A mediados de 1986, compré mis primeros casetes de The Cure: “The Head on the Door” y “Standing on a Beach”, en Cesar-Po, una disquería – ya desaparecida – de mi barrio porteño de Flores en la que también conseguí mis primeros vinilos de Echo & the Bunnymen, “Ocean Rain” y “Songs to Learn and Sing”, además de “Psychocandy”, álbum que mis padres creían que me provocaría una segura sordera precoz. Claro, las guitarras chirriantes a un altísimo volumen generando un sonido desconocido para mis padres hasta ese entonces, el feedback, los alarmaba. Temían lo peor para mi integridad física cuando me veían escuchar una y otra vez unas canciones donde a alguien se le había ocurrido, además, ecualizar el sonido ya agudo de las guitarras distorsionadas llevando las perillas de la consola al punto máximo. Yo, por el contrario, sentía que había descubierto algo genial, único, revelador. Los ritmos de batería, elementales, rozando lo tribal, lo hipnótico, me fascinaban. Los bajos, como latidos, tan elementales como fundamentales, sostenían el caos. Las voces adolescentes de los hermanos Reid cantándole a botas de cuero y a distintos sabores, dulces o amargos, comenzaron a mostrarme que era posible crear, expresar algo mediante el sonido, o simplemente hacer ruido estimulante. Además, con este disco aprendí que en la música no se requería de habilidades acrobáticas para lograr escribir una bella canción.
martes, 5 de mayo de 2020
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