quizás era mi última opción. Finalmente, tuve suerte. Hoy, viendo las cosas desde otra perspectiva, a pesar de lo que he disfrutado al escuchar esa y otras canciones reinterpretadas por tipos que me han cautivado, empecé a percibir a estos discos un tanto innecesarios. Me gustan, claro que sí. Sin embargo, siento como si se aprovecharan de nosotros cuando lanzan este tipo de álbumes. Si bien es cierto que yo lo busqué, que yo decidí comprarlo y nadie me obligó formalmente; también es cierto que cuando un artista que te gusta publica material nuevo, inédito, retrabajado o con alguna mejora técnica que te llama la atención, una fuerza inexplicable te tironea y te hace cometer el atropello de comprar algún disquito que de haberte agarrado fresco y con todas las luces, quizás no se te ocurría ni mirarlo. Lo que saben los marketineros de las compañías discográficas son dos cosas bien simples: la carne es débil y es muy difícil que la gente apasionada logre evitar actuar por impulso. No sé qué te pasa a vos, pero cuando encuentro algún álbum que me llama la atención, me ciego y toda la mesura que suelo desplegar en todos los otros ámbitos de mi vida cotidiana, súbitamente desaparece y dejo de tener control sobre mis manos que manotean la billetera, sacan la tarjeta de crédito y sácate. En un acto reflejo irreprimible e irrefrenable, en un santiamén, soy poseedor de un nuevo CD para mi colección. Qué se le va a hacer. Para algunos, será la bebida, la timba, los burros, las minas, los fierros, la joda, el afano, la adrenalina y las experiencias extremas; para otros, las creencias religiosas, las prácticas místicas o los psicofármacos. Para mí, es comprar discos. Eso me da satisfacciones infinitas, inexplicables, muchas veces  incomprensibles. Porque en definitiva, más allá de que la tapa de un disco tenga una terminación impecable, tanto desde su diseño como desde su fabricación, cuando uno compra un disco está comprando algo intangible. El disco lo llevás hasta tu casa, claro que sí. Sin embargo, cuando lo hacés reproducir por el equipo de audio, aunque te pongas a leer los créditos en el librito, los nombres de los temas en la contratapa; aunque te pongas a ver las fotos de la portada o reflexiones sobre el título del álbum, de lo que en realidad estás disfrutando es de la música, de los sonidos, de los ritmos, de las melodías, de las armonías, de todos conceptos abstractos que nunca lograrías poseer entre tus manos si no fuera por la existencia de los distintos medios y soportes que se han ido utilizando desde el siglo XIX: los discos de pasta, los de vinilo, las cintas de magnetofónicas de todo tipo, los 8-Track, los casetes, los VHS, los LaserDiscs los CDs, los MiniDiscs, los DATs, los DVDs, hasta los pendrives y memorias de computadora. Todos inventos que se han diseñado para intentar contener aquello que es más escurridizo que el agua, más esquivo que cualquier gas. Aquello que se escapa, que es incontenible, que rebota aquí y allá sin permanecer en ninguna parte, que logra eludir cualquier intento por atraparlo, por retenerlo. Finalmente, el sonido se desplaza a través del éter en plena libertad, evadiéndose de todos los vanos intentos por poseerlo. Dicha posesión no es más que una ilusión. ¿Será por esta razón que la música despierta tanto interés en mí? ¿Será que con el tiempo me he dado cuenta de que nuestra libertad no es más que un artificio? ¿Será que percibo a la música como la máxima expresión posible de libertad a la que se puede anhelar?

