sábado, 27 de marzo de 2021

CIENTO TRES

Sin prisa y sin pausa, me fui interesando cada vez más por la música instrumental. Será porque cada vez me costaba más encontrar un cantante que cumpliera ciertos requisitos como para complacer a mis exigentes oídos. Será porque no encontraba uno que igualara, o superara, a los que ya me gustaban y respetaba. Será porque cuando uno va creciendo, o envejeciendo, como prefieras definirlo, se va dando cuenta de que no es necesario agotar la palabra para expresar algo, que hay otras formas de expresión menos claras, más esquivas, menos directas, que demandan un poco más de vuelo para poder disfrutarlas, que ofrecen tantos puntos de vista para valorarlas como personas que decidan dedicarles su atención, finalmente, menos digeridas de antemano y muchas veces más enriquecedoras. Abrir caminos. Ofrecer aquello que ni siquiera va a ser recibido de la misma manera en la que lo imaginamos. Que sorprenda a cada nueva inmersión. A cada nueva escucha. Eso es lo que empezó a interesarme de la música instrumental. Como si no tuviera ningún límite, ninguna atadura. Como si pudiera permitirse explayarse porque no tiene que estar al servicio de una letra, de un poema, de una poesía, acompañando a una voz que le indica el camino. Como si los instrumentos al recuperar la libertad pudieran empezar a buscar otros rumbos, nuevas direcciones, y estuvieran habilitados para sorprender. Hace rato que no me tiento con ningún cantautor nuevo. Es cierto que continúo apreciando a algunos de los que en mi historia personal ya pasaron a ser clásicos, aunque, de tanto en tanto voy perdiendo alguno y no hago mucho esfuerzo por recuperarlo. Pero eso te lo cuento otro día. Hoy quería, evidentemente, referirme a un grupo de música instrumental. Más precisamente de jazz, o algo similar, porque estos tipos son reacios a las clasificaciones. No porque lo hayan dicho expresamente, sino porque es lo que me han hecho sentir al ir escuchando sus discos, los que evolucionan y cambian para sorprenderme y deleitarme como oyente avezado. La primera vez que escuché uno de sus discos fue gracias a Omar o, mejor dicho, gracias a un amigo suyo que le regaló el álbum “Combustication” para su cumpleaños. Como el flaco en cuestión trabajaba en una agencia de publicidad y se autodefinía como “creativo publicitario”, tengo que admitir que entró con la pata izquierda y mi prejuicio – mi desprecio – por esa gentuza con ínfulas de visionario, de iluminado, sabelotodo casi hacen que me pierda la posibilidad de conocer un grupazo. Lo cierto es que unos días después del cumpleaños, cuando ya se me había pasado la mufa, le pedí a Omar que trajera el disco negro con las letritas caladas a uno de nuestros ensayos sabáticos y tengo que admitir que disfruté muchísimo de la propuesta de Medeski Martin & Wood. Tanto que, poquito a poco, fui comprando sus discos. Me faltan algunos. Las rarezas, esos por los que tenés que vender algún órgano, alguna hermana o algo peor. No hace falta, ya tengo suficientes. Además, soy hijo único.



