lunes, 21 de febrero de 2022

CIENTO CUARENTA Y CUATRO

Es una pena que a la mayoría de los artistas que considero dignos de ser escuchados, no los conozca ni la madre. ¿Qué es lo que hace que un grupo o un artista logre llamar la atención, que logre cierta repercusión? Después de tantos años de escuchar música, estoy convencido de que no es suficiente que los artistas creen una música de la  hostia para ganarse un lugarcito en el salón de la fama o en el corazón de la gente. Necesitan varios ingredientes más para lograr brillar a los ojos de un mundo que ya está bastante iluminado. Todos nosotros sabemos demasiadas cosas. Conocemos casi todas las respuestas. Vivimos en una época plagada de información. Hemos perdido buena parte de nuestra capacidad de asombro. 

Buena música, lindas melodías – pegadizas, buenos instrumentistas – a veces virtuosos, buen cantante – con pinta y buen look, mucha publicidad, buen marketing, buenas fotos, buenas críticas, mucho boca en boca, caer en el momento justo, aprovechar ese momento y las relaciones cosechadas,  tocar mucho, mostrarse mucho, lograr ser mencionados, ser recomendados, en algunos casos, ponerse de moda, tener onda, convertirse en referente para toda una generación, crear una fantasía – una gran fantasía, soportar el peso de la fama, pero por sobre todas las cosas, elegir un nombre pregnante, recordable, que no deje lugar a dudas sobre el valor del grupo o del artista. 

Lamentablemente muchos artistas eligen mal. Optan por un nombre que invisibiliza su potencial simplemente porque se trata de un nombre sin ningún valor, sin fuerza,  porque se trata de un nombre para el olvido. Se sabe que lo que se busca es que el nombre ayude a recordar. Que sirva para que el público los recuerde. Si el nombre no colabora, es como si ese artista cayera en un agujero negro, como si la gente hubiera sido sometida a una hipnosis masiva para borrarlo de su memoria. 

De no ser así, grupos como Jack – o Jacques, según el humor con el que se despertara su cantante – o The Wisdom of Harry, grupos británicos de altísimo nivel no habrían pasado sin pena ni gloria por este mundo tan injusto y cruel. 


domingo, 20 de febrero de 2022

CIENTO CUARENTA Y TRES

Debo admitir que durante mucho tiempo tuve cierta aversión por la música yanqui. A pesar de conocer y apreciar a artistas de la talla de Lou Reed, Bruce Springsteen, R.E.M. o Sonic Youth – todos norteamericanos, asociaba a la música producida en ese país más a una creación comercial que a una creación artística. Contrariamente a los artistas europeos que me ofrecían tanto canciones que encontraba altamente creativas como una producción artística minuciosa, impecable, que me cautivaba, me costaba encontrar en la oferta de la música estadounidense algún artista que despertara pasiones en mí como lo hacían algunos exponentes del viejo mundo. Me siguen gustando más las mezclas, las masterizaciones, de los grupos europeos, donde los graves tienen su lugar para golpearme y hacer mover los pelos de mi pecho, además de erizar los músculos de mi corazón. No tengo dudas sobre mis preferencias. Sin embargo, creo que vivir en Montréal, justito al lado del coloso del norte, me hizo conocer nuevas opciones y ampliar mi abanico de posibilidades.

Si vieras los trazos de las ilustraciones, el grafismo, de las portadas de sus discos, ¿no te darían ganas de escucharlos? Eso me pasó a mí. Acababan de publicar “Amore del Tropico” – el primero de sus álbumes que no llevaba por título el número de orden en su discografía. Escuché los cuatro álbumes que habían publicado hasta ese momento el mismo día, lo que fue un certero flechazo me hizo buscar, rastrear, acumular, los pocos discos que conformaban su magra discografía – algunos álbumes y un par de EPs. Sin dudas, lo que terminó de confirmar mi interés por esta banda fue el concierto que dieron en la Sala Rossa sobre el boulevard Saint-Laurent. Ver a Pall Jenkins cantar con dos chicas delante mío que no paraban de hablar habría sido imposible si mi acompañante no las hubiera amedrentado con su paraguas para que cerraran el pico. Finalmente, pude disfrutar de un gran recital. Seguí coleccionando sus discos, de a poco, hasta que colgaron los guantes. The Black Heart Procession ofrecía una música alternativa diferente, melancólica, imprevista, casi culta. Quizás por esa razón, a pesar de tener varios de los ingredientes necesarios para destacarse, simplemente cayeron en el anonimato, fueron ignorados, pasaron desapercibidos. No me queda claro si se convirtieron en una banda de culto o si solo quedaron ocultos, marginados. ¿Será por el lamento del serrucho que solían incluir en sus temas? Aquellas dos chicas charlando durante el show ejemplifican con claridad la falta de atención que obtuvo esta banda. Una pena. Estos pibes de San Diego ofrecían muy buena música.