jueves, 27 de mayo de 2021

CIENTO ONCE

La desgracia de escuchar discos de homenaje, o de tributo, o cualquier otro tipo de compilado es que tenés muchísimas posibilidades de descubrir algún artista que despierte cierta atracción en tu alma de melómano y que te haga caer en la tentación de indagar y profundizar un poco en su carrera discográfica. Cuando te pica el bichito es difícil escapar al impulso de comprar algunos discos y, lamentablemente, no hay billetera que aguante. He caído más de una vez en la trampa al comprar este tipo de discos. Recuerdo que en un momento en el que tenía la billetera cargada se me ocurrió encargar en Oíd Mortales “Aux suivant(s) : Hommage à Jacques Brel” y “Les oiseaux de passage” un tributo a Georges Brassens. Dos incunables de la chanson française de los que ya había escuchado varios discos en los que ellos mismos interpretaban sus propias canciones. Ambos interesantes, aunque Brassens, con su cadencia hipnótica, lograba que mis párpados se entregaran sin ofrecer demasiada resistencia y que al ratito de haber puesto el disco me quedara dormidísimo. Si bien es cierto que estos dos discos los compré por mi devoción a los Têtes Raides, de los que intentaba atesorar cada uno de sus discos, me sirvieron para conocer a Bénabar y a Weepers Circus, además de seguir alimentando mi interés por Alain Bashung, Arno, Arthur H y Yann Tiersen, artistas que ya me habían hecho caer en sus redes aunque por aquel entonces no había tenido la posibilidad de explayarme en sus discografías. No reniego de la existencia de este tipo de discos, pero termino sintiéndome un poco abusado porque finalmente nunca encontrás más que un solo tema interpretado por el artista que te invitó a comprar el álbum y siempre te quedás con las ganas de un poquito más. En algún punto, todos los fans hemos caído una y otra vez en la misma trampa y, por desgracia para todos, como a las compañías discográficas no se les ha ocurrido ninguna idea mejor para seguir sosteniendo la industria de la música y expandir sus horizontes, asistimos a la decadencia y el ocaso de un estilo de vida que a muchos nos ha marcado el rumbo desde nuestra adolescencia. Cada vez quedamos menos devotos dispuestos a entregar nuestros billetitos por tales migajas como un par de cancioncitas inéditas o versiones remezcladas de algún clásico olvidado. Cada vez quedamos menos fieles a este estilo de vida en el que la música sostiene nuestro imaginario como un pilar inquebrantable. Cada vez quedamos menos insensatos que no dejamos pasar un día sin mirar discos para comprar, sedientos de nuevos sonidos, hambrientos de completar alguna de las discografías de nuestra colección. Cada vez quedamos menos. Cada día que pasa siento que la llama se extingue, siento que quedan pocas brasitas para mantenerla viva, siento que algunos cerdos ambiciosos han cometido errores irreparables. Veo desaparecer disquería tras disquería y en las que van quedando la falta de interés generalizado del consumidor se refleja en las bateas entre vacías y deslucidas. Se me escapa un lagrimón. Mi universo agoniza.



miércoles, 26 de mayo de 2021

CIENTO DIEZ

Conocí la música de este novelista, dramaturgo, poeta, músico de jazz, ingeniero, periodista y traductor de nacionalidad francesa gracias al programa “Cha Cha Cha” de Alfredo Casero. La usaban de cortina en la presentación, pero no recuerdo que en aquel momento haya leído los créditos como para enterarme de la identidad del autor de la canción. Conocí finalmente el nombre de este tipo cuando mi vieja me trajo de la Alianza Francesa “Boris Vian chante Boris Vian”. Un compilado con muchos de sus clásicos y mientras lo escuchaba, casi llegando al final del disco, apareció “Mozart avec nous” y la reconocí inmediatamente: era la canción del programa del gordo Casero. La verdad es que la obra de este francés no me cautivó de inmediato. Quizás porque mis conocimientos de la lengua francesa en aquella época eran bastante básicos, austeros, y la gracia de la música de Vian está en sus textos, los que comprendía vagamente, a duras penas, casi nada. Quizás porque su música tenía un sonido muy lejano, muy de otra época, que no me movilizaba demasiado y me parecía que sonaba mal. A pesar de todo, escuché el CD de principio a fin, aunque sin pena ni gloria.

Pasaron muchos años, ya vivía en Montréal, mi francés había mejorado a pasos agigantados, cuando encontré en una venta de garage, “L’arrache-cœur”, bastante maltrecho y ajado pero la módica suma de dos dólares canadienses que pedía su dueña original fue lo que me tentó para comprarlo. Así fue como comencé a interesarme por Boris Vian. No tanto por su música, sino por su obra literaria. Luego conseguí la novela “L’écume des jours”, que no leí sino unos cuantos años más tarde porque cada vez que la empezaba algo me impedía continuar, me desconcentraba y tenía que recomenzar desde la primera página. También conseguí una linda versión de “Le loup-garou”, de tapa dura y con una ilustración muy bonita en la sobrecubierta. Sin embargo, las obras que me terminaron de enganchar fueron las que firmó bajo su seudónimo Vernon Sullivan: “J’irai cracher sur vos tombes”, “Les morts ont tous la même peau” y “Et on tuera tous les affreux”. Me encantaron y me hicieron comprender su sarcasmo, sus juegos de palabras, su malabares con los textos y las rimas, su ironía punzante. Solo cuando estuve preparado para seguirle el tren, pude regresar a sus canciones y apreciarlas de la manera en que me imagino que el tipo las concibió: sin prejuicios y mofándose de todo.