viernes, 26 de marzo de 2021

CIENTO DOS

Otra forma de conocer nuevos valores – al menos para mí – de la lengua francesa se presentó cuando mi vieja se decidió a instalar la televisión por cable en su casa. En TV5, el canal francés, no solo pasan videoclips de algunas novedades sino que ofrecen unos cuantos programas en los que se presentan artistas en vivo. Tocando solos, con banda o simplemente haciendo playback. Lo importante es que empecé a tener acceso a un sinnúmero de opciones, a veces interesantes, otras no tanto, la mayoría para el olvido. Así fue como escuché por primera vez al cantante belga Arno Hintjens interpretando “Les yeux de ma mère” acompañado por un pianista y unos cuantos vasos de whisky. Como el tipo no era franchute, en la Alianza Francesa no había material. Además, a veces canta en inglés y otras en flamand. Lo que debe herir un poco el ego de los francos. A mi no me importó porque el tipo tenía onda y me gustó. El problema era que el acceso a sus discos no resultaba sencillo para un sudaca pobre y subempleado. El azar, la suerte o el culo más grande que la cabeza, se hizo presente cuando mi amigo Cristian – que tiene extremada facilidad, o habilidad, para conocer gente nueva – se hizo amigo de un belga que le regaló no solo dos discos de Arno solista sino, además, un compilado de su anterior grupo TC Matic, con el que seguramente le pasaba el trapo a más de un grupete con ínfulas de punkito redomado del comienzo de la década del ochenta. Según leí muchos años más tarde en una entrevista, Arno se negó a tocar con Public Image Ltd. porque no quería que el nombre de su grupo apareciera más pequeño, en segundo plano, en el cartel de un festival en el que el viejo Johnny Rotten quería ser la vedette. Arno se empacó y se fue con su música a otra parte. Bien hecho. Convicción y valores ante todo. Con los años fui consiguiendo cada uno de sus discos y fui apreciándolo cada vez más. Frontal y con onda. No se avergüenza de usar medias agujereadas, ni de tener un acento particular cuando canta “à la française”, ni de haber olvidado consultar el Bescherelle para conjugar los verbos en sus canciones. Producción cuantiosa, calidad impecable, música con garra, un tipo con las bolas bien puestas que merece mucho respeto. No solo los yankis o los británicos tienen derecho a hacerte mover la patita. He dicho.


jueves, 25 de marzo de 2021

CIENTO UNO

En una época en la que estaba bastante seco y no podía comprar casi ningún disco, acepté el desafío de escuchar cualquier CD que se me acercara. Al final, no fue tan mala idea porque me abrí y me permití conocer artistas a los que de otra forma no les hubiera dado pelota. No porque no fueran interesantes, sino porque todos sabemos que los prejuicios musicales nos acompañan y nos atraviesan desde el primer disco que compramos. Algunos aseguran solo escuchar la primera época de tal grupo, porque todavía no se había vendido. Otros, poseídos por la mística de algún sello en particular, solo escuchan los álbumes publicados a través de susodicha compañía. Algunos quieren que la música sea violenta y descarnada, sino les parece demasiado comercial. Otros, no toleran la más mínima síncopa porque perciben todo fuera de tempo y que la estructura se les derrumba; tampoco toleran la más leve disonancia porque sienten que se está traicionando a las escalas que con tanta precisión establecen las relaciones entre nota y nota. Algunos, eligen la música que escuchan por el look o la manera de vestirse de los que la interpretan. Otros, porque fue recomendada y bien criticada por algún especialista, por algún periodista de espectáculos o por algún tipo que logra influenciarlos. Algunos leen notas en las que el músico de su predilección menciona cuáles han sido sus principales influencias, toman nota y allí van, a la pesca del material que supuestamente les revelará cómo el tipo encontró la inspiración para escribir las canciones que a ellos tanto les fascinan. Otros, se encajonan en un género que les hace sentir cierto confort, o que les anula el deseo, porque lo que menos buscan es algo que los sorprenda, y se eternizan escuchando incansablemente los mismos sonidos que los hipnotizan y los dejan en estado catatónico. Bueno, el hecho es que mi vieja, después de muchos años, retomó sus estudios de francés en la Alianza Francesa y tenía acceso a la Médiathèque, donde había una gran cantidad de discos y podía tomar en préstamo un par por semana. Creo que si no escuché todos los que tenían, le pasé cerca. Con el tiempo, la lista de lo que me movilizaba se acotó y los artistas que permanecieron en la órbita de mis intereses son unos pocos y pueden ser contados con los dedos de alguna de mis dos manos. Entre ellos está Alain Bashung, del que en ese entonces pude escuchar “Novice”. Ese disco no solo despertó en mí cierto interés por este cantante francés, sino que, además, me hizo recordar que unos años antes había visto el video de una canción que me había gustado mientras miraba la tele en un hotel de París. Más tarde supe, relacionando las imágenes que había visto en los afiches de promoción que estaban pegados en el “métro” de la capital francesa con las tapas de los discos de este tipo que se trataba de la canción “La nuit je mens” del álbum “Fantaisie militaire”. Muchos años más tarde lo conseguí nuevo, de oferta, en la disquería Archambault, en la esquina de Ste-Catherine est y Berri, en Montréal. Obviamente, estaba muy contento. Sin embargo, antes de ponerlo en el equipo, aunque se trataba de un disco que tenía ganas de comprar, nunca habría adivinado que estaba a punto de escuchar un disco del que no podría desprenderme jamás. 



miércoles, 24 de marzo de 2021

CIEN

Algún sábado por la noche en el que estaba al pedo en mi casa y no tenía nada mejor que hacer que mirar la televisión, me enganché con un programa que presentaba Boy Olmi en ATC que según Wikipedia se llamaba “El otro cine”. En otras épocas, en el canal 7, más o menos en el mismo horario, pasaban “Función Privada”, programa que también veía con frecuencia. No solo por las películas, que solían ser interesantes, sino también porque muchas otras opciones nunca hubo en la televisión por aire. Finalmente, aquel sábado en cuestión pasaron una película de un director griego llamada “Eternity and a Day”, que de alguna manera me movilizó. Trabajaba el actor alemán Bruno Ganz, al que ya conocía por su participación en “Las alas del deseo” de Win Wenders. La propuesta era diferente. El ambiente, el clima, de la película eran marcadamente europeos, aunque con un aire de ensoñación o fantasía que cautivaba. Elementos que me gustan, que me caen bien. Mientras la película avanzaba, la música me hipnotizaba. Ofrecía sonoridades a las que no había sido expuesto hasta ese momento. Aunque se tratara de instrumentos clásicos reconocibles y se percibiera un aire de música contemporánea, esta música poseía la capacidad de avivar emociones en lugar de proponer exploraciones metafísicas de esas que intentan relacionar forzadamente sonidos e intelecto. Era una música exquisita que más tarde supe que había sido escrita por una pianista griega que se llama Eleni Karaindrou. Encontré el disco por casualidad en el Tower de la calle Florida. Lo reconocí por la foto de la tapa porque no se me había ocurrido tomar nota del nombre de la película mientras la miraba. Craso error, aunque subsanado por el azar. ¡Gracias! Lo interesante de esta compra no es solo que este fue el primer CD del sello alemán ECM que incluí en mi colección, sino que entre los diez discos que decidí llevar a Montréal cuando viajé para instalarme allí, estaba esta banda de sonido. En relativamente poco tiempo, esta música se hizo indispensable para mí. Hoy, siento que esta mujer escribe una música exquisita. Además, cuando la interpreta, acaricia el piano como nadie para que ese bellísimo sonido nos deleite acompañando melodías que podrían haber sido escritas ayer, hoy o mañana. Se trata de una música eterna que perdurará, que conservará todo su valor aún cuando con algún antiguo piano oxidado, destartalado y desvencijado se intentara recuperar, reproducir, su cadencia para hacer vibrar sus cuerdas y nuestro espíritu. 



domingo, 28 de febrero de 2021

NOVENTA Y NUEVE

Me gusta revisar las bateas de las ofertas. Siento que allí puede esconderse alguna gema. No sé si es para tanto pero casi siempre veo algo que llama mi atención y termino comprándolo. Me pregunto si será por el precio o por un interés genuino. Finalmente, no puedo asegurar que los discos que he conseguido en esas búsquedas sin rumbo hayan cambiado definitivamente ni mi vida ni mi percepción sobre la música, pero me resulta entretenido el momento. Se asemeja a la cacería de algún tesoro escondido, olvidado, abandonado, que espera ser descubierto. 

En la época en la que trabajaba en el diario PubliMetro, como estaba en el centro y cerca de todo, muchas veces durante la hora del almuerzo iba al local de Tower Records que estaba sobre la calle Florida, en una especie de sótano o subsuelo. Era un local enorme, en el que tenían mucho material. A pesar de ser un lugar en el que uno podría expresar el máximo nivel de júbilo al estar rodeado de tanta música, de tantos discos, el espacio me parecía un poco frío, quizás demasiado iluminado. Claro, de no ser por los tubos fluorescentes que daban un ambiente de heladera de supermercado, seguramente hubiera terminando asemejándose a una covacha, a una cueva o a una catacumba; lo que habría espantado a más de un potencial cliente. Como en esa época la gente compraba CDs como pan caliente, no me extraña que hayan optado por darle el look de las góndolas de un hipermercado. De última, la gente reconoce ese tipo de espacios, le son familiares y para enchufarle todos los discos que habían importado sin cuestionarse si coincidían con el gusto del público argento, necesitaban lograr que la clientela no se sintiera ajena, que se reconociera de alguna manera como perteneciente a ese sitio, aunque no entendiera ni jota de lo que se le presentaba ante los ojos o a través de los oídos. Como estaba medio de onda comprar discos en Tower, y la gente parecía sentir que había entrado en un micro-cosmos que la transportaba andá a saber a qué tienda de New York o de Los Angeles o de Chicago, muchos compraban cualquier cosa, sin cuestionarse si sería de su interés o de su gusto. Quizás, a mi podría haberme pasado lo mismo cuando tomé “Fuse” de Joe Henry del cajón de los saldos, pues debo admitir que lo compré porque estaba barato y me gustó la foto de la tapa, no porque tuviera referencia alguna sobre el tipo. Pero no. El disco, al final, me gustó. Aunque no era genial, me abrió el apetito para ir comprando otros álbumes de este cantante yanqui. La gran mayoría de ellos usados, por ende, también a bajo precio. Un beneficio que extraño de las disquerías de Montréal. Los usados, allá, los venden a la mitad de precio de los nuevos; a veces, aún menos. Un deleite. No sucede lo mismo con muchos de los disqueros porteños que con la muletilla “está fuera de catálogo” intentan desplumarte sin anestesia. Lamentablemente, ellos mismos se han ido cavando la fosa y nos arrastran con ellos. El argentino promedio no perdió interés en comprar discos. Siente y sabe que está siendo estafado y, como para la gran mayoría de los mortales comprar un disco no es esencial, dejan de hacerlo y se consiguen unos MP3 en algún torrent rumano que les llena las computadoras de virus. Al menos, los navegadores de sus máquinas se la pasan abriendo y mostrando sitios de pornografía. Todos contentos. Salvo los verdaderos amantes de la música, de los discos, porque cada vez se consiguen menos cosas interesantes en los barrios porteños.


sábado, 27 de febrero de 2021

NOVENTA Y OCHO

Creo que después de haber escuchado “Punishing Kiss” de la alemana Ute Lemper y por recomendación de algún amigo, decidí prestarle atención a The Divine Comedy. No te confundas. No se trata de un grupo. Se trata de un irlandés que hace y deshace este supuesto grupo a su antojo. No digo que esté mal. Digo que si en las tapas de sus discos hubiera decidido escribir su propio nombre, Neil Hannon, en lugar de este nombre de fantasía, habría sido lo mismo. Finalmente, el que aparece fotografiado en el 99% de las tapas de sus discos es él mismo. Ego, no le falta. No es grave. Cuestión de acostumbrarse. 

Una tarde en la que pasé por la disquería Bonus Track, divisé desde la puerta de entrada, en uno de los estantes, una cajita negra con letras mayúsculas en color verde que decía The Divine Comedy. Era el primer disco de este artista que me llamaba la atención. Seguramente ya había visto otros antes pero no les había dado pelota. Quizás el momento apropiado para escuchar a este tipo había llegado. Sin mucho preámbulo, compré “A Short Album About Love”. En el colectivo, volviendo a mi casa, me di cuenta de que en la parte de atrás de la cajita decía “Limited Edition Number 14688”. Interesante suma para mi colección. Sin embargo, estaba inquieto porque sentía que algo le faltaba, que la cajita estaba medio vacía, que el disco estaba incompleto. En realidad, algo le faltaba, es cierto, pero no a la cajita que había conseguido. Mucho tiempo después, me enteré de que en la misma época en la que publicaron el disco, también habían publicado, simultáneamente, tres simples que lo acompañaban. Los tres con el mismo título, “Everybody Knows (Except You)”, aunque con distintas tapas y distintas canciones. La idea era dejar lugar suficiente en la cajita para que pudieras meter los tres simples adentro acompañando al otro disco. Poquito a poco, los fui consiguiendo. Uno me lo regaló Cristian. Otro lo conseguí en el HMV de la calle Sainte-Catherine Ouest, en Montréal. Y el último, se lo compré directamente al señor Hannon por correo.

Tanto parlotear de la cajita y de las tapitas, no hablé de lo que experimenté al escuchar la música que contenía este CD. Tengo que admitir que me pasó algo diametralmente opuesto a lo que me había pasado con el de Edwyn Collins del que hablé en el capítulo Noventa y siete. En este caso, me encantó la pulcritud y la sobriedad del sonido con el que se presentaban esas divinas canciones de amor. Caí rendido a los pies de este tipo. No solo cantaba estupendamente bien sino que las canciones sonaban de puta madre. Estaban increíblemente bien arregladas y grabadas sin escatimar recursos. Banda, orquesta, todo el kit. A lo grande. Pomposo. Impagable. Contrariamente a lo que me sucedió con Edwyn, seguí comprando cada uno de los discos de Neil porque aún hoy sigo disfrutando de su humor. Aunque muchas veces resulte un tanto infantil, ingenuo e inocente.



viernes, 26 de febrero de 2021

NOVENTA Y SIETE

En la época en la que tocaba con mi grupo NO:ID. empecé a tener un conflicto de intereses. Si bien me quedaba claro que con el grupo nos dedicábamos a hacer canciones, cada vez me interesaban más los arreglos instrumentales que iba tímidamente descubriendo en el jazz, en el post-rock o en las bandas de sonido. Además, me empezaba a costar encontrar cantantes o cantautores que lograran llamar un poquito mi atención. No pedía que alcanzaran, ni mucho menos que sobrepasaran, las mañas que me cautivaban de vocalistas del calibre de Peter Hammill, Tom Waits, Nick Cave, Ian McCulloch, Iggy Pop, Stuart A. Staples o de algún otro que seguramente dejó afuera. Simplemente pedía que me conmovieran un poquito, que me mostraran algo que fuera mínimamente diferente, que me devolvieran el interés por la canción. Fue en ese contexto que me hicieron escuchar “Gorgeous George” de Edwyn Collins. Debo admitir que en ese momento me sorprendió. Tenía lindas canciones, algunas memorables. Pero lo que más me gustó fue que a pesar de haber podido elegir pulir, cuidar y emprolijar el sonido del álbum, para hacerlo más comerciable, el flaco había optado por un sonido medio berreta, en apariencia descuidado. Todo cerraba de maravillas, para mi gusto, claro. Años más tarde, en Montréal, conseguí algunos otros discos de este tipo. No estaban mal, pero lamentablemente, sentí que había puesto su “llama creativa” en piloto. 



jueves, 25 de febrero de 2021

NOVENTA Y SEIS

Una tarde en la que pasé a visitar a mi amigo Cristian por su departamento en una pensión de San Telmo, donde luego instalaría la primera versión de su disquería 33 1/3 RPM, en el equipo sonaba una música instrumental que me cautivó al instante. Caí rendido ante la dosis exacta de jazz, sonidos electrónicos, indie, ritmos que te llevan hasta donde quieren, minimalismo y otras tantos ardides sonoros que desplegaban esos tipos de Chicago. Se trataba de una música embriagadora. Creo que no debo haber escuchado ni dos temas y ya quería tener toda la discografía del grupo. La que ya habían publicado y la que publicarían en el futuro. El disco que estaba escuchando mi amigo se llamaba “TNT”. La imagen de la tapa no conmovió, aunque aprendí a apreciarla. Sabía que tenía que comprar ese disco. Empecé a buscarlo. A los pocos días, lo conseguí en el Tower Records de Recoleta. Por suerte, no estaba solo en las bateas. También tenían “Tortoise”, su primer álbum, e “In The Fishtank - 5”, un disco compartido con el grupo holandés The Ex. Esa gente producía una música que coincidía a la perfección con mis sueños sobre cómo debía sonar una banda. La mezcla de estilos, la mezcla de sonidos. Todo sin perder ni su personalidad ni su impronta. Es cierto que quizás en mis sueños aparecía algún que otro cantante. Sin embargo, Tortoise no necesitaba uno. Ellos solitos bastaban. No pasó mucho hasta que me enteré de la publicación un nuevo álbum de mis nuevos ídolos. Lo vi en la vidriera de Oíd Mortales y lo compré. En ese momento me enteré de que me faltaba el segundo disco que habían publicado, “Millions Now Living Will Never Die”, además de un par de discos de rarezas y remixes que parecían imposibles de conseguir. Resumiendo, al poco tiempo, también tenía ese disco de tapa celeste. Otra obra maestra. 

Ha pasado mucho tiempo desde que escuché por primera vez a este grupo. Han pasado muchas cosas. Viví durante unos cuantos años en Montréal. Tuve la suerte de verlos en vivo dos veces. En uno de los conciertos pude conseguir el disco de los remixes, en el otro un disco de un proyecto paralelo. Tanto en la disquería Atom Heart, como en Cheap Thrills o L´échange, pude conseguir, tanto nuevos como usados, el box-set, el disco de las rarezas, algún simple, alguna edición japonesa. El resto, lo rastreé por internet, tanto en Ebay como en Discogs, y finalmente puedo asegurar que he logrado conseguir, comprar y escuchar la mayoría de sus discos, incluidos los de sus proyectos paralelos y los de sus diversas participaciones. He disfrutado de mucha música genial durante toda mi vida y debo admitir, sin dudarlo, que uno de mi discos preferidos es “Standards”, el cuarto álbum oficial de mis estimadísimos Tortoise.


miércoles, 24 de febrero de 2021

NOVENTA Y CINCO

Gracias a todos los quilombos que aquejan a nuestro país desde hace décadas, se han perdido demasiadas cosas. Muchos han perdido valores. Otros, intereses. Otros, el norte. La mayoría, unas cuantas cuestiones tan importantes para vivir sanamente como el agua potable y el aire que respiramos. Cuando las necesidades básicas no están garantizadas, ¿de dónde se sacan las fuerzas para evolucionar?

Durante muchos años fui a practicar natación a la pileta de la YMCA que queda en el microcentro porteño, más precisamente en Reconquista y la avenida Corrientes. Iba dos o tres veces por semana, por la noche. Era el mejor horario porque había muy poca gente. Terminaba después de las 22:00 horas. A veces, antes de ir a nadar pasaba por alguna disquería y, ocasionalmente, conseguía algo a buen precio que fuera de mi interés. Cuando terminaba de nadar y salía a la calle, tenía que caminar más de cinco cuadras para llegar hasta la parada de un colectivo que me alcanzara hasta mi casa, en el barrio de Flores. A esa hora, las calles del centro eran una boca de lobo, no había nadie y a duras penas había algún farol encendido. La parada del colectivo no era un lugar mucho más acogedor. 

La perversa sociedad de consumo masivo del mundo globalizado del que todos se jactaban durante la década de los años noventa terminó obligando a nuestro país en decadencia a crear agentes para eliminar sus excesos para así permitirse potenciar la distribución de más objetos inútiles, inservibles, adecuados, necesarios y, a veces, imprescindibles. Por ese entonces, habían empezado a proliferar los cartoneros, a los que mucha gente llamaba recicladores o recuperadores urbanos. Recolectaban cartones y papeles en carritos improvisados. Evidentemente, para ellos, el centro era un lugar ideal en el que conseguían su codiciada pasta de celulosa en forma de envases, embalajes, cajas de cartón, diarios, revistas, catálogos o en las formas menos esperadas. Me impresionaba la manera en que muchos de ellos tenían para procesar su materia prima. A veces, ignorando el valor que pudiera haber tenido el objeto original más allá del mero papel que lo componía. Recuerdo que en varias ocasiones los vi manipular y destrozar publicaciones, libros o revistas, que seguramente hubieran sido apreciados y bien pagados en alguno de los puestos de libros usados del parque Centenario, del parque Rivadavia o de alguna de esas ferias en las que ese tipo de material puede recuperar su vida intelectual, cultural o artística, que de otra manera se desdibuja y se esfuma cuando el valor de un libro se estima tomando en cuenta su peso en lugar de evaluar su contenido, su texto, su imaginario, su poesía. Recuerdo que una noche que había ido a nadar y en mi excursión previa por las disquerías de usados de la calle Lavalle había encontrado un ejemplar de “Hanky Panky” de The The, mientras esperaba el colectivo, miraba a unos muchachos hurgar entre los papeles, las cajas y los cartones que habían encontrado en un contenedor. No podía dejar de pensar que, lamentablemente, si esa gente hubiera encontrado algún disco como el que yo llevaba en mi bolsillo, lo habría desarmado y solamente habría conservado el librito y la lámina posterior, pues para ellos, el resto carecería de valor. Ese pensamiento me entristeció muchísimo porque me hizo comprender que una gran cantidad de los objetos culturales y artísticos que nos rodean, ya sea libros, discos, revistas u otros, han ido perdiendo su valor agregado para ser considerados exclusivamente por el valor de su materia prima. Por las dudas, en ese momento, me aseguré de cerrar el bolsillo de mi campera para no perder ese CD. Tenía que evitar que cayera en desgracia y ofrecerle la vida para la que había sido concebido.

Aunque sea doloroso, todo termina por deteriorarse, por degradarse. Todo cae en desgracia. Los materiales, los objetos, los organismos, los seres, los conceptos, las ideas, las sensaciones. Lo único que perdura y gana cada vez más adeptos es el desinterés.

Nota bene: Aunque me era familiar y tenía grabado un concierto en VHS, el primer CD que tuve de Matt Johnson fue “Burning Blue Soul”. Un fin de semana, hace muchísimos años, acompañé a mi viejo a hacer las compras al Jumbo de avenida Cruz y Escalada. En una góndola, entre un montón de otros discos que no me interesaban ni un poquito, lo vi con una etiqueta que decía “5$”. A ese precio, imposible dejarlo escapar. Por si hubiera sido poco, apenas lo escuché, me encantó. Lamentablemente, con el tiempo, me empezó a parecer que la edición nacional de DG discos no sonaba del todo bien. Muchos años más tarde, en Montréal, en otra pila de ofertas, encontré un ejemplar de la edición norteamericana, baratito, y lo compré. Al final, creo que no había tanta diferencia entre el sonido de ambas versiones. Sin embargo, hice diferencia cuando vendí por correo la versión “industria argentina” a un israelita por la suma de cuarenta dólares estadounidenses.


martes, 23 de febrero de 2021

NOVENTA Y CUATRO

Cuando escuché por primera vez “Moss Side Story” de Barry Adamson, no le encontré el gustito. Lo compré porque participaba Rowland S. Howard y algunos otros músicos por los que sentía especial aprecio. Recién cinco o seis años más tarde, cuando decidí comprar “The Negro Inside Me” y “As Above So Below” empecé a entender la propuesta del viejo Barry. Sin embargo, la ficha me cayó por completo con “Oedipus Schmoedipus”. Los discos de este tipo son tan eclécticos que, a pesar de no proponer nada demasiado bizarro, me parecieron difíciles de digerir. Temas instrumentales, canciones en las que rara vez se repite el vocalista, spoken-word en donde recitan poesía, spoken-word en donde pasan las noticias o las necrológicas, sonidos electrónicos, sonidos acústicos, ritmos para la discoteca, para la fiesta, ritmos para el velorio, para el cementerio. Finalmente, ambiente, climas, sugestión y emociones. La obsesión de este tipo por darle a sus álbumes un aire de banda de sonido me resultaba entretenida, las canciones aisladas del concepto de los álbumes, interesantes. El problema era que sus guiños, su intersonoridad (intertextualidad, pero con el sonido), con otros discos, con películas, con obras de teatro, con programas de radio o televisión, con instalaciones, o lo que fuera, la mayoría de las veces no la captaba, me resultaba ajena. Asumo mi propia ignorancia. Con los años, fui descubriendo más y más cosas que me interesaban de sus discos y eso me permitió encariñarme con el “grone” más allá de sus contribuciones con los Bad Seeds o con Magazine. Lamento que en los últimos álbumes que ha publicado haya vuelto a perderle el hilo. Tendré que dedicarles unas cuantas escuchas más. Es cuestión de tiempo.