Si leyeras una entrevista de un grupo en el que se autodefinieran como  “the most fucked-up country band in Nashville”, ¿no te darían ganas de escucharlo? Eso me pasó a mí. Acababan de publicar “Aw C’mon” y “No, You C’mon” – un disco doble encubierto. Fueron los dos primeros álbumes de Lambchop que escuché y un certero flechazo que me hizo buscar, rastrear, acumular, todos y cada uno de sus discos – desde álbumes, EPs, singles y compilados hasta ediciones europeas, norteamericanas o japonesas con distintas listas de temas, reediciones dobles con material inédito en el segundo disco y álbumes publicados para la venta exclusiva durante las giras. Todo. Sin dudas, lo que terminó de confirmar mi interés por esta banda fue el concierto al que asistimos con mi amigo Philippe, en la sala de espectáculos Le National sobre la rue Sainte-Catherine est. Ver a Kurt Wagner, bastante quieto, en el centro del escenario, cantando con su guitarra gastada canciones que lograban movilizar la fibra más íntima de cada uno de los presentes terminó de convencerme. La audiencia, inmóvil, se limitaba a dejarse empapar de acordes y pulsos esporádicos que lograron hipnotizar hasta al más reticente, al más reacio a disfrutar de un sonido sin tiempo que no buscaba ni completar ni rellenar ninguna de las dimensiones del espacio. Todo lo contrario. Invitaba a descubrir un poco de aquí, un poco de allá, y daba rienda suelta a la imaginación para que cada uno completara su propia historia y disfrutara de ese sonido a su antojo. Lambchop ofrece tanto como reclama y eso es lo que lo hace inigualable, inmejorable.

Si te cruzaras con algún otro grupo yanqui que saliera del molde, que no calzara en el estereotipo del American Way of Life, ¿no te darían ganas de escucharlo? Eso me pasaría a mí, sin dudas.

sábado, 19 de febrero de 2022

CIENTO CUARENTA Y DOS

En Montréal, en los primeros tiempos, trabajé para tres agencias que quedaban cerca del boulevard Saint-Laurent: Associés Libres Design, Enigma Communications Inc. y Agence Code. Si no iba a pata al laburo, iba en bicicleta. Lo que me daba tiempo para recorrer y descubrir los más ignotos rincones del Mile End. Tiempo para ver carteles, placas conmemorativas, monumentos y homenajes a antiguos vecinos célebres del barrio que se cruzaban por mi camino. Sabía que uno de mis mayores ídolos musicales había nacido en esta ciudad pero nunca habría imaginado que algún día iba a pasear, a caminar, a andar, a deambular, por las calles del barrio que vio nacer al enorme Leonard Cohen. Enterarme de esta realidad me hizo sentir la necesidad de escuchar su música. Oportunamente, fue la excusa que necesitaba para impulsarme, para decidirme, a comprar los dos álbumes de estudio que me faltaban, a pesar de que las tapas me parecieran repulsivas. “Ten New Songs” y “Dear Heather”, como la mayoría de los discos de este monstruo, no se destacan gracias a la imagen de sus portadas. Sin embargo, como alguna vez dijo mi amigo Nacho, cuando uno no sabe qué escuchar, cuando uno no se decide sobre qué disco poner en el equipo, no queda otra que recurrir a alguno de los de Cohen, ya que su magnífica voz dorada nunca te defraudará.



viernes, 18 de febrero de 2022

CIENTO CUARENTA Y UNO

Me gustan los botones, me gusta presionarlos. Me gustan los cables, me gusta conectarlos. Me gustan las teclas, me gusta tocarlas. Me gustan los aparatos electrónicos, me gusta programarlos. Me gustan los instrumentos musicales, me gusta comprarlos. 

En Montréal, encontré unas cuantas tiendas de empeño donde vendían de todo y barato. Si hubiera comprado todos los aparatos e instrumentos por los que babeé en esas vidrieras y vitrinas, tendría que haber contratado un avión para mí solo cuando regresé a Buenos Aires. Las cosas más interesantes que finalmente compré son un sequencer YAMAHA QY-300, que me permitió componer cinco ó seis canciones, y un sampler AKAI S2000, que al conectarlo a una POWER MACINTOSH G3 me permitió grabar una.

Por aquel entonces, había empezado a escuchar un montón de artistas que usaban y abusaban del sampler en sus composiciones y sentí que siendo un instrumento que no había utilizado hasta ese momento en mis producciones discográficas, era hora de incluirlo en mi arsenal. Cuando lo vi en el Comptant.com del boulevard Saint-Laurent, me lo llevé sin dudar.

El resultado de mi trabajo con estas máquinas quedó plasmado en la canción “Reflejo”. Única canción que grabé íntegramente en el departamento del décimo piso en el que vivía en la rue Sherbrooke est, H2L 1L8, Ville-Marie, Montréal, Québec, Canada. Me encanta el resultado, sin embargo, la necesidad de programar minuciosamente estos aparatos me hizo descubrir su falta de espontaneidad y al poco tiempo de llegar a Buenos Aires, decidí deshacerme del sampler y de la POWER MACINTOSH G3. Una pena.

https://mad-ride-records.bandcamp.com/track/reflejo




jueves, 17 de febrero de 2022

CIENTO CUARENTA

¿Rock o electrónica? ¿Jazz o ambient? ¿Blues o world music? ¿Soundtrack o field recording? ¿Pulso humano o pulso artificial? Acordes de guitarras brutales que quizás ni siquiera hayan sido ejecutados por instrumentos de cuerdas. Instrumentos de viento con estática. Brasses con surface noise, para los entendidos. Loops y samples. Samples y loops. Poca gente, muchos cables, mucha cinta, muchos bits. Sonidos sintéticos, sonidos expansivos. Ensoñación, brutalidad. Sonido exponencial. Hostil, jodido. Mucho sentimiento. Ritmos desgarradores, ensordecedores, hipnóticos. ¿Tribales o esotéricos? ¿Pared de sonido o paredón de fusilamiento?

La Subalterne me proveyó de los primeros tres discos que escuché de este hombre orquesta que no deja de renacer con un nuevo seudónimo cada vez que nos entrega composiciones nuevas, sin embargo, lo esencial de su música siempre está allí. Raymond, de Atom Heart, me dijo un día que todos los discos de Foetus eran iguales. Quizás sea cierto que los elementos sonoros con los que J.G. Thirlwell trabaja siempre sean los mismos. Quizás sea cierto que las obsesiones de este australiano expatriado sean las mismas que aterran a sus fans desde su primer álbum. Quizás sea cierto que a pesar de ser uno de los más originales exponentes de la música industrial haya sido ignorado por la escena del palo por ofrecer un sonido indomable que se escapa, que evade con destreza, las categorizaciones. Quizás sea más fácil decir que es único y que por esa razón haya que dejarlo ser. Te guste o no, más de uno le debe algo a este tipo. Su influencia nos atraviesa. Quizás por esa razón, a pesar de que escuché el primer disco firmado por Foetus en 2003, ciertos periodistas avezados, de anticipación, reconocieron elementos de la música de este muchacho en mi álbum “Voom Voom Va Hell La”, grabado y publicado en 1993 – escasos diez años antes de que conociera la música del australiano. Ahora me van a acusar de practicar magias oscuras y de tener una bola de cristal. ¡Dale!

miércoles, 16 de febrero de 2022

CIENTO TREINTA Y NUEVE

Ninguno de nosotros, ninguno de los sonívoros coleccionistas de discos, puede asegurar que nunca ha dicho que tal o cual disco sería el último que compraría, que hasta allí había llegado la pasión ilimitada, la acumulación incontenible de pilas y pilas de discos por escuchar, la desenfrenada voracidad por exponerse a nuevos sonidos, ritmos o melodías. Se lo hemos dicho a nuestros padres cuando ellos nos proveían del dinero necesario para una nueva dosis de música. Se lo hemos dicho a algún amigo cuyo gesto de desaprobación nos habrá hecho sentir que habíamos malgastado nuestro dinero en algún disco innecesario para nuestra colección o para cualquier ser humano. Se lo hemos dicho a nuestras mujeres – esposa, novia, filito – cuando han expresado su descontento por la falta de orden en el hogar, por la falta de atención a su presencia mientras degustamos algún nuevo título, por la falta de guita para invitarlas a salir porque dilapidamos nuestros últimos pesitos en pos de engrosar “La colección”.

“Es el último que compro”. Palabras que he pronunciado más de una vez. Enunciado que pierde completamente su valor semántico literal, que pierde su valor de excusa o disculpa – cuando el enunciador es cualquier tipo de coleccionista – para renacer con un nuevo valor y asemejarse al gesto de hombros que los niños usan para expresar, para hacernos saber rápidamente, que algo no les importa, que algo no les interesa, que lo que se les está diciendo los tiene sin cuidado. Levantar los hombros para decir “y a mí, ¿qué?” y el enunciado “es el último que compro” se han transformado en un sutil “no me jodan, déjenme tranquilo, en mi mundo”.

