viernes, 27 de noviembre de 2020

OCHENTA

La venganza será terrible, dicen algunos. La venganza se sirve fría, dicen otros. No sé si este fue el caso porque mi revancha la sufrió un pobre tipo que nunca me había hecho nada porque no me conocía, era la primera vez que me veía, y obviamente, fue la última. Sin embargo, si lo tomo como una revancha simbólica a todos y cada uno de los que me chuparon la sangre en mi búsqueda por el disco soñado, me considero vengado.

Ya te conté antes que fui consiguiendo, poquito a poco, los discos de la corrosiva y filosa Lydia Lunch. En los años 90, rastrear los títulos de los álbumes que uno quería agregar a su colección era tan difícil como comprarlos. Recordá que no teníamos internet y que las revistas con información de interés llegaban a cuentagotas. Era un mundo muy distinto. La Argentina siempre estuvo lejos de todo, pero en esa época quedaba más que claro que estábamos en el culo del mundo. Las novedades llegaban cuando ya estaban de oferta en otros lados y, encima, acá te las fajaban al precio de un petrodólar que, sospechosamente, siempre era más salado que el del mercado oficial. Lo mismo de siempre, nada de qué sorprenderse. 

Como te decía, fui acumulando una linda cantidad de discos de la señora Lunch. Entre los tantos que sumé a mi colección se encontraban “Conspiracy Of Women” y “The Uncensored/Oral Fixation”. Lindas las gráficas para las portadas. Negro profundo, juegos tipográficos interesantes. El problema es que nunca nadie me había anticipado que tuviera cuidado porque muchos de sus álbumes contenían performances de poesía, monólogos tan verborrágicos como escatológicos, discursos tan feministas como anarquistas. Donde su arenga irrefrenable de ninfómana ultrajada resulta un tanto empalagosa. Too much. En inglés, a esos álbumes los denominan “spoken-word”. Parece que a los yankis les interesan bastante, los aprecian. La verdad es que a mi no me gustaron ni medio y me sentí total y completamente estafado. Con lo que me había costado conseguir la guita para comprar esos discos y al ponerlos en la bandeja, ni un solo acorde. Solo esta energúmena gritando e insultando a medio mundo, dando rienda suelta a su afilada lengua. Imaginate mi ánimo. Encima, mucho no podía hacer porque nadie me había obligado a comprarlos. Estaban ahí, en un cajón de un flaco en el Parque Rivadavia y yo los agarré. El trago amargo aún persiste, a pesar de que el tiempo ha pasado, de que esos dos discos ya no los tengo.

El primero de los dos, logré vendérselo a alguien en el parque, y como no volvió a cagarme a trompadas, quiero suponer que sabía lo que estaba comprando. El segundo, el que me sirvió como herramienta de mi venganza, lo tuve cajoneado durante varios años hasta que un día, visitando una galería en el barrio de Belgrano, tuve una suerte de iluminación. En la vidriera de un comercio que ofrecía tanto discos como accesorios de moda, vi, juntitos, “Up” de R.E.M. y uno de Lydia Lunch que ya tenía. El de R.E.M. había sido publicado recientemente, era nuevito, y se me ocurrió que si alguien lo presentaba en su vidriera junto a un álbum de la vieja y estimada Lydia, quizás tendría una oportunidad. Un punto a mi favor era que en ese barrio no me conocía nadie. Yo vivía en Flores, estaba de paso hacia la facultad y no era frecuente que pasara por allí. Al día siguiente, me presenté en esa tienda ofreciéndoles canjear mi disco de Lydia Lunch, mano a mano, por el de R.E.M. Ignoro si fui totalmente convincente y persuasivo o si el vendedor era un atolondrado ignorante pero, para mi sorpresa, cayó en mi trampa y me di a la fuga llevando entre mis garras un álbum recién salidito del horno por el que había entregado a cambio un disco que cada vez que lo veía me recordaba cuán boludo había sido al comprarlo. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario