jueves, 13 de agosto de 2020

CINCUENTA Y TRES

Con los años, he ido acumulando una vasta colección de discos de jazz. De distintos artistas. Con distintas formaciones. De diferentes sellos. De diferentes países. De variados subgéneros. De variadas intensidades. A veces, muy interesantes. Otras, demasiado repetitivos. A veces, muy creativos y originales. Otras, demasiado tradicionales y evidentes. He perdido la cuenta de todo el material que he escuchado, razón por la cual trato de llevar una lista actualizada que me ayuda no solo a saber qué discos tengo sino que además me ayuda a saber dónde los tengo, en qué mueble, en qué estante, en qué cajón. Es verdad que sigo comprando discos de jazz, sigo encontrando artistas por conocer, álbumes por descubrir. Sin embargo, no olvidaré jamás al primero que compré. De alguna manera había conseguido un catálogo del sello ROIR. Creo que lo había pedido por correo, pero eso ahora da igual. Leyendo los textos de ese catálogo, recuerdo haber marcado los nombres de algunos grupos por los que se me despertó un interés muy particular. En pocas líneas y sin aclarar demasiado sobre lo que se escucharía en los discos, esos textos lograron hacerme sucumbir ante la idea de conocerlos. Me sedujeron al punto de llevarme casi de las narices a comprar varios CDs del sello sin necesitar escuchar ni siquiera un poco de cada uno para decidirme a hacerlo. Recuerdo un domingo por la mañana, apenas llegué al parque Rivadavia, en una caja de una vendedora que solía llevar material no convencional, vi uno de los títulos de los que había leído en aquel catálogo. Sin dudarlo, saqué la billetera y compré “Live 79/81” de Lounge Lizards. Fueron la “experiencia cinemática” que me habían anticipado. Me anunciaron, además, que me llevarían, pasada la medianoche, a través de “una ciudad cuyas calles estaban humedecidas por una lluvia constante”, y lo hicieron. Me anticiparon que eran “frenéticos, demoníacos, seductores, abrasivos e impredecibles”, y lo fueron. Con los años logré conseguir todos sus álbumes publicados en CD y me considero su fan. Lo que me resulta gracioso es que haya sido un grupo que fue denostado y condenado a la marginalidad por autodefinir su estilo como “fake jazz” – algo así como “falso jazz” – el que invitó a explorar esta música, originalmente negra. Al final, estos sacrílegos blanquitos que para muchos deben haber parecido una broma de mal gusto, hicieron mucho más por el jazz que muchos morochos que no proponen nada nuevo. Mientras que algunos quedan atrapados, estancados en el entramado de las incuestionables tradiciones, John Lurie pergeñó un grupo de música con una elegancia barata, desgastada y aparentemente pasada de moda que nos ofrecía sonidos del futuro. 



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