También es posible que alguno de nosotros haya alterado levemente dicho enunciado para que posea un sentido aparente y que encubra, que oculte, nuestras verdaderas intenciones gracias a la riqueza de nuestra lengua castellana. En mi caso, creo haber pronunciado un claro “éste va a ser el último que compre” cuando le pedía dinero a mis padres durante mi adolescencia para adquirir algún disquito. El sentido del enunciado aparenta ser el mismo. Sin embargo, el uso – deliberado o no – del subjuntivo en el verbo “comprar” marca una clara diferencia en el valor del mensaje. Este tiempo verbal nos introduce en el terreno de la duda, de lo posible, no de lo probable. Cuando usamos el subjuntivo, sabemos que existen dos posibilidades: tanto que suceda lo que decimos como que no. Ésto, sumado al futuro camuflado en el presente del indicativo del verbo “ir”, da un resultado incierto. Finalmente, esta segunda versión del enunciado no hace más que sembrar la duda y la imprecisión. Sacá tus propias conclusiones.

En Montréal, salir a pasear durante el invierno significa elegir alguna tienda bien calefaccionada donde el frío intenso no te carcoma los huesos, no te congele los huevos transformándote en un banco de esperma ambulante, para que puedas pasar un grato momento al abrigo de las tempestades boreales. No es joda pasearse por ahí con 30°C bajo cero. No es joda. Cuando mi vieja me fue a visitar en plena temporada invernal, con las calles totalmente cubiertas por una espesa capa de nieve, en el mes de febrero para que no pasara solo mi cumpleaños, la llevé a conocer varias tiendas de las que me había convertido en un asiduo visitante: Renaud-Bray, L’Échange, Archambault. En la sucursal de Archambault de Berri-UQAM, que quedaba cerca del departamento donde vivía, pasamos varias tardes. Era enorme. Varios pisos, uno para DVDs, otro para CDs, otro para libros – sobre todo en francés, otro para instrumentos musicales. Distracción asegurada. En uno de esos paseos, vi en la batea de ofertas “Mad for Sadness” de Arab Strap. Si le dije a mi vieja al momento de agarrar ese disco y dirigirme a la caja que ese era el último disco que compraría, jamás estuve más alejado de la realidad. Es cierto que nunca antes había escuchado a estos escoceses, aunque me había cruzado con sus discos varias veces antes. Con el tiempo, fui incluyendo todos sus singles, todos sus EPs y todos sus álbumes, en mi colección. Todos.

jueves, 30 de diciembre de 2021

CIENTO TREINTA Y OCHO

¡Qué lindos son los box-sets! Los que ofrecen un álbum y todos sus singles; los que presentan la edición limitada del álbum con material extra – desde recitales en los que se presentan las mismas canciones del álbum en su versión en vivo, sanguínea, sin retoques ni ardides de estudio – pasando por los outtakes de las mismas sesiones de grabación, las tomas descartadas, las mezclas alternativas, los remixes, hasta las famosas sesiones en la radio – las codiciadas Peel Sessions de la BBC; los que suman un DVD con la filmación de algún concierto, de algunas entrevistas o con algunos video clips; los que incluyen la discografía completa de la banda, álbum tras álbum, con su portada de rigor; los que incluyen cada uno de los singles, con la reproducción exacta de las portadas de las ediciones originales; los que compilan minuciosamente y respetando con riguroso orden cronológico las fechas de publicación – o de grabación, si se tratara de alguna pista inédita hasta ese momento – todas y cada una de las grabaciones que el grupo haya producido durante su carrera musical. 

Para el primer cumpleaños que festejé en Montréal, mi vieja me fue a visitar. El regalo, cae de maduro. Me dio rienda suelta para que encargara algún disquito que me interesara. No hizo falta que pensara demasiado, ya sabía lo que quería. Me precipité hasta Atom Heart, que quedaba a escasas cinco cuadritas del departamento donde vivía, y les encargué un box-set con tres discos de una bandita francesa un tanto ignota, aunque prometedora. Hasta ahí todo andaba a la perfección, tanto Francis como Raymond sabían sobre mis gustos eclécticos y tomaron nota de mi pedido sin vacilar. A la semana siguiente, cuando fui a retirar mi regalo, una clienta que estaba charlando con los muchachos, al verme llevar esa cajita amarilla con el nombre de un artista que le resultaba totalmente ajeno, me preguntó de qué se trataba lo que tenía entre manos. Con honestidad brutal, le respondí que no tenía ni la más mínima idea, que desconocía de qué se trataba el grupo, que lo había comprado porque la imagen de la portada me resultaba muy inspiradora. La jeta de la piba me hizo adivinar que pensaba que había entablado conversación con un demente, con un desquiciado o, al menos, con un loco lindo. Hasta se le leía en la cara un nítido “¿en dónde me metí, para qué pregunté?”. Esta compra no fue un acto suicida porque mi vida no corría ningún riesgo, pero debo admitir que podría haberme salido muy mal. Anteriormente había comprado discos siguiendo mi intuición al ver una imagen estimulante sobre una portada, pero era la primera vez que me basaba en mi olfato para comprar una caja conteniendo tres CDs. ¡Demasiado osado! Ojo, al escucharlo, descubrí que este box-set que había elegido como regalo de cumpleaños contenía música más que interesante, que ofrecía todas y cada una de las canciones que el grupo francés Bästard había grabado durante su breve carrera, respetando rigurosamente el orden cronológico de las fechas de grabación o de publicación de cada tema. Otro hallazgo. ¿Entrenamiento, muñeca o, simplemente, culo? 

CIENTO TREINTA Y SIETE

Todo lo que no sé de música; todo lo que nunca quise ni saber, ni aprender, de la música; todo lo que me alejé de la música “culta”; toda mi aversión a la educación musical; todo, se lo debo a la excelsa profesora de Música de la escuela secundaria Nora Anahí López Forte. Admirable pedagoga que me zampó un 0 (cero) en un examen y me hizo padecer esa pesada mochila todo el puto año. Mea culpa: cuando uno es joven e idealista comete algunos errores irreparables. Hasta ese momento, mi vida académica no había tenido demasiados sobresaltos. Materias aprobadas con dedicación aunque sin demasiado esfuerzo. Primer bochazo de mi carrera. No tuve mejor idea que reclamar sobre mis derechos de estudiante, argumentando que mi sola presencia al momento de rendir dicha evaluación escrita, por más que mis conocimientos sobre los contenidos a evaluar hubieran sido nulos, acreditaba, según el reglamento escolar de la institución, que la nota mínima debía ser 1 (uno). ¡Cómo se puso! Loca, desquiciada. Una enferma. Para que logres comprender con qué bueyes arábamos, te cuento que a esta profesora, a la escuela, la acompañaba su mamá. La vieja la esperaba, todos los días, sentadita en el hall de entrada. Vergonzoso que un establecimiento de renombre como la Escuela Superior de Comercio Carlos Pellegrini haya admitido que en su nómina de docentes de altísimo nivel académico se sumara semejante cachivache. En resumen, casi me llevo a diciembre la asignatura Música de segundo año. Al final, me debe haber aprobado para no tener que asistir a la mesa de examen, para no tener que clavarse. Seguro que se lo debo a su madre que querría comenzar los preparativos para las fiestas con suficiente antelación. Creo que este evento despreciable – todo lo que esta guacha me hizo sufrir en sus clases – puede explicar el desinterés que tuve durante muchos años por las músicas de conservatorio, por las músicas eruditas. Creo que esto puede explicar mi interés por destripar la música, por verla agonizar y desangrarse, por torturarla, por destrozarla. Hasta el día de hoy, sigo prefiriendo las anomalías en la música, lo que resulta difícil de reproducir con precisión, lo que no aparece en los libros. Una fobia o una vendetta, decidí vos. 

En mi búsqueda laboral en Montréal, tenía la fantasía de poder dedicarme a diseñar tapas de discos. Es verdad que durante todo el tiempo que residí en Canadá, viví de mis ingresos como Diseñador Gráfico. Sin embargo, tuve la posibilidad de diseñar la tapa de un solo disco, “Canevas «+»” del Ensemble SuperMusique, un combo local de música improvisada liderado por Joane Hétu, a quien conocí un día en el que toqué a la puerta de la oficina de su sello Ambiances Magnétiques. Creo que a esta mujer tan asentada en la escena de la “Musique actuelle” québécoise, mi “naïveté” con respecto al mundo de la música, le cayó en simpatía. Me invitó a unos cuantos recitales, de ella, de su marido, de algunos grupos del sello, y luego me pidió que le hiciera una propuesta para la tapa de este disco que estaba por publicar. Fue mi primer contacto con este género musical y me gustó. Sobre todo los shows, que eran muy entretenidos, coloridos y, a veces, disparatados, desacartonados, inesperados. ¿Qué cara habría puesto mi profe de Música si los hubiera escuchado? ¿Qué les habría dicho? Seguro que los bochaba a ellos también.

¿Música escrita, arreglada, armonizada? ¿Música improvisada? ¿Cuál de las dos grandes vertientes de la música ofrece un mayor valor? Una es pulcra, coherente, reflexionada. La otra puede ser desprolija, espontánea, imprevista, intuitiva, quizás brutal. Tironeos y argumentos que aparecen en la lucha eterna en la que los sonívoros tratamos de estimar las bondades de cada una de ellas. Algunos valoran la destreza de los intérpretes. Otros, las armonías logradas, estudiadas. Otros, la calidad de los arreglos. Otros, la cantidad de arreglos por compás. Otros, el sentimiento que expresan los artistas. Otros, lo inusual, lo creativo de la creación musical. Otros, el carisma de los músicos, devenidos showmen. Otros, el mensaje que supuestamente transmiten al ofrecernos una secuencia de sonoridades. Otros, la labor del productor que aparentemente logra rescatar a tal o cual artista del karma del anonimato gracias a haber sabido pulir su sonido y despojarlo de todo brote innecesario. Otros, se maravillan de las cualidades técnicas de las últimas grabaciones y anhelan que las más antiguas pudieran retransformarse aprovechando las tecnologías de punta. Otros, escuchamos, solo escuchamos. Con voracidad. Quizás para entender algo que en realidad hay que simplemente disfrutar. A mí, me gusta tanto una como la otra, depende del momento del día, del estado de ánimo, de lo que esté haciendo mientras escucho música. Considero que ambas vertientes tienen su valor. Sin embargo, a veces me pregunto: ¿serán capaces los que hacen música improvisada de escribir una canción – su melodía, sus arreglos, sus armonías – o se dedican a hacer este tipo de música porque no lograrían movilizar ni un pelo de la audiencia si se dedicaran a crear su música con lo que se consideran ideas "convencionales", "tradicionales", "de la vieja escuela"? A veces los melómanos, audiófilos, sonívoros, pecamos de excéntricos, lo sé.

Una vez más, recurro a la literatura para profundizar en el sentido que me proponen mis ideas. Una vez más, te dejo un extracto de la novela “Mont-Oriol”, del escritor y poeta naturalista francés Guy de Maupassant, que cae como anillo al dedo. Enjoy! 

En apercevant Paul et Gontran, Saint-Landri s’élança vers eux. Il avait eu, pendant l’hiver, un tout petit acte en musique joué dans un tout petit théâtre excentrique ; mais les journaux avaient parlé de lui avec une certaine faveur et il traitait de haut, maintenant, MM. Massenet, Reyer et Gounod.

Il tendit ses deux mains avec un élan bienveillant et raconta aussitôt sa discussion avec ces messieurs de l’orchestre qu’il dirigeait.

« – Oui, mon cher, c’est fini, fini, fini, des rengainards de la vieille école. Les mélodistes ont fait leur temps. Voilà ce qu’on ne veut pas comprendre.

» La musique est un art neuf. La mélodie en est le bégaiement. L’oreille ignorante a aimé les ritournelles. Elle y prenait un plaisir d’enfant, un plaisir de sauvage. J’ajoute que les oreilles du peuple ou du public naïf, les oreilles simples aimeront toujours les petites chansons, les airs enfin. C’est un amusement assimilable à celui que prennent les habitués des cafés-concerts.

» Je vais me servir d’une comparaison pour me faire bien comprendre. L’œil du rustre aime les couleurs brutales et les tableaux éclatants, l’œil du bourgeois lettré mais non artiste aime les nuances aimablement prétentieuses et les sujets attendrissants ; mais l’œil artiste, l’œil raffiné, aime, comprend, distingue les insaisissables modulations d’un même ton, les accords mystérieux des nuances, invisibles pour tout le monde.

» De même en littérature : les concierges aiment les romans d’aventures, les bourgeois aiment les romans qui les émeuvent, et les vrais lettrés n’aiment que les livres artistes incompréhensibles pour les autres.

» Quand un bourgeois me parle musique, j’ai envie de le tuer. Et quand c’est à l’Opéra, je lui demande : “Êtes-vous capable de me dire si le troisième violon a fait une fausse note à l’ouverture du troisième acte ? – Non. – Alors taisez-vous. Vous n’avez pas d’oreille.” L’homme qui, dans un orchestre, n’entend pas en même temps l’ensemble, et séparément tous les instruments, n’a pas d’oreille et n’est pas musicien. Voilà ! Bonsoir ! Il pivota sur un talon, et reprit : « Pour un artiste toute la musique est dans un accord. Ah ! mon cher, certains accords m’affolent, me font entrer dans toute la chair un flot de bonheur inexprimable. J’ai aujourd’hui l’oreille tellement exercée, tellement faite, tellement mûre, que je finis par aimer même certains accords faux, comme un amateur dont la maturité de goût arrive à la dépravation. Je commence à être un corrompu qui cherche les extrêmes sensations d’ouïe. Oui, mes amis, certaines fausses notes ! Quelles délices ! Quelles délices perverses et profondes ! Comme ça remue, comme ça ébranle les nerfs, comme ça gratte l’oreille, comme ça gratte... ! comme ça gratte... ! »

Il se frottait les mains avec ravissement, et il chantonna : « Vous entendrez mon opéra, – mon opéra, – mon opéra. – Vous entendrez mon opéra. » 

Gontran dit :

« – Vous faites un opéra ? » 

« – Oui, je l’achève. » 

Para lograr deleitarse plenamente con el texto de este grande de la literatura universal, sería bueno organizar una sesión espiritista para poder preguntarle al autor en persona sobre la última réplica de mi cita. ¿Usa el verbo “achever” en su acepción de “completar” o “terminar”? ¿Recurrió al uso coloquial de dicho verbo para que este personaje, enojado y a disgusto con la vieja escuela de música, con los creadores de simples melodías, manifieste que quiere darle un golpe de gracia a la ópera, a la música “culta”, que quiere matarla, exterminarla? 

Finalmente, este va y viene entre la música escrita y la música improvisada se justifica en una dialéctica, en una complementariedad entre ambas expresiones musicales – que terminan siendo una sola – ya que se interrelacionan, se nutren entre ellas, se enriquecen; ya que se necesitan la una a la otra para existir, conformando una dualidad, el yin y el yang, del arte sonoro. 

miércoles, 29 de diciembre de 2021

CIENTO TREINTA Y SEIS

Algunos han creado teorías extravagantes con las que aseguran que todas las personas se van cruzando por el mundo en distintas situaciones y que, tarde o temprano, llegan a relacionarse. Recordá la serie televisiva “Lost”... 

Podrán crearse teorías cuasi científicas de lo más sofisticadas, sin embargo, una vez más, la sabiduría popular – con precisión, estilo y tradición – nos brinda su máxima “el mundo es un pañuelo”. Con la que supera toda teoría propuesta por pensadores altaneros. Pensadores que suponen que abstrayéndose del mundo que los rodea, de la realidad que los aprisiona, lograrán superar a aquella sabiduría milenaria. Lástima que estos estudiosos no hayan sabido aprovechar esta máxima, que evidentemente ya existía cuando ellos se pusieron a discutir boludeces y que, además, ofrecía una propuesta mucho más clara, directa y simpática para definir su hipótesis. De haberlo hecho, quizás habrían sido capaces de ofrecernos alguna teoría original en lugar de un refrito insulso sin valor agregado.

En Montréal conocí muchas cosas nuevas, conocí mucha música nueva, conocí mucha gente nueva. Sin embargo, con el tiempo me fui dando cuenta de que conceptos como “novedoso” o “desconocido” son completamente relativos. Recordá... No nos olvidemos de que “el mundo es un pañuelo”. 

En Associés Libres Design conseguí mi primer trabajo en la ciudad. Una agencia pequeña, familiar. Cuando la esposa del propietario de la empresa supo que yo estaba solo, al aproximarse el Thanksgiving Day, me invitó a festejarlo en su casa junto a su familia. Conocí a sus padres y hermanas que venían desde Halifax, en Nova Scotia, y a sus tíos que habían viajado especialmente desde Barbados. Toda una cena en familia.

Durante las semanas siguientes, Jennifer y su marido entraron en confianza conmigo y me dieron un poco más de charla mientras trabajábamos en la oficina. En seguida supieron que mi mayor interés era la música. Charlamos sobre los recitales a los que había ido, sobre los recitales a los que me interesaba ir. Ella me contó que uno de los pocos conciertos de los que habían participado había sido en los años ’80, cuando habían viajado especialmente a New York para ver el show de su primo Pete que tocaba la batería en un grupo británico. Al recordar a su primo, me contó cómo disfrutaba cuando iba de vacaciones a la casa de su parentela en Barbados, cómo le gustaba navegar en el bote de su tío, cómo le gustaba pasear en la moto junto a su primo. En algún momento de nuestras charlas, surgió mi interés por coleccionar discos. Seguramente, cité algunos de los títulos buscaba para engrosar mi colección. Mientras hablaba, adivinaba que este tema resultaba ininteligible, incomprensible, para un par de personas alejadas de la pasión por la música, alejadas del coleccionismo de discos al que dedicamos nuestra vida los sonívoros. 

Luego de cobrar mi primer chequecito, en mi primera visita al HMV de la rue Sainte-Catherine ouest, conseguí tres discos que mencioné inmediatamente el lunes, al regresar al trabajo. Mencioné “National Express” de Divine Comedy, no lo conocían; mencioné “Berlin Babylon” de Einstürzende Neubauten, no lo conocían. Cuando mencioné “It’s Alright” de Echo & the Bunnymen, al escuchar el nombre de este último grupo, Jennifer de Freitas se puso pálida y seria. Solo pudo balbucear, casi sin aliento: “¿Co... conocés a Echo & the Bunnymen?” ¡Claro que lo conozco! Además... ¡Me gusta, me encanta! Le he seguido la carrera desde que cursaba la escuela secundaria. Ha sido uno de mis grupos favoritos desde mi adolescencia y he acumulado pilas y pilas de sus discos, entre álbumes y singles, primero en vinilo, luego en CD. Finalmente, se trataba del grupo de su primo Pete de Freitas, gran baterista que perdió la vida en un estúpido accidente de motocicleta. Todas las piezas calzaban a la perfección. Mismo bote... Misma moto... Mismo apellido... Mismo perfil... Observando mejor el rostro de Jennifer, pude adivinar las facciones de Pete. Él estaba allí. Todas las piezas calzaban a la perfección para que sigamos sosteniendo que “el mundo es un pañuelo”.



jueves, 9 de diciembre de 2021

CIENTO TREINTA Y CINCO

Un antiguo jefe de mi vieja, que había sido marino y había viajado durante largo tiempo de acá para allá recorriendo el mundo y viviendo lejos de su hogar en la vasta provincia de Buenos Aires, cuando se enteró de que había decidido mudarme a Montréal, me dio un consejo que aún hoy, casi veinte años más tarde, resuena en mi cabeza y lo considero uno de los mejores que recibí al tomar esa decisión. Evidentemente, sabiendo de lo que hablaba luego de muchos años de reflexión, me dijo: “Gustavo, cuando estés en el extranjero, evitá las reuniones de mate y dulce de leche”. Creo haber comprendido hacia dónde iban sus palabras y, en Montréal, cuna de uno de los grupos más emblemáticos del post-rock, no pude hacer otra cosa que dedicarme a explorar un género que había empezado a degustar tímidamente unos cuantos años antes de mi viaje cuando compré de un plumazo todos los discos de Tortoise que encontré en uno de los Tower Records de la ciudad de Buenos Aires. Ya sabrás que me refiero a los muchachos de Godspeed You Black Emperor!, con cada una de las variantes con las que suelen denominar a su grupo. Con el tiempo, fui comprando muchos de sus CDs. Sin embargo, no fue gracias a esta banda que comencé a engrosar mi colección con álbumes del sello Constellation.

Creo que ya te había contado que Francis y Raymond, los muchachos de la disquería Atom Heart, ofrecen un sistema de puntos. Cuando comprás, el 10% del monto de tu factura se transforma en un cupón. Cuando acumulás suficientes cupones con suficientes puntos que sumen el precio sin impuestos de un disco de tu agrado, te lo llevás sin más trámite que entregarles los cuponcitos. De esta manera obtuve el primer CD del sello montréalais que ingresó en mi colección. Al tenerlo en mis manos, no pude sentir más que admiración. El empaque era impecable. Era impecable desde la bolsita que es reutilizable. Pasando por la etiquetita que anuncia tanto el nombre del grupo como el título del álbum. Hasta que al abrirlo, te das cuenta de que la elección de los materiales está perfectamente cuidada. La impresión, las tintas, el sobrecito interno que contiene al disco. Todo. ¡Así da gusto comprar un disco! Como si no fuera suficiente, supe de buena fuente que todos los CDs y vinilos de este sello están empacados a mano. No tengo más que agradecer a estos dos amigos a pesar de las distancias, también melómanos y de exquisito gusto, por haberme recomendado comenzar mi colección de post-rock con “Winter Hymn Country Hymn Secret Hymn”, el que era en ese entonces el último álbum de unos pibes de Toronto que se hacen llamar Do Make Say Think. Es cierto, no eran vecinos del barrio en el que hacía poco tiempo me había instalado. Sin embargo, al momento de elegir un álbum de un grupo canadiense, publicado por un sello canadiense, vendido por una tienda de discos canadiense, comprendí que no había vuelta atrás y que sin prisa y sin pausa había comenzado a insertarme en la sociedad del país que me había recibido. Lo único que me faltaba era visitar una “Cabane à sucre”, degustar una “Poutine” y “Aller aux pommes” pues “Jésus de Montréal” ya la había visto.